Kabul

-Cuando llegaste a Israel???

– En el 73

-Y para que fuiste?

-Para pelear en la guerra…

Baje la voz y le pregunté:

-Eres judío??

-Nop…

-Y entonces??

-No lo se, tenia ganas de pelear en alguna guerra…

El francés me miraba con ojos nostálgicos. Tenia unos sesenta y tantos. Aún se le notaba fuerte como a un toro viejo. A primera vista se parecía a Ernest Hemingway. En el pasado debió haber sido un tipo bastante duro. Si lo mirabas bien te dabas cuenta que  aun lo seguía  siendo pero se le notaba el cansancio. Había pasado unos años en Israel haciendo de guardia de seguridad y trabajando en una granja después de la guerra del Yom Kipur y unos años después viajó a Tailandia y a Camboya con una Israelí hippie que lo dejó tirado en la frontera de India con Nepal.

Era el 2010 y lo conocí en una panadería de kabul. Vendiendo pan caliente. Pan francés y baguettes y pastelitos que acompañaba con buenos cafés espresos y una excelente conversación. Su panadería se llama  «The French Bakery» y está en la calle Zargona en el mismo centro «empresarial y político» de Kabul muy cerca de las embajadas india, francesa y holandesa. Al conversar un rato con él y escuchar algo de su historia no  podía concebir que  un hombre que había peleado una guerra voluntaria del lado de Israel había terminado vendiendo baguettes en el centro de kabul. Intenté convertir la conversación en algo más personal haciéndole incapié de que si estaba «atascado» o algo, quizás «yo» podría sacarlo de ahí. El frances hizo una mueca de desagrado y me dijo: «Hey  Chaval !!! dejémoslo ahí, estoy acá en kabul porque quiero, vendo pan, los embajadores vienen a mi panadería puntualmente cada sábado y me compran los baguettes con precio de Europa, además de eso se sientan a conversar acerca de toda su mierda diplomática y política, mientras tanto yo escucho con atención y por ahí pesco uno que otro secreto y me voy sonriendo a la cama porque sé que sé más que muchos. Además de eso los afganos no me joden. En un sitio como Afganistán si le llegas a caer bien a los lugareños te pueden llegar a tomar como si fueras uno de los suyos. Aprendí el pastún y me comunico con ellos es un su idioma natal. He adquirido al menos superficialmente sus costumbres. Si te fijas tengo una barba bien crecidita, no como tú que estás demasiado rasurado como para  pasar desapercibido. ¿Sabes que chaval? Ahora que te miro bien con esa cara llamas demasiado la atención. Haste un favor y deja de afeitarte….»

Sonreí.

El francés panadero me enseñó su diente de oro mientras semi sonreía. Me contó que no podía reírse por completo porque en kosovo se le había dañado un nervio facial. Le pregunté si también había combatido en kosovo. Me dijo que por supuesto, que como se la iba a perder. «Coño!!!» me dije a mi mismo «y como asi???» le pregunté. «Me metí a la legión extranjera a los 45 años y estuve dos años en los Balcanes. Fue más que interesante pero lo que mas recuerdo son las chicas croatas…», espera me dijo y se acerco al horno y reviso la temperatura.

-Y tu chaval? que demonios haces en kabul?- me preguntó sin ganas.

-No se me dijeron que podía hacer buena plata en esto de la seguridad y aquí estoy.

-Quien te lo recomendó?

-Un francés…

-No sabes que los franceses están todos jodidos? al menos todos los que combaten?

-No lo sabia

-Debes regresar a tu país  acá no hay mas que muerte e hijas de puta tapadas con sábanas hasta     los tobillos…

-Lo se, ya me di cuenta y créeme, yo sabia exactamente a donde venia. Existe la Internet así que no te preocupes. Lo que veo y he visto me lo venía esperando…

-Chaval…No has visto nada.

Silencio incomodo.

El francés se dio la vuelta y abrió la puerta del horno y saco una plancha con unos cuarenta panes, me pidió que tome uno.

-Dale un bocado a mi pan.

Tomé el pan caliente y me quemé las yemas de los dedos. El olor del pan francés hizo que recordara mi infancia…
-Te gusta??

-Si esta bastante rico…le respondí.
Kabul estaba bastante frío en aquella tarde y se estaba oscureciendo. El francés me dijo:  «Debes irte chaval los malos no van a tardar en salir y ahí si que tu carita afeitada va a terminar toda jodida…»

-Ok ya me voy…le dije sonriendo.

-Llévate un par de panes para el camino y ponte un Corán en la mochila por si te secuestran- me dijo tomando un libro de una gaveta.

-Que voy a hacer con un Corán??- le pregunté algo sorprendido.

-Dile a tus secuestradores que te has convertido al islam tete. Repite esta frase: «La ilah illa Allah, Muhámmad rasulu Allah» eso significa que eres un musulmán más. Te la voy a apuntar en un papel para que en el camino te la vayas memorizando.

Asentí.

-Y eso funciona?- le pregunté con algo de timidez.

-A un ruso le funcionó, solo le pegaron. Al resto de sus camaradas que no dijeron nada los descabezaron.

-Gracias…

-No me des las gracias chaval. Dámelas el próximo Sábado si tienes la suerte de regresar a comprar el pan.

Perspectiva

«Una cosa que hago cuando me siento agobiado, cuando todo corre prisa y pierdo la perspectiva, es formularme otra pregunta sencilla: De aquí a diez años, ¿Qué importancia tendrá todo esto?…»

Spencer Johnson

Miremos a nuestro  alrededor. Estas sano. tienes un sitio donde dormir, tienes que comer, te tienes a ti mismo con todas tus cualidades buenas y malas, con todas tus virtudes y todos tus defectos. A veces te sientes mal y sientes que todo es una reverenda mierda. Sientes  que la vida te trata un poco mal porque no recibiste el ascenso que quisiste en el trabajo o a tu iphone se le rayo la pantalla o quizás no puedes comprar un Maserati o tal vez  la chica de tus sueños esta saliendo con otro  y te mentas la madre a ti mismo y se la mentas a tu suerte. Tu vida es una porquería. Relinchas y te deprimes. No te imaginas como hay tanta gente que logra todo lo que quiere y tú, en cambio, eres un pobre diablo que no tiene nada (…solo salud, donde dormir y comida).

Solo me queda decirte una sola cosa querido lector: «Deja de lloriquear…» y aprende una nueva y poderosa palabra «Perspectiva».

De niño no me llevaba muy bien con la comida y hacia muchos líos para comerme un plato de pallares o de frejoles. Hacía líos hasta que aparecía mi padre en el comedor y me decía: «¿Sabes cuanta gente se muere de hambre al día? ¿Quién demonios te has creído para hacer que tu madre bote la comida…?» Como te imaginaras, después de dos minutos mi plato estaba limpió y yo estaba con la barriga llena de menestras. Supongo que lo que quiso enseñarme aquel hombre grande y fuerte fue el aprecio a la perspectiva de mi «riqueza». Millones de personas en el mundo no podían comer una comida como la mía y hasta morían por eso. Yo, en cambio, podía comer y mucho. Tenía acceso a una realidad a la que muchos millones no tenían y por ende debía ser agradecido por eso, comerme mi comida y evitar a toda costa que mi mamá botase la comida a la basura como señal de agradecimiento.

Entonces desde mi temprana infancia he comenzado con el desarrollo exponencial «de mi punto de vista perspectivo» El ejemplo básico fueron las menestras que para mi eran un «gran problema», pero comparándolo con el «problema de la muerte por inanición», mi «gran problema» perdía peso, perdía valor hasta hacerse una miserable nada y por ende esas menestras terminaban en mi estomago sin chistar demasiado.

A la mayoría de gente les gusta los símbolos del poder. Que no es el poder en si mismo. Les gusta ponerse un buen reloj, una buena camisa, unos buenos lentes de sol. A mi me gustaba mucho. Me esforzaba trabajando muchas horas para comprame algo de «marca». Durante mucho tiempo no me imagine que en el aspecto material de la vida hubiesen cosas más importantes que comprarte «marcas» que le mostrarían al resto cuan pudiente eras. Otro ejemplo de perspectiva: Saltando en el tiempo y en el espacio, imagínenme dentro de una casa en el Líbano. Estamos combatiendo día y noche y hace treinta horas no tenemos agua. Agua, algo tan simple como eso. En determinada instancia mientras que cabeceaba en medio de los bombardeos soñaba con el agua. La escuchaba, la sentía, la imaginaba rozándome los labios secos. Cuando llegó un tanque trayendo un deposito de agua sucia y con un poco de oxido, lo primero que sentí fue una sensación de basta felicidad. Llené mi cantimplora,  bebí y disfruté cada sorbo. Disfruté cada sorbo de aquella agua con óxido como nunca he disfrutado un sorbo de ningún licor finísimo ni de ninguna bebida espirituosa ni de la compra de nada que traiga una «marca» incluida ni prácticamente nada.  Cuando dejé de tener sed pensé en la perspectiva. En cuan feliz podía ser estando dentro de un país enemigo, en medio de bombardeos pero con mi cantimplora llena.

Estar cerca de morir te brinda una perspectiva de lo que realmente es importante en tu vida y de lo que es superfluo e inútil. Aunque no necesitas pasar por experiencias extremas para llegar a conclusiones que te enriquezcan como persona y por ende enriquezcan a tu entorno. Puedes llegar a las mismas por medio de la razón y de la comparación. Mira a tu alrededor y compárate.

Eres una persona dentro de un planeta con 7 mil millones de personas. Si estás leyendo esto, significa que estás dentro del tercio de población mundial que tiene acceso a Internet y por ende  acceso a la sabiduría de toda la humanidad. Hay un dicho que dice «eres lo que comes» yo te digo: «eres lo que sabes…» Y empezando por este pequeño ejemplo «en perspectiva» tienes un millón de puertas abiertas más que las cuatro mil millones seiscientos sesenta mil personas que no pueden ver ni aprender todo lo que tu ves y aprendes frente a tu monitor todos los días de tu vida.

Que son tus problemas al lado  de los de esos cuatro mil millones que aun están luchando por sobrevivir en el campo. Cultivando a mano, intentado subsistir con menos de dos dólares por día. ¿Te das cuenta de que aunque algunas veces piensas que estás de malas y todo es una porquería eres pese a todo un «privilegiado»?.

No voy a entrar en detalles estadísticos, pero sé que si puedes leer esto, estás alfabetizado y tienes acceso a Internet.  Eso, como te lo dije antes, te convierte en un privilegiado. Una persona con la capacidad y las herramientas para aprender. Aprender cosas como que el planeta en el que vives es uno de los cien mil millones de planetas que hay en nuestra galaxia y nuestra querida Vía Láctea es una de las cien mil millones de galaxias que se computan hasta hoy. Supongo que después de tanto número te has dado cuenta cuan insignificante eres y por ende cuan faltos de peso son nuestros problemas del día a día. ¿No te parece realmente idiota joderte el día porque se te ve fue el bus? o ¿porque la niña de tus ojos se fue con tu mejor amigo? Joder!!! claro que son problemas, pero son nada al fin y al cabo y esa capacidad de entender a ciencia cierta tu riqueza o tu pequeñez. Eso es Perspectiva.

Así que además de mirar a la vida de la manera usual que lo haces usa «tu punto de vista perspectivo» Te sorprenderás de cuan insignificantes son las piedras que se cruzan en tu camino.

De los lomitos y otros demonios

IMG_2292   Estamos yendo por mal camino. Lo sé, lo sabes, lo sabemos todos. No quiero dar una cháchara ecologista sobre lo que le estamos haciendo al planeta y obviamente, tampoco quiero dar una discurso pro vegetariano contándoles lo que les estamos haciendo a los animales que nos comemos. No lo voy a hacer porque uno: No soy el reciclador más asiduo del mundo y dos: como carne (y me encanta) y ,por lo tanto, creo que no soy la persona más indicada para hacerlo.

Hace unos días mientras me comía un buen lomito  mi perro me miró a los ojos. Entonces me detuve a pensar en él. Relacioné la carne que masticaba con algún ser que en algún momento debió estar vivo, que respiró, que caminó, que cagó, que se sintió feliz, que tuvo miedo, y que pudo haberme mirado directamente a los ojos con la profundidad e inteligencia con la que mi pastor alemán me miró en ese instante. Pensé entonces en el mundo que le estamos dejando a nuestros hijos y a los hijos de ellos. Es quizás muy difícil de entender y aceptar que no les estamos legando el lugar más habitable, ni el aire más sano, ni la comida  menos manipulada, ni la cantidad ingente de especies animales y vegetales en peligro de extinción, ni una selva amazónica que está perdiendo un aproximado a  10,000 km cuadrados por año debido a la deforestación. Es más difícil de aceptar inclusive, que  les estamos dejando un mundo amputado de muchas cosas que nosotros hemos visto, olido, tocado, comido, respirado y sentido y que ellos no verán, olerán, tocarán, comerán, respirarán y sentirán en absoluto.

Es obvio que no pienso y no quiero  que todo el mundo se ponga a cuidar plantas y  deje de comer carne para detener el consumo abusivo de especies animales que nada más son criadas para llenarte el refrigerador de milanesas y de lomitos. No. Me refiero, sencilla y llanamente, a que de cuando en cuando «pensemos». Pensemos en lo que nos estamos llevando a la boca, en la cantidad de cosas que usamos sin tomar en cuenta la cantidad de contaminación que causamos. Pensemos en una o dos pequeñas cosas que podríamos hacer para contaminar un poquito menos, en lo que estamos haciendo por nuestro mañana, por el mañana de nuestros hijos, por el mañana de nuestros nietos.

Tenemos que ser conscientes que nuestro deseo de consumo esta generando un déficit en la relación necesidad real/recursos naturales. Debemos tomar algo de consciencia sobre la cantidad de desperdicios  que descargamos en el tacho de basura día a día. Debemos de tomar conciencia porque somos suficientemente inteligentes para hacerlo. Desde que razonamos un poco mejor que el resto de animales, nos hemos considerado con derecho sobre ellos, con derecho sobre su vida y con derecho sobre su muerte. Cientos de miles de años después nos seguimos considerando, como siempre, seres con derecho a consumir todo lo que la “providencia nos otorga” sin siquiera tomarnos  en cuenta a nosotros mismos ni a nuestra propia descendencia. Gracias a la ventaja abismal que hemos abierto con el resto de especies y a nuestros increíbles avances tecnológicos, hemos llegado a entender precisamente que somos solo una muestra animal más. Que nuestras ventajas intelectuales están basadas en una evolución que tienen en lo aleatorio  uno de sus más grandes pilares. «Somos lo que somos por suerte». “Dominamos” el mundo por una mera variación en el coeficiente de incertidumbre hace seis millones de años. Gracias a lo «inteligentes que somos» nos hemos venido a dar cuenta que no somos más que primates con una diferencia  mínima de un 2% en nuestros genomas, con respecto a nuestros primos, los chimpancés. La tecnología de hoy en día nos ha hecho entender que quizás la vida o la muerte del resto de seres vivos no es un “derecho”. No es más que una práctica algo salvaje con respecto a nuestros “semejantes”.

Nuestra vida moderna está diseñada para nuestra comodidad. Nuestra comodidad está supeditada a nuestro nivel de consumo (calidad y cantidad). En realidad todos nosotros  podemos consumir un poco menos y sentirnos igual de cómodos. Podemos consumir un poco menos de carne, un poco menos de gasolina, un poco menos de electricidad, un poco menos de madera, un poco menos de papel sin siquiera hacerle un rasguño a nuestra “comodidad”.  Como dije un poco más arriba. Esto no es una cháchara ecologista ni mucho menos. Intento hacer que al menos por un instante «pienses» querido lector en todas esas pequeñas cosas en las que muchos de nosotros no solemos pensar. Quizás puedas cambiar el mundo por el solo hecho de «darte cuenta» que no vamos por buen camino y que solo  depende de nosotros nuestro propio futuro, nuestra propia existencia, la de los seres vivos que nos acompañan día a día, desde la del pinguino gracioso en la Antártida a la del solitario oso polar en los hielos casi desechos del polo norte. Quizás reciclando un par de botellas a la semana salves a alguno de los dos o a ambos…

¿Vas a hacer un esfuerzo?

Miedos, mentiras y ser grande

Todo es una burda mentira. Todo lo que te contaron de chico es una farsa. Que las chicas «buenas» tienen que llegar vírgenes al matrimonio. Que los hombres «buenos» no te montan los cuernos. Que las mujeres de “su” casa son mejores que las que son de la calle. Que los adultos saben la mayoría de las respuestas «precisamente» porque son adultos y deben saberlas todas. Que la vida es larga y que los errores son irreparables. Que la universidad es el centro del conocimiento humano. Que tu vida se basa en la conjunción de una mujer, unos niños, una casa, un perro y una camioneta. Que la economía mundial importa demasiado y está basada en la oferta y en la demanda. Que los bancos te ayudan a guardar tu  dinero. Que dios existe y te va a sanar. Que Papa Noel se desliza por las chimeneas…

Papa Noel nunca se deslizó por mi chimenea, porque no tengo una. Y además soy un adulto y no me sé todas las respuestas. Es más, me relaciono con adultos todo el tiempo y me doy cuenta que están más perdidos que el Minotauro en su laberinto o que Marco buscando a su mamá. Los adultos tenemos, quizás, hasta más dudas que los niños. Nos hemos vuelto inseguros y dubitativos porque, sencilla y llanamente, la vida nos ha enseñado a tener miedo. Y créanme: Tenemos miedo. Miedo de decidir, miedo de afrontar, miedo de estar tomando la decisión correcta, miedo de estar o no con la persona ideal, miedo de un futuro incierto, miedo de un pasado mejor, miedo a la muerte, miedo a la vejez, miedo a la economía, miedo a no saber lo que  ha de venir y por último: Miedo a la vida misma  . Y ¿saben qué? Está bien tener miedo. Solo que hay que saber filtrarlo. No le podemos tener miedo a todo ni a todos. Nuestra vida se convertiría en una película de terror en la que se tiene que “actuar” lo más rápido posible sin  a descansar para, siquiera, tomarnos el tiempo de evaluar nuestra «actuación» y en la que no se pueden hacer segundas tomas….

Engañamos a los niños. No hablamos de infidelidades frente a ellos. No hablamos de dolor. No hablamos de mentiras y no hablamos de dudas. No les contamos que, sencilla y llanamente, sabemos mucho menos de lo que ellos creen que sabemos. Y no les confesamos que ellos, muchas veces, tienen la sabiduría emocional de la humanidad en la punta de la lengua. Quizás nuestra sabiduría primigenia se ha perdido en algún instante y ha dado paso al saber monótono de la rutina y del día a día. Ha dado lugar al saber implantado por las convenciones sociales. Al saber que se nos ha «regalado» en colegios mojigatos y en universidades retrogradas.

Otro secreto:  La mayoría de adultos  son niños.  Niños con miedo a hacer el ridículo y fracasar, con terror a afrontar la vida, con temor al qué dirán. Niños que han abandonado el ser simpaticón que un día fueron años atrás, para pasar a ser  niñatos de traje y corbata que trabajan en una oficina triste y fría. Engendrillos  perdidos en un mar de bienestar y consumo. Críos que han dejado de jugar.

Tenemos miedo. Miedo de romper los esquemas e intentar entender un poco mejor lo que somos. Miedo a saber si lo que estamos  haciendo, lo estamos haciendo realmente bien o si el vecino lo está haciendo mejor porque tiene un carro más grande o come en un mejor sitio.

Me da lástima pensar que la mayoría de nosotros estamos embadurnados de miedo a movernos, de miedo a decidir qué hacer con nuestras vidas, de miedo a cambiar el rumbo y de paso: El mundo. Y tenemos esa grandiosa capacidad de dubitación porque sencillamente nos la han insertado cuando éramos pequeños y pensábamos que los adultos sabían todo. Y bueno, como muchos de ustedes sabrán hoy en día: los adultos sabemos muy poco. Prácticamente nada.

¿Estás dispuesto a superar alguno de tus miedos?

Vivir en Israel

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Vivir en Israel es una experiencia. Es una experiencia en si misma. Es demostrarte a ti mismo que no necesitas demasiado espacio para hacerte un lugar en el mundo. Quizás solo 22,500 km cuadrados. Vivir en Israel es escuchar por lo menos una vez al año una alarma que te avisa con estridencia sobre un ataque de misiles y sonreír mientras algunas personas corren a los refugios y otras se dedican a sacar los teléfonos para tomar las mejores fotos de todo el rollo. Vivir en Israel es irte unas cuantas veces al año al ejército y empuñar un fusil e irte a combatir y después de eso devolverte a casa como si nada hubiese pasado y ponerte a escribir boludeces en tu computadora comentando acerca de tus experiencias aunque a nadie le importen un carajo. Vivir en Israel es comer rico y condimentado, comer mezclas de comida árabe y polaca, mezclas de comida yemení y marroquí. Vivir en Israel es  hablar un idioma ininteligible que al escucharlo se parece al holandés pero que tiene raíces en el arameo. Vivir en Israel es vivir al máximo tratando de sacarle el jugo al día porque aquí la gente sabe que en cualquier momento se termina la función. Vivir en Israel es moverte como loco y hacer deporte y correr maratones con cuarenta mil personas al mismo tiempo. Es muy raro juntar cuarenta mil almas en un solo evento deportivo  cuando la población son solo siete millones de gatos. Vivir en Israel es pasar, en una hora, del pasado histórico de Jerusalén al futuro radiante y cibernético de Tel Aviv. Es saltar de sepúlcros y rezos a tetas y bikinis, es surcar de lo místico a lo pagano en menos de lo que se demora un bus de la estación central de Jerusalén a la  de Tel Aviv. Vivir en Israel es haber peleado en tres guerras y esperar todos los días la cuarta. Vivir en Israel es ver el mar de Galilea, el mar muerto y el río Jordán y prestarles menos atención que al camello o cabra que se te está cruzando en la carretera en este preciso momento. Vivir en Israel es hacer amigos para toda la vida. El sentido de camaradería es increíble. Más aun con aquellos con los que has sudado y sangrado a muerte. Vivir en Israel es vivir explotado por los impuestos y por los alquileres. Los costos son exageradísimos contando  que en cualquier momento te pueden borrar del mapa. Vivir en Israel es pasear, es hacer trekkings, es viajar, es tener pasión por el movimiento y odio por la inactividad. Vivir en Israel es desafiar las leyes de la política y de la gravitación universal. No se puede entender como la relatividad del tiempo permitió que un país que hace sesenta años era un desierto, se  convirtiese en la potencia que es hoy en día. Vivir en Israel es ver chicas bonitas, chicas que no se ven en cualquier esquina en ninguna parte del mundo. Vivir en Israel es salir en las noches en Tel Aviv y sentirte que eres el más occidental del planeta tomando cervezas boutique y viendo como la gente a tu alrededor se viste con marcas de diseñadores italianos y al día siguiente estás a cincuenta kilómetros de ahí en una trinchera disparando al frente y cuidando  que no te flanqueen. Vivir en Israel es hornearse en un verano salvaje y disfrutar de un invierno delicioso. Vivir en Israel es vivir rodeado por la religión, la mística, el fanatismo por un lado y las tetas, los bikinis, las minifaldas y los paisajes increíbles por el otro. Vivir en Israel es saber que todo va a estar bien. Vivir en Israel es al fin y al cabo, solo eso: Vivir.

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Fobias de antaño III: Miedo a moverse.

Era un gordo ocioso. Lo sé. Mea culpa. Tragaba salchipapas casi todos los días de mi vida. Y cuando no lo hacía, me comía los mondonguitos a la italiana, los frejolitos criollos, los cauches de queso, los tallarines a lo Alfredo, los spagettis a la Bolognesa, las papas a la huancaína, las ocopas arequipeñas, los locros de zapallo, las causas rellenas, los arroces con pollo, las carapulcas, los ajíes de gallina, los rocotos rellenos, los lomos saltados, los ceviches, los aguaditos y demás cositas ricas que preparaban en casa. A los veinte años tenía una muy simpática barriga flácida y desparramada, que se agitaba ligeramente mientras intentaba jugar fulbito. Obviamente tenía algo de tetas también. También solían vibrar mientras saltaba en algún sitio, mientras hacia el amor o mientras brincaba en alguna discoteca. Era además un grandioso bebedor de cerveza con complejos de vikingo inca y llegué a beberme seis litros del dorado menjunje en una sola noche. Lo sé. Recordándome me doy cuenta de que era sencilla y llanamente, un asco.
A mi novia no le importaba mucho  mi desparramo. Ella me quería como era. Es más, con sus ojos de inocencia y sus quince años no podía percibir lo desparramado que estaba y lo descolgados que estaban mis mondongos y aun así tocándolos de cuando en cuando me decía con ternura: “te amo” y yo feliz le invitaba un “clásico” de mazamorra morada con arroz con leche para celebrarlo.
Y Bueno como con muchas otras cosas en mi vida. Cambié. Cambié cuando llegué a Israel con mi novia convertida en mi esposa. Y aterrizamos en una granja comunitaria en la que trabajaríamos y viviríamos unos seis meses y que se parecía mucho un country club. Y como en todo country club que se respeta había una piscina de puta madre donde todos los chicos y las chicas solían bañarse y solearse. La primera vez que aparecí por ahí y me saqué la camiseta me sentí muy bien. La piscina estaba libre y me puse a nadar feliz cual cachalote mar adentro. Después de un momento empezaron a llegar chicos de mi edad, chicas de mi edad, tipos de cuarenta años, tipas de cuarenta años, viejos de setenta y demás parafernalia de gente y no había un solo pobre diablo que haya estado más gordo que yo. Mientras miraba todos esos cuerpos perfectos me di cuenta cuan jodido estaba mi físico. Cuan deforme me había vuelto y cuan poco atractivo podía ser un tipo de 24 años que no se cuidaba una mierda. Decidí hacer algo. Algo que cualquier persona aterrorizada hace: Al día siguiente me puse a correr.
Corrí cien metros el primer día que me puse a correr y casi muero. Pero como la persona terca que suelo ser cuando quiero. Al día siguiente salí a correr de nuevo y corrí doscientos metros y el día después trescientos y luego un kilómetro y sudé y sudé  y sudé y entonces pude correr más y corrí dos kilómetros y seguí sudando y luego tres y cuatro kilómetros y me empezó a gustar el correr y hasta lo empecé a amar y mi barriga comenzó a desaparecer de a pocos hasta reducirse a una pequeña guatita y seguí corriendo. Y no solo eso: Me fui en bus a comprarme pesas y regresé con ellas cargándolas durante muchos kilómetros hasta llegar a casa e intenté levantarlas y me di cuenta que  era muy débil y no podía levantar las pesas que había comprado. Y así me interesé en el levantamiento de pesos y empecé con dos kilos y luego con cinco y luego con 10 y de ahí con 20 y luego con cuarenta y me hice fuerte y con menos panza y me sentí mejor y luego me fui al ejército y entrené y bajé 10 kilos en un año y luego entrené más y más  y más e hice más pesas y corrí más y más y llegué a los 21 km y medias maratones en competencias por aquí y por allá y  trekkings por aquí y por allá y pesas por aquí y por allá y crossfit por aquí y por allá y peleas de box por aquí y por allá y krav maga y más carreras y más running y más intervalos y ropa deportiva y Nike y Adidas y Saucony y sin darme cuenta soy un deportista de treinta y dos años hechos y derechos que está dispuesto a subir al campo base del Everest en setiembre sin miedo, dispuesto a correr 60 Km en ultra maratón, meterse a un ring con un peleador amateur, caminar sin chistar una buena veintena de kilómetros con unos 30 kilos de peso sin dudar de si mismo. Pero siempre, eso sí,  extrañando una buena salchipapa…

Fobias de antaño II: Miedo a la altura (2)

Primer salto

Era noviembre y el clima empezó a cambiar. Los vientos aumentaron. Las nubes comenzaron a poblar un poco más los cielos. Un Viernes se  nos avisó que preparemos todo nuestro equipo y que saldríamos el Domingo temprano para la escuela de paracaidismo. Esas últimas cuarenta y ocho horas en la base de entrenamiento las pasé muy nervioso. Habían pasado cuatro meses desde que estaba en la unidad de paracaidismo y lo que había visto hasta entonces era montes, más montes, caminatas, mucho peso, explosiones, granadas, lanzagranadas, más montes, pista de combate, más pista de combate, disparos, muchos disparos, curso de Krav Maga, más montes, más kilómetros de caminata, poco sueño, un poco más de caminatas, un poco más de peso y para variar: montes.

Sabía que el curso de paracaidismo llegaría en algún momento. Y ahora, que quedaban solo cuarenta y ocho horas para que comenzase  me sentía, sencilla y llanamente, aterrado. La noche del sábado  me acerqué a mi Sargento mientras pensaba como decirle  que no podría presentarme a la escuela de salto al día siguiente porque tenía un grado altísimo de acrofobia que no permitiría que me desenvuelva de manera normal, ni siquiera, en los simuladores de salto y menos en un avión con las puertas abiertas volando a mil doscientos metros sobre el suelo. Me acerqué temeroso y le conté como me sentía. Y me respondió con un tajante: «Todos tienen miedo…» se dio la vuelta y se fue. Me dejó parado en medio de una emplanada bajo un cielo desértico, estrellado y frió pensando en que iría al curso y haría el ridículo.

En la escuela de paracaidismo, no solo se les enseñaba a los soldados de élite el arte del salto libre y el salto asistido. Habían unidades de ingenieros que hacían cursos en como soltar en paracaídas tanques y repuestos de los mismos, habían unidades de comandos marinos que aprendían como saltar con el zodiac desde un avión a mil quinientos metros y caer en el mar con el motor encendido listos para hacer lo que tuvieran que hacer. Había un gran movimiento en aquella base. Había una zona central donde se encontraban los simuladores de salto. Cada uno tenía un nombre y siguiendo el clásico humor negro israelí estaban bautizados como: Himmler, Eichmann, Mengele y por supuesto: Adolf…

El curso duraría tres semanas, en las cuales haríamos seis saltos. Dos serían en el día y cuatro en la noche. Los simuladores estaban diseñados de tal manera que si terminábamos  por ejemplo con Himmler, que era el más pequeño (una torre que tenia tres metros de alto) podíamos pasar al Eichmann que era mas grande y rozaba los 10 metros de alto. Suena poco al hablar de tres o diez metros, pero la verdad es que saltar desde diez metros de altura fue un poco difícil hasta para el más avezado del grupo. Mengele fue fácil, era un simulador de caída. Te agarrabas fuerte de un haza y te deslizabas por un cable como Indiana Jones y al final del mismo debías de soltarte y rodar por el piso de la manera en la que te habían enseñado a aterrizar. Por supuesto que Adolf fue el peor de todos. Adolf era una torre de veinte metros de altura, en la cúspide de la misma no había más espacio que para un solo soldado en pie. Lo que debías hacer era dar un paso al vacío y punto. Un juego de poleas se encargaban de aguantar la caída y prácticamente te frenabas a los cinco metros antes de pegar en el piso. Mientras veía como mis compañeros subían uno tras otro al Adolf tomé la inmoral decisión de evadirme de él. Gracias a que soy Acuario  y que el preciso día que me tocaba saltar del Adolf todos los astros estaban conjugados a mi favor no llamaron a los soldados en orden alfabético. Formamos una larga fila e íbamos subiendo uno a uno por orden de llegada. Obviamente me acomodé entre los últimos mientras maquinaba como salirme de ahí sin que nadie se diera cuenta.  Le dije a uno de los instructores que tenía que ir al baño y puse mucha cara de dolor.  El instructor me dijo que me apurase que pronto seria mi turno. Corrí a los baños y me lavé la cara, me senté en uno de los toilets, cerré la puerta y esperé. Quince minutos después regresé a la fila y busque a otro instructor. A uno que apuntaba los nombres de los que ya habían saltado. Me acerqué y le di mi nombre. Me miró y me preguntó si había saltado. Le señale al Adolf (haciéndome el que no entendía mucho el hebreo, en otras palabras haciéndome el huevón) y asentí con la cabeza como un cavernícola.   El plan no podía ser mejor. Si se acercaban para decirme que porque me estaba poniendo en la lista de los que ya habían saltado. Solo diría en un hebreo masticadísimo que pensaba que era la lista de los que debían de saltar. Que eso era lo que yo había entendido. Al final nadie se dio cuenta de la trampa, salvo un amigo mío  que al día siguiente me dijo: «¿Casaretto como vas a hacer en el avión…?» Tenia razón, me había librado del Adolf que tenía veinte metros de altura. En dos días más saltaría desde un Hércules viajando a 600km por hora a 1200 metros sobre las cálidas dunas de Israel…

La mañana del primer salto estaba tan aterrado que no recuerdo haber hablado con nadie. Nos llevaron en fila al almacén de paracaídas donde cada uno de nosotros recibió uno principal y uno de reserva. Los dos estaban guardados en una bolsa verde que tenía un número. El mío era el 4656, jamás me olvidaré de él. Después de recolectar el equipo nos llevaron a la pista de aterrizaje donde estaba ya el Hércules con los motores encendidos y las aspas girando. La rampa trasera estaba abierta como la boca de una ballena en la cual me metería en unos minutos. En la pista los instructores nos pusieron los paracaídas y nos ajustaron los arneses de la manera más profesional posible. El paracaídas de reserva me oprimía el pecho y por lo tanto sentía bastante bien como me latía el corazón. Subimos la rampa del avión en dos filas. Una a la izquierda y la otra a la derecha. Yo iba en la derecha y saltaríamos según el orden de subida. El que subió primero en el lado derecho sería el primero en saltar por la puerta derecha del avión. Yo era el cuarto del lado derecho.

La rampa se cerró y el avión empezó a moverse. Le tomaría quince minutos llegar a la zona de salto. Estábamos sentados, los de la puerta derecha mirando a los de la izquierda y viceversa. No habían palabras, nadie decía ni ah. Los instructores hacían bromas de las que nadie se reía y hasta cantaban canciones de guerra que nadie seguía. Al lado de las puertas (que aún estaban cerradas) habían dos luces una roja y una verde. Al encenderse la roja las puertas se abrirían, a partir de ahí toda la comunicación sería por medio de señas, todos los soldados se pondrían de pie y se dirigirían en fila india hasta sus puertas. Al encenderse la luz verde se daría comienzo al salto del primer soldado, que para ese entonces, se debería encontrar prácticamente al borde de la puerta mirando al infinito.

Mientras estaba comprimido ahí con mis pensamientos llegué a pensar en «como demonios llegué aquí..» Pensé también que en la puerta me trabaría y que no saltaría de ningún modo. La luz roja se encendió y todos nos pusimos de pie. Por primera y última vez en mi vida sentí mi piernas flaquear de tal manera que casi caigo al piso, luego las sentí temblar mucho. Las puertas de ambos lados del avión se abrieron y entró un ventarron que impedía emitir cualquier sonido. Se escuchaban los motores del Hércules retumbar mientras surcaba el cielo diáfano de las seis de la mañana. Mirando a la puerta de la izquierda pude observar la linea que separaba el mar del cielo. Estaba amaneciendo, era precioso y por una milésima de segundo me sentí feliz. Escuchamos un pitido fuerte. La luz roja se apagó y la verde se prendió. Vi como el primer soldado de mi fila salía despedido a una velocidad inhumana e increíble, vi como el segundo se acerco hasta la puerta y un segundo después ya estaba afuera también, la fuerza de los que estaban atrás mío me empujaba hacia adelante y me acerqué unos centímetros más a la puerta mientras el tercer soldado salía eyectado del avión. A esas instancias la adrenalina había anulado mi sentido auditivo por completo, di el último paso para llegar a la puerta, sentí que el instructor me jalaba poniéndome en la posición correcta y sentí su palmazo en mi espalda, dí un paso hacia adelante y vi el desierto y el mar y sentí el viento en mi cara y escuché el silencio y el sonido delicioso de cuando se abre un paracaídas y vi mis piernas balancearse hacia adelante y hacia atrás y vi los tres paracaídas abiertos de los tres muchachos que habían saltado antes que yo y alcé la mirada y vi a lo lejos al Hércules arrojando su carga humana a lo largo de la costa y me sentí feliz de que estaba vivo y que había vencido algo que toda mi vida me había parecido invencible. Grité de emoción en el aire y al estrellarme contra la arena unos minutos después lloré  y me sentí más vivo que nunca.

Faltarían cinco saltos más para terminar el curso. Cuatro de ellos serían en la noche, en condiciones climatológicas adversas. Varios se romperían algo aterrizando y otros renunciarían a la unidad porque no pudieron saltar. A varios de ellos les intenté convencer de que si yo podía saltar cualquier demonio podría hacerlo. Algunos me escucharon, otros no.

Después del curso he saltado trece veces más tanto en actividad como en la reserva. Cada vez que lo hago tengo terror, pero se que puedo dominar al terror porque ya lo hice antes y se que soy más fuerte que él.

Como dice una persona inteligente por ahí: «El fin justifica los miedos»

En mi próxima entrada hablaré de como deje de sentir terror por el ejercicio…

*Las fotos de los enlaces son de san google, la foto principal es mía.