Noches de Apagón

Noches de apagón

Extraño las noches de apagón  extraño el aura de misterio que tenían,  extraño las luces de las velas, extraño la camaradería. Las  extraño porque, al menos en esas noches, parecíamos lo que supuestamente eramos: Una familia. Extraño las noches de apagón porque jugábamos cartas con mi papa y nos hacíamos trampa y nos reíamos y ganábamos y perdíamos  mientras mamá no paraba de sonreír a la luz de los mecheros y mientras tanto comíamos una que otra comida rápida y seguíamos jugando y nos contábamos historias y al fin de todo ese «Casino Royal» nos íbamos a dormir tranquilos y felices después de haber ganado o perdido y ya nada tenia tenia importancia  solo queríamos que el apagón continuase, porque sin el ruido molesto de la televisión que nos interrumpía casi siempre podíamos, al fin, hablar. Hablamos con nuestros padres, hablaba con mi hermano. Nos decíamos secretos que en noches con luz eléctrica jamás nos hubiésemos contado. Mascullábamos en silencio el nombre de las niñas que nos gustaban o a las que les gustábamos y nos reíamos mucho pensando en aquella mirada o en aquel cabello y  eramos niños. Extraño las noches de apagón por que podías salir a ver el cielo y te encontrabas a las estrellas que no podías ver casi nunca si la ciudad estaba iluminada y descubrías que en ese cielo nocturno casi siempre naranja se escondía un cielo oscuro y estrellado, mucho mas luminoso y hermoso. Y podías ver incluso platillos voladores y si mirabas muy hondo podías ver a dios y a los caballeros del zodiaco y dos extraterrestres. Extraño las noches de apagón porque mi papá contaba historias de guerra, historias de su niñez y por unos momentos lo sentíamos como si fuera uno de nosotros, un muchacho más, un poco mas crecido y peludo. Extraño las noches de apagón porque mi mamá sonreía casi siempre de alguna broma de mi viejo o de alguna indirecta que él le mandaba y que nosotros «gracias a nuestra inocencia» no entendíamos. Extraño la penumbra simpática y la falta de ruido. El silencio perfecto que se interrumpía solo por las vocesitas y susurros de los vecinos que disfrutaban de su noche de apagón al igual que nosotros. Extraño las noches de apagón porque me enseñaron que toda nuestra «civilización» y todos «los avances tecnológicos,  en vez de acercarnos más, nos ensimisman más dentro de nosotros mismos. Sin electricidad volvemos a ser el «grupo» «la familia» porque nos necesitamos y nuestra intensa capacidad de recibir información se ve satisfecha por lo que recibimos de parte de la gente que nos rodea y no de cajas bobas movidas por la electricidad y donde sale algún payaso vendiéndote algo. Extraño las noches de apagón por muchas cosas más. El ambiente romántico,  nuestras pupilas dilatadas brillando a la luz de las velas, las cartas o el monopolio en el que siempre alguien terminaba piconeandose y llorando, el cielo, el silencio, la camaradería de una familia pequeña constituida por cuatro gatos que vivieron e existieron a principios de los años noventa en un país tercermundista y olvidado, lleno de terrorismo, guerrillas, represiones y odio (las no tan agradables causas de mis queridos apagones) al que los noticieros internacionales conocían como el Perú (al lado de brasil).

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