Cruzamos una montaña. No era muy alta, era una montaña del montón. Estábamos cargados de treinta kilos de equipo militar y subíamos lento, muy lento.Según las ordenes que teníamos, a las dos de la mañana deberíamos haber coronado la cima, a las dos y treinta nuestra posición debería de haberse reacomodado hasta conseguir llegar a las puertas de la aldea árabe donde estaba nuestro «objetivo». La noche era diáfana y el frío era realmente intenso. En el ejercito aprendí que cuando se sale al campo en invierno, de noche y ves muchas estrellas, hay muchísimas posibilidades de que te dé una hipotermia, si es que no te mantienes en movimiento. Aquella noche vi demasiadas estrellas en el cielo y aunque estábamos en invierno, yo tenía calor. El equipo pesaba mucho y el esfuerzo de la subida hacia que el sudor me chorreara por todos y cada uno de los poros. Después de haber descendido por el otro lado de la pequeña montaña, después de habernos resbalado más de una vez en la oscuridad mientras descendíamos por la ladera rocosa, estábamos ahí a las puertas de nuestro objetivo. En media hora todo habría acabado, después de arrestar al «terrorista» al que veníamos buscando. Luego los helicópteros llegarían y nos llevarían a la base con nuestro «premio» y después de un rato nos estaríamos bañando, quitándonos el maquillaje de combate, el verde, el marrón, el negro y toda esa gama de colores que absorben la luz. Pero aún no estábamos en la ducha. Treinta y siete soldados estábamos arrodillados esperando las ordenes por radio. La pequeña oración monofónica que nos daría el permiso para continuar con la última parte de aquella larga operación. Cuando de pronto el primer perro ladró.
Después de unos segundos la aldea estaba inundada de ladridos de perros. Ladridos por el norte, por el sur, por el este y por el oeste. Las luces de las casas empezaron a encenderse en cadena. A los dos minutos la aldea estaba completamente despierta. Sabíamos que en aquel instante debíamos actuar rápido. Nuestro blanco podría escapar en cualquier instante. El comandante dio la orden de proceder. Entramos en la aldea por la pequeña calle principal a paso rápido pero sin llegar a trotar. Sabíamos exactamente a que casa nos dirigíamos y en dos minutos el complejo estaría «cerrado» por cuatro unidades diferentes y una unidad esperaría en la parte delantera para tocar la puerta y pedir a la familia que entreguen a nuestro «blanco» por las buenas. Por las malas sería mucho peor. Habrían tiros, muertos, heridos y cosas que nadie quiere ver un Miércoles en la noche. En la unidad que esperaba en la parte delantera de la casa me encontraba yo como segundo al mando. Era además el que portaba el A-4 con mira telescópica, lo que me hacia capaz de ofrecer fuego «exacto» de necesitarse.
Unos segundos después de haber tocado la puerta una anciana nos abrió balbuceando en árabe y llorando. No entendíamos mucho así que interrumpimos dentro. Le enseñamos la foto del «buscado» y le dijimos el nombre. Ella no dejaba de balbucear y de decir la la la . Lo cual significa no no no. Después de unos instantes el capitán decidió peinar la casa. Así que amarramos a la anciana con un par de plásticos de presión y la echamos en el sofá mientras lloraba y se retorcía. Algo nos olía mal. Las casas en las aldeas árabes suelen estar pobladas por muchas personas. Las familias suelen ser muy numerosas contándose hijos, nietos, yernos, cuñados, suegros y hermanos viviendo bajo un mismo techo. Era la primera vez que nos encontrábamos con una sola persona en una casa, que por el momento, parecía vacía. Peinamos el primer piso. Nada. Cuando íbamos a subir al segundo escuchamos un ruido. Alguien corría por encima de nosotros. El capitán me miró y me dio la orden que en muchos aspectos me cambiaría la vida: «Tira una granada al segundo»
Lo que recuerdo de ese instante es algo confuso. Recuerdo abrir el bolsillo de velcro de mi chaleco y sacar una granada fría. Recuerdo haberla agarrado firmemente mientras giraba el seguro en forma de aro y lo extraía con fuerza. Recuerdo haber subido tres escalones y haber lanzado la granada lo más fuerte que pude. Recuerdo que me llevé los dos dedos índices a los oídos y conté 21, 22, 23, boom. Una explosión activo de manera inercial todo nuestro entrenamiento. Subimos rápido apuntando con las armas dirigiéndolas a todas las esquinas del segundo piso. La adrenalina te hace respirar rápido y no permite que te enfoques en demasiadas cosas a la vez. Tu visión mejora pero a la vez se centraliza. Tus sentidos se agudizan y el corazón te bombea con rudeza. La explosión nos dejó a todos un pitido en los oídos. Solo nos gritábamos los unos a los otros la palabra en hebreo «Naki!!!» que significa limpio mientras revisábamos cada uno de los recovejos y no encontráramos nada vivo ni que llamara nuestra atención. La última habitación que nos quedaba por explorar se encontraba a medio abrir. La puerta había salido despedida de su marco pero gran parte de ella aún se encontraba taponeando la entrada. Al acercarme divisé un zapato. Un metro mas allá, dentro de la habitación, un hombre joven yacía embadurnado en sangre mirando hacia el techo repitiendo «Ala Hu Akbar». Tenía una gran herida en el muslo de la pierna izquierda. A simple vista se notaba que la arteria femoral estaba comprometida. El capitán llamo por radio al enfermero que se encontraba en el primer piso. Cuando el humo se empezó a disipar comprobamos que el herido era el «objetivo» . A dos metros de su mano izquierda había una pistola Beretta de 9 mm manchada de sangre. Levanté la mirada del suelo y me dirigí hacia una de las esquinas de la habitación en donde había una cama. Al lado de la misma había un charco viscoso de sangre. Busqué con la mirada e intenté encontrar la procedencia del mismo. Al lado de las ventanas había una especie de caja volteada, le di la vuelta temiendo que debajo de la misma me esperara una trampa. Me esperó algo mucho peor.
Tendría nueve o diez meses y ya todo había terminado para él. Su rostro no mostraba signo de dolor alguno. Sus ojos abiertos miraban directamente a los míos. Algo me entrecortó la garganta en aquel instante. Era la saliva que no pude tragar. Su cuerpecito estaba en una posición no natural. Me fijé en las uñas tan pequeñas que tenía. Me fijé en el chupón que descansaba, sucio, a un lado. Me fijé en su inmovilidad, en su pasividad, en como algo tan joven puede ya no estar con nosotros en este mundo. Me fijé en lo estúpida de la situación. En como yo había atravesado el tiempo y el espacio para terminar ahí, justo ahí. Mirando aquellos ojos negros. Aquellos mismos ojos que me duelen a veces cuando los recuerdo. Unas horas después estábamos en las duchas quitándonos el maquillaje de combate. Cuando terminé me miré en el espejo. Vi que mis ojos se llenaban de lágrimas. Al día siguiente temprano salí a casa y continué con mi vida.
De vez en cuando recuerdo la profundidad de la mirada de aquel bebe. Me observaba desde un sitio en el cual las verdades y las mentiras, las guerras y la paces, los ricos y los pobres, los ateos y las religiones son meras estupideces. Un lugar en el que uno deja de ser «uno» y pasa a ser «algo». Un lugar sumido en la profundidad de nuestros temores y en la frontera misma de nuestra esencia.
Tendría nueve o diez meses y ya todo había terminado para él…