Minientrada

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Roma. Es de noche. Estamos huyendo del calor y de los turistas fanáticos de la Fontana de Trevi. Hemos paseado todo el día por Trastevere y estamos sedientos y cansados. Leímos en algún sitio que hay un bar pintoresco cerca de nuestro hotel. Decidimos salir a beber un par de cervezas y a pasar un buen rato.

El lugar no esta a más de quinientos metros de donde dormimos, la noche ya no esta tan calurosa como a la hora en la que regresamos de Trastevere. Roma brilla en la oscuridad. Hay luces amarillescas que inundan las calles, el pub se encuentra en plena Via Crescenzio bajando unas escaleras hacia un mini sótano. Entramos con premura: Esta vacío.

Somos los primero en llegar y pedimos hamburguesas y papás fritas. Una de las meseras es guapa y tiene unos hermosos ojos azules. El ambiente es cálido y rústico. Hay una música de fondo en italiano, que se pierde sobre nuestros murmullos en español. Tomamos Paulaner, cada vaso trae medio litro de cerveza de trigo. De pronto la música se silencia. Un cuarteto de músicos se adueña de una de las esquinas del lugar. Un saxofonista, un baterista, un tipo con órgano y un cantante. No parece que valen mucho.

Mientras conectaban sus equipos, el lugar se iba llenando y para cuando habíamos terminado el primer medio litro de cerveza y las hamburguesas estaban extintas, el pub estaba rebalsando de gente. La mesera de ojos azules corría de una mesa a otra haciendo pedidos y trayendo ordenes. Una comensal muy gorda sonreía y era saludada por casi todos los que entraban al lugar. Nosotros pedimos más cerveza… De pronto las luces tenues se atenuaron un poco más y el cuarteto que no valía nada comenzó a tocar. Mi sorpresa fue in crescendo luego de un par de canciones. Se les escuchaba bien, muy bien!!! Tocaban excelente. Todos eran covers, que los habían arreglado para hacerlos más acordes con el tipo de música que dominaban: El Blues.

Seguimos bebiendo y comiendo. La música nos hacía gritar desafinadamente. Escuchamos Redemption Song de Bob Marley en versión Blues, escuchamos, Sweet home chicago!!!!, escuchamos Soul man y cuando nos dimos cuenta estábamos muy borrachos. Entonces… pedimos más cerveza.

El cuarteto que parecía que no valía nada y al final terminó valiendo mucho, rompió la música con un silencio y en menos de lo que nos dimos cuenta se largaron y nos dejaron con ganas de seguir escuchándolos. Una lástima; pensé en preguntarles como demonios se llamaban. Quizás lo dijeron en algún instante, pero gran parte de esa noche quedo perdida para siempre en las profundidades de las sinapsis de todos. El alcohol había carcomido demasiadas neuronas y las hamburguesas querían brotar de mi vientre usando mi esófago. Cuando casi no quedaba nadie y después de seis litros de cerveza cada uno, decidimos largarnos de ahí.

Caminamos hacia la Piazza del Risorgimento por la Via Crescenzio. Cuando llegamos a la plaza volteamos a la derecha rumbo a nuestro hotel. Eran las tres de la mañana. El vaticano estaba frente a mi nariz con sus murallas negruzcas y lúgubres. Benedicto XVI dormía mientras se le entrecortaba la respiración de cuando en cuando (habían demasiado pecadores en el mundo…) Llegamos a la Via Leone y volteamos a la derecha bordeando la muralla vaticana. En la esquina giramos a la izquierda en la calle Viale Vaticano, la calle de nuestro hotel….

En algún momento en la Viale Vaticano mi organismo empezó a traicionarme. Quería vomitar, iba de último y todos se me habían adelantado, a mi lado izquierdo seguían las murallas del vaticano lisas y negras. Unos metros más adelante vi una puerta inmensa cerrada inmensamente. Era la entrada a los Museos Vaticanos. Vomité mucho ahí, justo en la entrada. Pensé en aquel instante en la gente que llegaría temprano en la mañana a ver los frescos de Miguel Angel, de Leonardo da Vinci y de Rafael. Joder. Vomité de nuevo.

Continué caminando hacia el hotel. Estaba completamente solo en la calle. Los otros habrían llegado ya y estarían vomitando en un inodoro o durmiendo. Me fui dando tumbos contra la pared fresca y centenaria del Vaticano. Crucé la pista a la acera del frente donde se encontraba la puerta que me llevaría a mis aposentos. Recuerdo que oriné ahí mirando hacia los techos abovedados donde dormían todos los cardenales, su guardia suiza y Benedicto XVI que para ese entonces, supuse yo, estaba rezando por mi. Me la sacudí un poco y me deslicé dentro del hotel.

La banda sin nombre

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