Fobias de antaño II: Miedo a la altura (1)

Curso de Paracaidismo de las IDF en el 2005. No se porque estoy sonriendo tanto…

Cualquier actividad que me alejara más de medio metro del suelo me daba miedo. Subir al tronco de un árbol, subir a una escalera plegable, subir a un techo a buscar una pelota perdida, mirar hacia abajo luego de haber subido un par de minutos por una pequeña montaña, cruzar por un puente colgante en el zoológico y un largo etcétera. Creo que ya entendieron el punto.

No solo me daba miedo. Me daba un terror físico que me paralizaba por completo. Las piernas me temblaban, el bajo vientre me dolía; apenas veía el vacío, los huevos se me subían de prisa hacia el abdomen, sudaba frío y en resumen: Me enfermaba. A ese terror sin motivo a las alturas se le denomina Acrofobia y según Wikipedia: » Se denomina acrofobia (del griego ἄκρος alto, elevado y φόβος miedo) al miedo irracional e irreprimible a las alturas. Por ejemplo no atreverse a practicar juegos extremos o de alturas, como lo serían la tirolesa, el paracaídas o el parapente.1 Al igual que otras fobias, la acrofobia genera fuertes niveles de ansiedad en los individuos que la presentan, lo que induce una conducta de evitación de la situación temida.2 En este caso, las situaciones con una altura notable, como asomarse a un balcón, encontrarse al borde de un precipicio o estar en un mirador elevado, son típicas de este tipo de fobia.» 

En muchos momentos, mientras era un niño, me sentí un cobarde. Veía como los otros mocosos se trepaban en los postes de teléfono, en los árboles, en los pasamanos y disfrutaban mucho haciéndolo. Yo los veía desde abajo, siempre temeroso, aunque no lo daba a entender e inventaba todo tipo de escusas para no treparme a ningún lado. Cuando  entré a la marina en Perú, en las primeras semanas, todos los miércoles   me hacían saltar de un pequeño muelle que estaba aproximadamente dos metros sobre la superficie del mar. El sencillo hecho que sabía saltaría del muelle me jodía el día. Desde las 5:30 am en que nos levantaban, me ponía nervioso por los malditos 200 cm que tendría que superar para poder respirar tranquilo dentro de las heladas aguas del pacífico sur. Nunca supere el miedo. Nunca deje de ponerme menos nervioso y nunca pero nunca traté de vencerlo. Siempre me decía a mi mismo: «Eres bueno con los pies en el piso. Quédate en él.»  (La verdad es que no era muy bueno con los pies en el piso tampoco, pero eso ya es otra historia…)

Como muchos otros miedos, fobias y demás cosas que me impedían hacer cosas. Mi acrofobia falleció el día que entré en el ejercito de Israel. La historia es algo complicada, pero la voy  a resumir por el bien del relato y porque no quiero aburrirlos estimados lectores y lectoras: Estaba yo en el ejercito unos meses ya. Habíamos pasado por un pequeño entrenamiento y se abrieron los cupos para hacer las pruebas para la unidad de paracaidistas del ejercito (unidad de operaciones especiales). Los solados que hacían ese examen se venían preparando con uno o dos años de anticipación. Yo con tres meses en el ejercito me dije a mi mismo que no tenía ninguna posibilidad de pasar la prueba y me presente al examen con la intención de terminarlo (contaban leyendas urbanas acerca de lo difícil e inhumano  de la prueba en el aspecto mental y físico). Empecé el examen un martes de verano y lo termine un viernes, tres días y medio después. Extenuado como nunca lo había estado en mi vida. Muchos de los postulantes habían renunciado a lo largo de los días y de los que habíamos terminado harían aún una selección basada en el IQ y en un examen psicológico. Menos de la mitad de los que habíamos finalizado la prueba entraríamos a la «Unidad».

Dos semanas después me comunicaron que me habían aceptado en la unidad de paracaidismo del ejercito de Israel. Un segundo después pensé: «Y ahora que mierda hago…» De solo pensar que subiría a un avión y saltaría de él me mareé. Muchos otros soldados que estaban conmigo en el momento en el que me notificaron se alegraron por mi y me abrazaron y me hicieron hurras  y hasta me levantaron y me aventaron por los aires: Ellos no sabían que me cagaba de miedo de solo pensar en como carajo iba a hacer dentro de una unidad de operaciones especiales que se dedica a saltar de aviones para caer en territorio enemigo…

Un Domingo llegaron los autobues a buscar a los seleccionados. Hacía mucho calor en Israel en aquel verano. Nos llevaron en dirección al sur, rumbo al desierto. Viajamos callados y semidormidos. De pronto llegamos a una base espectacular. Inmensa, con una torre altísima pintada con los colores de la unidad. Rojo y blanco. Vi la torre y me dieron nauseas. Cuando baje del bus me gritaron que me dirija hacia algún lado. Hice caso y dejé de lado el recuerdo de la torre. Pasarían aún cuatro meses antes de que mi cuerpo salga eyectado de un avión por primera vez.

En la próxima entrada voy a contar acerca del curso y en como un pobre tipo que se meaba de miedo cada vez que subía sobre una mesa saltó diecinueve veces de un avión con el mar mediterráneo de fondo y con las arenas del desierto esperándolo con los brazos abiertos abajo…

Fobias de Antaño: Los Puñetes

Cuando era un niño pequeño odiaba pelearme en el colegio. Le tenía miedo a los puños del resto de niños. Supongo que el hecho de ser el menor de la clase en cuanto colegio estuve hizo de mi un blanco fácil para los niñatos abusivos que se pavoneaban pegando a diestra y siniestra a cuanto mocoso enclenque  se cruzara por su camino.

En mi época de adolescente en Magdalena, el barrio de Lima en el que crecí, se acostumbraba mucho a jugar al fútbol en las calles. Mi hermano, mis primos y yo solíamos jugar durante buen parte del día en la calle. Así como nosotros, muchos niños y mosolvetes  solían quemar muchas horas peloteando o vagabundeando por «nuestra esquina» y cuando alguien que «no debía pasar por ahí«, lo hacía, entonces le poníamos caras de pocos amigos. Esas eran las leyes del «barrio«. Muchos de los que pasaban se cagaban directamente en nuestras «leyes» y si los mirábamos mal nos cacheteaban o nos buscaban bronca para pasar el rato. Aprendí que era mucho más sano evitarse los problemas. Que los puños y las cachetadas nunca habían sido lo mío y renuncie a la peloteada y a la vida de «barrunto»y me encerré en casa a leer.

Un par de años después estaba yo en la Escuela naval intentando ser un cadete. Ahí descubrí por primera vez lo que era un cuadrilátero de box. Había una ley bastante simpática. Si sentías que un cadete de años superiores te odiaba y pensabas que lo único que se le cruzaba por la mente era hacerte daño, podías invitarlo a «quitarse las pitas» (quitarse los galones de los hombros) subir al cuadrilátero  ponerse guantes y reventarlo a puñetazos si es que podías. Era una norma bastante democrática. Lástima que jamás la usé. Sentí que mucha gente me odiaba sin sentido. Y la verdad, tenía mucho odio acumulado contra varios de los que decidían mis salidas o si me quedaba encerrado. Los hubiese querido matar a golpes. A veces soñaba con los ojos abiertos como yo, un enclenque, de diecisiete años le rompía la crisma al cadete más viejo de veinticuatro. Me veía hecho un «héroe» con toda mi promoción orgullosa de mí, me hacían hurras mientras bajaba del cuadrilátero después de haber nokeado al cadete más grande de todos,al mismísimo capitán del equipo de remo, bombos, platillos, laureles… Nunca me «saqué las pitas» con nadie porque siempre, pero siempre, me cagué de miedo.

Como mucha gente, en determinado momento , cambié. Para bien en algunas cosas y para no también en algunas otras. Algunas experiencias marcaron mi vida y me dí cuenta que los golpes físicos de alguien son los golpes más asimilables. Le perdí el miedo al dolor en determinado momento, aunque no se exactamente ni donde ni cuando. Solo sé que hoy boxeo y hago MMA de manera amateur, pero recibo bastantes puños y y puñetes y patadas y cabezazos y codazos y demás. También los doy, obviamente, y lo disfruto. Me duele que me peguen, pero no le tengo miedo a los golpes en absoluto. Hoy en día no puedo concebir que hace unos años el dolor físico fuese uno de mis grandes temores.

Lo que quiero decir, al fin y al cabo, en este post es que nosotros no solemos darnos cuenta en cuanto hemos cambiado y en cuan maleables solemos ser. Hasta nuestros miedos más profundos pueden quedar de lado, al igual que las cosas que en determinada instancia nos parecieron  valorables y sumamente importantes. A veces la única manera de conocer que es lo que somos exactamente hoy en día, es mirando al pasado para reflejarnos en el mismo y ver lo que hemos avanzado, o en su lugar, retrocedido. Voy a hacer una serie de posts mirando a mis fobias del pasado intentando encontrar cuales he superado en mayor manera y cuales aún arrastro hasta estos días. Es un viaje introspectivo arduo y que quizás me saque uno que otro recuerdo nostálgico. Pero creo que el resultado, al fin y al cabo, va a valer la pena.

Para la próxima entrada: Miedo a las alturas. Y si algún gato lee esto: ¿Cuales son tus fobias superadas?

Everest Base Camp

En uno de nuestros trekkings en la meseta del Golán. Frontera de Israel y Siria.

Desde hace unos años siento algo indescriptible cuando escucho hablar  de cumbres altas, de nieve, de sudor frío, de arduas jornadas de caminata, de sobreponerse al cansancio y al frío por la única y fútil tarea de subir una montaña. No soy  un montañista profesional. Es más, no soy un montañista, pero me encanta la vida al aire libre, me encantan los retos, me encanta probarme a mi mismo y me encanta sentirme vivo. Siento que la montaña te puede brindar  aún grandes aventuras. Aventuras que en su mayoría se encuentran  en peligro de extinción. Las navegaciones peligrosas por el cabo de hornos, la búsqueda de nuevos continentes, la conquista de los polos, la conquista misma de lo que somos. Seres curiosos e inconformes.

De niño amé a Juio Verne y leí cada una de sus historias. Supongo que gran parte de mi personalidad de hoy en día se la debo a aquel hombre visionario e imaginativo. Mis héroes fueron siempre los navegantes tirados en alguna isla desierta, el capitán Nemo, los viajantes al centro de la tierra y muchos más. Esa amplia gama de emociones me convirtió en un junkie de las aventuras, de la emoción y de los viajes.

Hoy por hoy, a los 32 años he decidido cerrar este año con la aventura más ambiciosa que he tenido hasta hoy: Llegar al campo base del Everest. Y hacerlo además acompañado de mi querida compañera (me costo seis meses convencerla…). Un proyecto que nos demandará un mes desconectados de nuestra vida, una logística relativamente elevada, un vuelo a las alturas de Katmandú y una caminata de 18 días y todo por el sencillo y llano placer de llegar al confín mismo del planeta.

Espero que todo salga como lo estamos planeando. Espero que el mal de altura no nos arruine los planes. Espero que disfrutemos lo inseguro porque eso mismo es lo que sazona una aventura. Me gustaría poner unas cuantas entradas en el blog en forma de bitácora que narre como vamos avanzando en el proceso de construir un viaje al Everest y que sirva de referencia para las personas que lo deseen.

En este preciso instante acabo de mandar un SMS a mi jefe diciéndole que me voy a Nepal en Setiembre.

Me acaba de responder: «¿¿¿¿Que????»

Media Maraton

maraton

Hace una semana y un día corrí la media maratón de Tel Aviv (21 Km). Hubiese sido una carrera como cualquier otra si que la fatalidad no hubiese estado rondando por las calles de la «ciudad blanca de Israel» a las ocho de la mañana de aquel día. Unos días antes los organizadores y el ministerio de salud decidieron cancelar la maratón completa (que estaba programada para el mismo día) y que los corredores participarían, como máximo en la prueba de 21 Km. El motivo: Las altas temperaturas que se esperaban para aquel viernes (A las ocho de la mañana se pronosticaban unos treinta y seis grados centígrados). Aún así la carrera de 21 Km se llevo a cabo junto con la prueba de 10 Km y la carrera urbana de 4,2 Km.

La hora de partida se adelantó a las 5:45 a:m para que, como máximo, la gente termine de correr los 21 Km entre las 8:00 y las 8:20 de la mañana. Antes del golpe de calor esperado. Si bien los meteorólogos pronosticaron un aumento intempestivo del calor aquel viernes 15 de marzo, se equivocaron rotundamente con respecto a la hora en la que debía de suceder. A las siete de la mañana mientras ya había corrido 13 Km observé hacia los termómetros digitales que se encontraban a los lados de una de las avenidas principales de la ciudad (Evin Gvirol) y leí con espanto y con estupor que aquellos termómetros marcaban una temperatura de 38 grados centígrados.  De más esta decir que una persona, mientras corre por un largo periodo de tiempo suele deshidratarse y que debe rehidratarse constantemente. De más esta decir que mientras uno corre 21Km a más de 35 grados, debe mantenerse mucho más hidratado que de costumbre. El resultado de correr una media maratón a tales temperaturas fue trágico. Hubo una muerte y muchas personas estuvieron a punto de morir.

Una muerte por paro cardíaco (causado por la deshidratación)  de un corredor de treinta años, sesenta heridos (deshidratados que se desplomaban como costales a los lados de la pista), doce de ellos en estado de gravedad fue el saldo trágico de aquel día. Mientras corrí observé a muchos paramédicos tratar a la gente inconsciente que se encontraba tirada a lo largo de la ruta. Pero no comprendí la magnitud del desastre hasta después de haber cruzado la línea de meta y ver junto a mí al muchacho que en treinta segundos más sufriría un ataque cardíaco fulminante justo frente a mis ojos.

He pensado mucho esta semana sobre quien es el responsable de los acontecimientos.¿ Los organizadores por no cancelar? ¿Los corredores por no parar cuando se sintieron mal? o sencillamente es un accidente y lo dejamos así. Han pasado ocho días y hay gente hospitalizada aún. Hay un muchacho enterrado por no parar cuando tuvo que hacerlo. Un muchacho que pude ser yo mismo. Una lástima ver un evento deportivo convertirse en tragedia. Una lástima ver lo endeble que es la vida: Se puede terminar justo antes de que te cuelguen una medalla en el cuello.

Minientrada

259877_10151316264680406_661175776_n

Cruzamos  una montaña. No era muy alta, era una montaña del montón. Estábamos cargados de treinta kilos de equipo militar y subíamos lento, muy lento.Según las ordenes que teníamos,  a las dos de la mañana deberíamos haber coronado la cima, a las dos y treinta nuestra posición debería de haberse  reacomodado hasta conseguir llegar a las puertas de la aldea árabe donde estaba nuestro «objetivo». La noche era  diáfana y el frío era realmente intenso. En el ejercito aprendí que cuando se sale al campo en invierno, de noche  y ves muchas estrellas, hay muchísimas posibilidades de que te dé  una hipotermia,  si es que no te mantienes en movimiento. Aquella noche vi demasiadas estrellas en el cielo y aunque estábamos en invierno, yo tenía calor. El equipo pesaba mucho y el esfuerzo de la subida hacia que el sudor me chorreara por todos y cada uno de los poros. Después de haber descendido por el otro lado de la pequeña montaña, después de habernos resbalado más de una vez en la oscuridad mientras descendíamos  por la ladera rocosa, estábamos ahí a las puertas de nuestro objetivo. En media hora todo habría acabado, después de arrestar al  «terrorista» al que veníamos buscando. Luego los helicópteros llegarían y nos llevarían a la base con nuestro «premio» y después de un rato  nos estaríamos bañando, quitándonos el maquillaje de combate, el verde, el marrón, el negro y toda esa gama de colores que absorben la luz. Pero aún no estábamos en la ducha. Treinta y siete soldados estábamos arrodillados esperando las ordenes por radio. La pequeña oración monofónica que nos daría el permiso para continuar con la última parte de aquella larga operación. Cuando de pronto el primer perro ladró.

Después de unos segundos la aldea estaba inundada de ladridos de perros. Ladridos por el norte, por el sur, por el este y por el oeste. Las luces de las casas empezaron a encenderse en cadena. A los dos minutos la aldea estaba completamente despierta. Sabíamos que en aquel instante debíamos actuar rápido. Nuestro blanco podría escapar en cualquier instante. El comandante dio la orden de proceder. Entramos en la aldea por la pequeña calle principal a paso rápido pero sin llegar a trotar. Sabíamos exactamente a que casa nos dirigíamos y en dos minutos el complejo estaría «cerrado» por cuatro unidades diferentes y una unidad esperaría en la parte delantera para tocar la puerta y pedir a la familia que entreguen a nuestro «blanco» por las buenas. Por las malas sería mucho peor. Habrían tiros, muertos, heridos y cosas que nadie quiere ver un Miércoles en la noche. En la unidad que esperaba en la parte delantera de la casa me encontraba yo como segundo al mando. Era además el que portaba el A-4  con mira telescópica, lo que me hacia capaz de ofrecer fuego «exacto» de necesitarse.

Unos segundos después de haber tocado la puerta una anciana nos abrió balbuceando en árabe y llorando. No entendíamos mucho así que interrumpimos dentro. Le enseñamos la foto del «buscado» y le dijimos el nombre. Ella no dejaba de balbucear y de decir la la la . Lo cual significa no no no. Después de unos instantes el capitán decidió peinar la casa. Así que amarramos a la anciana con un par de plásticos  de presión y la echamos en el sofá mientras lloraba y se retorcía. Algo nos olía mal. Las casas en las aldeas árabes suelen estar pobladas por muchas personas. Las familias suelen ser muy numerosas contándose hijos, nietos, yernos, cuñados, suegros y hermanos viviendo bajo un mismo techo. Era la primera vez que nos encontrábamos con una sola persona en una casa, que por el momento, parecía vacía. Peinamos el primer piso. Nada. Cuando íbamos a subir al segundo escuchamos un ruido. Alguien corría por encima de nosotros. El capitán me miró y me dio la orden que en muchos aspectos me cambiaría la vida: «Tira una granada al segundo»

Lo que recuerdo de ese instante es algo confuso. Recuerdo abrir el bolsillo de velcro de mi chaleco y sacar una granada fría. Recuerdo haberla agarrado firmemente mientras giraba el seguro en forma de aro y lo extraía con fuerza. Recuerdo haber subido tres escalones y haber lanzado la granada lo más fuerte que pude. Recuerdo que me llevé los dos dedos índices a los oídos y conté 21, 22, 23, boom. Una explosión activo de manera inercial todo nuestro entrenamiento. Subimos rápido apuntando con las armas dirigiéndolas a todas las esquinas del segundo piso. La adrenalina te hace respirar rápido y no permite que te enfoques en demasiadas cosas a la vez. Tu visión  mejora pero a la vez se centraliza. Tus sentidos se agudizan y el corazón te bombea con rudeza. La explosión nos dejó a todos un pitido en los oídos. Solo nos gritábamos los unos a los otros la palabra en hebreo «Naki!!!» que significa limpio mientras revisábamos cada uno de los recovejos y no encontráramos nada vivo ni que llamara nuestra atención. La última habitación que nos quedaba por explorar se encontraba a medio abrir. La puerta había salido despedida de su marco pero gran parte de ella aún se encontraba taponeando la entrada.  Al acercarme divisé un zapato. Un metro mas allá, dentro de la habitación, un hombre joven yacía embadurnado en sangre mirando hacia el techo repitiendo «Ala Hu Akbar». Tenía una gran herida en el muslo de la pierna izquierda. A simple vista se notaba que la arteria femoral estaba comprometida. El capitán llamo por radio al enfermero que se encontraba en el primer piso. Cuando el humo se empezó a disipar comprobamos que el herido era el «objetivo» . A dos metros de su mano izquierda había una pistola Beretta de 9 mm manchada de sangre. Levanté la mirada del suelo y me dirigí hacia una de las esquinas de la habitación en donde había una cama. Al lado de la misma había un charco viscoso de sangre. Busqué con la mirada e intenté encontrar la procedencia del mismo. Al lado de las ventanas había una especie de caja volteada, le di la vuelta temiendo que debajo de la misma me esperara una trampa. Me esperó algo mucho peor.

Tendría nueve o diez meses y ya todo había terminado para él. Su rostro no mostraba signo de dolor alguno. Sus ojos abiertos miraban directamente a los míos. Algo me entrecortó la garganta en aquel instante. Era la saliva que no pude tragar. Su cuerpecito estaba en una posición no natural. Me fijé en las uñas tan pequeñas que tenía. Me fijé en el chupón que descansaba, sucio, a un lado. Me fijé en su inmovilidad, en su pasividad, en como algo tan joven puede ya no estar con nosotros en este mundo. Me fijé en lo estúpida de la situación. En como yo había atravesado el tiempo y el espacio para terminar ahí, justo ahí. Mirando aquellos ojos negros. Aquellos mismos ojos que me duelen a veces cuando los recuerdo.  Unas horas después estábamos en las duchas quitándonos el maquillaje de combate. Cuando terminé me miré en el espejo. Vi que mis ojos se llenaban de lágrimas. Al día siguiente temprano salí a casa y continué con mi vida.

De vez en cuando recuerdo la profundidad de la mirada de aquel bebe. Me observaba desde un sitio en el cual las verdades y las mentiras, las guerras y la paces, los ricos y los pobres, los ateos y las religiones son meras estupideces. Un lugar en el que uno deja de ser «uno» y pasa a ser «algo». Un lugar sumido en la profundidad de nuestros temores y en la frontera misma de nuestra esencia.

Tendría nueve o diez meses y ya todo había terminado para él…

Miércoles en la noche

165 Sentadillas

He comprendido por enésima vez que soy estúpido o que tengo un serio problema de masoquismo del que debo ser tratado lo más pronto posible.

Ayer un amigo me invito a correr la media maratón de Jerusalén con menos de veinticuatro horas de anticipación. Me emocioné y le dije que me apuntaba. Ayer mismo, a las 20:00, sabiendo que correría al día siguiente  21 Km, hice un entrenamiento diseñado para los Navy SEALS que me recomendó Noah Galloway (les recomiendo leer su historia). Hoy, al levantarme a las seis de la mañana, antes de viajar a Jerusalén, sentí que me dolían las piernas. Diez horas antes había hecho 165 sentadillas.

No se si alguno de ustedes sabe como es la geografía de Jerusalén. La milenaria ciudad esta implantada en una zona montañosa, con valles profundos y picos algo elevados. En invierno hace frío (se puede ver nieve de vez en cuando) y en verano es seco y caluroso. Estamos en invierno, eso quiere decir que a las 7:30 de la mañana (la hora en la que llegamos a la ciudad) solo habían siete grados centígrados. Los muslos me dolían por las sentadillas del día anterior, al bajar del auto me dolieron mucho más por el frío. Nos esperaban 21 Km por terreno montañoso. Me empezó a dar un pequeño dolor de cabeza.

Corrí bien hasta el kilómetro 17. A buen paso, tomando agua de cuando en cuando. Había succionado un gel de energía y veía con buen pronóstico el termino de  aquel suplicio. Al llegar al Kilómetro 18 todo cambió. El gemelo izquierdo se agarrotó y cuando quise estirarlo, el muslo derecho se contrajo y me hizo gritar de dolor. Me detuve un instante sin saber que hacer. No sabia que pierna mover porque las dos estaban acalambradas y dolían mucho. Una de las personas que alentaban a los corredores me dijo que siga corriendo, que si no me movía sería peor, mucho peor. Seguí corriendo mientras el dolor me ataladraba las piernas. En determinado momento sentí que disfrutaba mientras sufría y entendí que realmente soy masoquista. La gente me aplaudía mucho porque notaban que me dolía algo y mucho. Y pensaban que yo quería terminar a toda costa. A mi me gustó que me aplaudieran y que las chicas me miraran con amor. Pero sabía que  lo que me gustaba más era el dolor. Y recordé que antes de ayer estuve boxeando y haciendo Krav Maga en mi Boxing Gym hasta el punto que no podía dar un paso más. Ayer había hecho el circuito de los Navy SEALS y hoy estaba corriendo 21 km en Jerusalén con siete grados centígrados. Me dolían mucho las piernas y eso me gustaba mucho.

Cien metros antes de cruzar la linea de meta, la gente estaba muy eufórica conmigo. Y gritaban y se volvían locos porque veían a un tipo correr con dolor. En ese momento se me acalambró el muslo derecho de tal manera que se neutralizó todo el movimiento de la pierna. Terminé saltando en mi pie izquierdo los cien metros mientras la gente me gritaba cosas que yo no me merecía. Crucé la linea de meta y me tumbé en un lado a intentar estirarme, mientras recibía una ataque de calambres epidémicos. Mi cuerpo entero era un calambre.

Después de unos minutos de mucho dolor me encontraba en la estación de repartición de fruta y quequitos. Comí unos tres kilos de plátanos y otros tantos de mandarinas. Me dieron una medalla. Mientras una chica enamorada de mi heroísmo me decía: Eres lo máximo, eres lo máximo.

Pienso que lo que hice con mi cuerpo en estos últimos tres días es estúpido y no se lo recomiendo a nadie. Como ya lo dije al principio: Necesito un tratamiento urgente contra el masoquismo… Ah!!! y me olvidaba. Me olvidé de contarle a mis piernas que el Domingo tengo un curso de combate en terreno abierto que dura una semana y en el cual se suele dormir una hora y media cada dos días, además de caminar entre 70 y 100 Km con treinta y cinco Kilos en la espalda. Y pensando en eso me doy cuenta de nuevo que sencilla y llanamente soy el tipo estúpido que hace 165 sentadillas diez horas antes de correr 21 Km por los montes de Jerusalén.