Fobias de antaño II: Miedo a la altura (2)

Primer salto

Era noviembre y el clima empezó a cambiar. Los vientos aumentaron. Las nubes comenzaron a poblar un poco más los cielos. Un Viernes se  nos avisó que preparemos todo nuestro equipo y que saldríamos el Domingo temprano para la escuela de paracaidismo. Esas últimas cuarenta y ocho horas en la base de entrenamiento las pasé muy nervioso. Habían pasado cuatro meses desde que estaba en la unidad de paracaidismo y lo que había visto hasta entonces era montes, más montes, caminatas, mucho peso, explosiones, granadas, lanzagranadas, más montes, pista de combate, más pista de combate, disparos, muchos disparos, curso de Krav Maga, más montes, más kilómetros de caminata, poco sueño, un poco más de caminatas, un poco más de peso y para variar: montes.

Sabía que el curso de paracaidismo llegaría en algún momento. Y ahora, que quedaban solo cuarenta y ocho horas para que comenzase  me sentía, sencilla y llanamente, aterrado. La noche del sábado  me acerqué a mi Sargento mientras pensaba como decirle  que no podría presentarme a la escuela de salto al día siguiente porque tenía un grado altísimo de acrofobia que no permitiría que me desenvuelva de manera normal, ni siquiera, en los simuladores de salto y menos en un avión con las puertas abiertas volando a mil doscientos metros sobre el suelo. Me acerqué temeroso y le conté como me sentía. Y me respondió con un tajante: «Todos tienen miedo…» se dio la vuelta y se fue. Me dejó parado en medio de una emplanada bajo un cielo desértico, estrellado y frió pensando en que iría al curso y haría el ridículo.

En la escuela de paracaidismo, no solo se les enseñaba a los soldados de élite el arte del salto libre y el salto asistido. Habían unidades de ingenieros que hacían cursos en como soltar en paracaídas tanques y repuestos de los mismos, habían unidades de comandos marinos que aprendían como saltar con el zodiac desde un avión a mil quinientos metros y caer en el mar con el motor encendido listos para hacer lo que tuvieran que hacer. Había un gran movimiento en aquella base. Había una zona central donde se encontraban los simuladores de salto. Cada uno tenía un nombre y siguiendo el clásico humor negro israelí estaban bautizados como: Himmler, Eichmann, Mengele y por supuesto: Adolf…

El curso duraría tres semanas, en las cuales haríamos seis saltos. Dos serían en el día y cuatro en la noche. Los simuladores estaban diseñados de tal manera que si terminábamos  por ejemplo con Himmler, que era el más pequeño (una torre que tenia tres metros de alto) podíamos pasar al Eichmann que era mas grande y rozaba los 10 metros de alto. Suena poco al hablar de tres o diez metros, pero la verdad es que saltar desde diez metros de altura fue un poco difícil hasta para el más avezado del grupo. Mengele fue fácil, era un simulador de caída. Te agarrabas fuerte de un haza y te deslizabas por un cable como Indiana Jones y al final del mismo debías de soltarte y rodar por el piso de la manera en la que te habían enseñado a aterrizar. Por supuesto que Adolf fue el peor de todos. Adolf era una torre de veinte metros de altura, en la cúspide de la misma no había más espacio que para un solo soldado en pie. Lo que debías hacer era dar un paso al vacío y punto. Un juego de poleas se encargaban de aguantar la caída y prácticamente te frenabas a los cinco metros antes de pegar en el piso. Mientras veía como mis compañeros subían uno tras otro al Adolf tomé la inmoral decisión de evadirme de él. Gracias a que soy Acuario  y que el preciso día que me tocaba saltar del Adolf todos los astros estaban conjugados a mi favor no llamaron a los soldados en orden alfabético. Formamos una larga fila e íbamos subiendo uno a uno por orden de llegada. Obviamente me acomodé entre los últimos mientras maquinaba como salirme de ahí sin que nadie se diera cuenta.  Le dije a uno de los instructores que tenía que ir al baño y puse mucha cara de dolor.  El instructor me dijo que me apurase que pronto seria mi turno. Corrí a los baños y me lavé la cara, me senté en uno de los toilets, cerré la puerta y esperé. Quince minutos después regresé a la fila y busque a otro instructor. A uno que apuntaba los nombres de los que ya habían saltado. Me acerqué y le di mi nombre. Me miró y me preguntó si había saltado. Le señale al Adolf (haciéndome el que no entendía mucho el hebreo, en otras palabras haciéndome el huevón) y asentí con la cabeza como un cavernícola.   El plan no podía ser mejor. Si se acercaban para decirme que porque me estaba poniendo en la lista de los que ya habían saltado. Solo diría en un hebreo masticadísimo que pensaba que era la lista de los que debían de saltar. Que eso era lo que yo había entendido. Al final nadie se dio cuenta de la trampa, salvo un amigo mío  que al día siguiente me dijo: «¿Casaretto como vas a hacer en el avión…?» Tenia razón, me había librado del Adolf que tenía veinte metros de altura. En dos días más saltaría desde un Hércules viajando a 600km por hora a 1200 metros sobre las cálidas dunas de Israel…

La mañana del primer salto estaba tan aterrado que no recuerdo haber hablado con nadie. Nos llevaron en fila al almacén de paracaídas donde cada uno de nosotros recibió uno principal y uno de reserva. Los dos estaban guardados en una bolsa verde que tenía un número. El mío era el 4656, jamás me olvidaré de él. Después de recolectar el equipo nos llevaron a la pista de aterrizaje donde estaba ya el Hércules con los motores encendidos y las aspas girando. La rampa trasera estaba abierta como la boca de una ballena en la cual me metería en unos minutos. En la pista los instructores nos pusieron los paracaídas y nos ajustaron los arneses de la manera más profesional posible. El paracaídas de reserva me oprimía el pecho y por lo tanto sentía bastante bien como me latía el corazón. Subimos la rampa del avión en dos filas. Una a la izquierda y la otra a la derecha. Yo iba en la derecha y saltaríamos según el orden de subida. El que subió primero en el lado derecho sería el primero en saltar por la puerta derecha del avión. Yo era el cuarto del lado derecho.

La rampa se cerró y el avión empezó a moverse. Le tomaría quince minutos llegar a la zona de salto. Estábamos sentados, los de la puerta derecha mirando a los de la izquierda y viceversa. No habían palabras, nadie decía ni ah. Los instructores hacían bromas de las que nadie se reía y hasta cantaban canciones de guerra que nadie seguía. Al lado de las puertas (que aún estaban cerradas) habían dos luces una roja y una verde. Al encenderse la roja las puertas se abrirían, a partir de ahí toda la comunicación sería por medio de señas, todos los soldados se pondrían de pie y se dirigirían en fila india hasta sus puertas. Al encenderse la luz verde se daría comienzo al salto del primer soldado, que para ese entonces, se debería encontrar prácticamente al borde de la puerta mirando al infinito.

Mientras estaba comprimido ahí con mis pensamientos llegué a pensar en «como demonios llegué aquí..» Pensé también que en la puerta me trabaría y que no saltaría de ningún modo. La luz roja se encendió y todos nos pusimos de pie. Por primera y última vez en mi vida sentí mi piernas flaquear de tal manera que casi caigo al piso, luego las sentí temblar mucho. Las puertas de ambos lados del avión se abrieron y entró un ventarron que impedía emitir cualquier sonido. Se escuchaban los motores del Hércules retumbar mientras surcaba el cielo diáfano de las seis de la mañana. Mirando a la puerta de la izquierda pude observar la linea que separaba el mar del cielo. Estaba amaneciendo, era precioso y por una milésima de segundo me sentí feliz. Escuchamos un pitido fuerte. La luz roja se apagó y la verde se prendió. Vi como el primer soldado de mi fila salía despedido a una velocidad inhumana e increíble, vi como el segundo se acerco hasta la puerta y un segundo después ya estaba afuera también, la fuerza de los que estaban atrás mío me empujaba hacia adelante y me acerqué unos centímetros más a la puerta mientras el tercer soldado salía eyectado del avión. A esas instancias la adrenalina había anulado mi sentido auditivo por completo, di el último paso para llegar a la puerta, sentí que el instructor me jalaba poniéndome en la posición correcta y sentí su palmazo en mi espalda, dí un paso hacia adelante y vi el desierto y el mar y sentí el viento en mi cara y escuché el silencio y el sonido delicioso de cuando se abre un paracaídas y vi mis piernas balancearse hacia adelante y hacia atrás y vi los tres paracaídas abiertos de los tres muchachos que habían saltado antes que yo y alcé la mirada y vi a lo lejos al Hércules arrojando su carga humana a lo largo de la costa y me sentí feliz de que estaba vivo y que había vencido algo que toda mi vida me había parecido invencible. Grité de emoción en el aire y al estrellarme contra la arena unos minutos después lloré  y me sentí más vivo que nunca.

Faltarían cinco saltos más para terminar el curso. Cuatro de ellos serían en la noche, en condiciones climatológicas adversas. Varios se romperían algo aterrizando y otros renunciarían a la unidad porque no pudieron saltar. A varios de ellos les intenté convencer de que si yo podía saltar cualquier demonio podría hacerlo. Algunos me escucharon, otros no.

Después del curso he saltado trece veces más tanto en actividad como en la reserva. Cada vez que lo hago tengo terror, pero se que puedo dominar al terror porque ya lo hice antes y se que soy más fuerte que él.

Como dice una persona inteligente por ahí: «El fin justifica los miedos»

En mi próxima entrada hablaré de como deje de sentir terror por el ejercicio…

*Las fotos de los enlaces son de san google, la foto principal es mía.

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