En Judea

Hace calor. Hace calor. Hace calor. Subimos un poco más por la quebrada. Trescientos metros más y empezamos a dirigirnos hacia el sur. El sol brota desde el este. La mayoría del tiempo está a nuestra espalda quemándonos los cuellos y las nucas. El mar muerto se pierde tras nuestros pasos y tras él se pierden también los montes de Jordania. Son las nueve y cuarenta y cinco de la mañana.

Nos adentramos en una quebrada que no conocemos. Subimos una mezcla de escalones rocosos naturales. Somos cinco: Tres mujeres y dos hombres. Las mujeres hablan mucho. Los hombres hablamos menos y nos dedicamos a subir y a intentar leer las pequeñas marcas que señalan el camino. Buscamos la marca azul. La marca azul representa que en aquel territorio se debe topar uno con agua. Estamos seguros de que llegaremos a refrescarnos en cualquier momento. La quebrada se estrecha cada vez más y de pronto en una de las piedras milenarias hay una marca azulina. Los dos hombres nos miramos y sonreímos: Pronto va a haber agua fresca. Las mujeres siguen rezagadas y continúan con su parloteo. La quebrada recibe en sus entrañas sus ondas sonoras y las devuelve en forma de ecos distorsionados. Después de quince minutos más de caminata estamos todos dentro de una quebrada muy profunda de paredes muy estrechas. Es hermoso. Hay mucha sombra y nos hemos olvidado del calor. Seguimos buscando por  agua y de pronto vemos un pequeño charco verdoso del cual huyen algunos pájaros al escuchar nuestros pasos. Bordeamos el charco o mejor dicho: Pasamos sobre él. Y continuamos nuestro viaje por el túnel natural. De pronto una pared de piedra nos detiene. Distinguimos unas pequeñas asas de metal adheridas a la piedra por las cuales debemos subir. Yo le tengo terror a la altura pero decido ir primero. Siempre  a lo que le tengo miedo me llama la atención. Mientras trepo pruebo el estado de cada asa y veo si realmente son seguras. Dejo al resto del grupo unos siete metros abajo y llego a un balcón de piedra. Ahí espero al resto. Las mujeres suben sin percatarse de nada y sin percibir el peligro que realmente estamos sufriendo. Son como niñas inocentes metiéndose a un circo de payasos mañosos. Estamos todos en el balcón y continuamos el ascenso. Otros cinco o seis metros por medio de las asas que forman una escalera de una dudosa seguridad y con una capacidad de caída vertical de doce a quince metros. Voy primero de nuevo y cada vez que pongo mi peso en una de las asas compruebo que no estén sueltas. Tengo mucho miedo pero lo oculto. Me encanta hacerme el macho. Una vez arriba prefiero no mirar como el resto sube. Lo dejo a la suerte y que les vaya bien. Como es de esperar todos suben bien y no se han imaginado toda la película de terror que acabo de vivir ni sienten la taquicardia infernal que invade mi pecho lampiño.

Continuamos nuestro avance rumbo al oeste. La quebrada se ensancha nuevamente y el sol nos pega con todo su esplendor. Sudamos. Sudamos sin descanso y bebemos nuestra carga de agua con demasiada inocencia y sin mucha responsabilidad. Seguimos esperanzados en encontrar las piscinas heladas llenas de agua diáfana y fría que seguramente contendrían hasta arco-iris a los lados. El agua no aparece pero el sol no deja de aparecer. Nos avisa a cada instante que está ahí en nuestra cabeza. En nuestra nuca. En nuestra garganta. En nuestras bolsas y botellas de agua haciendo que esta desaparezca de a poquitos como por arte de magia. Grantico palmani zum: Se acabo el agua.

El desierto de Judea se caracteriza por ser uno de los sitios más secos del mundo. Con cuarenta y dos grados centígrados y el sol en nuestras cabezas no tardaríamos mucho en deshidratarnos. Después de cinco horas  de caminata nos dimos cuenta que la única agua que encontraríamos sería una pequeña charca verdosa llena de zancudos y  de un cadáver de algo emplumado. Por decepción y por insolación  comenzamos a sentir los primeros síntomas de la deshidratación en esa charca putrefacta.

A más de treinta y cinco grados centígrados y en constante movimiento el cuerpo humano pierde un aproximado de un litro de agua por hora. Si consumes menos de eso: Te deshidratas. La deshidratación te conlleva a sentir dolores de cabeza, mareos, nauseas, desorientación, perdida de enfoque, delirios y en su grado más severo causa la muerte. En un clima tan seco y bajo las temperaturas a la que estuvimos expuestos llegamos a un nivel de deshidratación leve. Leve porque a nadie le dio una meningitis ni tampoco ninguno de nosotros imagino a un Godzilla rosado contando chistes. Pero si sufrimos los dolores de cabeza, los mareos, las nauseas y los calambres musculares que disminuyen en un cincuenta por ciento la capacidad de actuar y de razonar con claridad. Después de encontrar el camino de regreso. Siempre fiel a mi carácter masoquista decidí avanzar más rápido que todos para así llegar al auto cuanto antes y conseguir la cuatro botellas de agua de dos litros cada una que estaban en la maletera y traerlas de vuelta para que la cosa no llegue a mayores. Mientras prácticamente trotaba cuesta abajo creyéndome Killian Jornet empecé a tener delirios paranoicos. Deduje en medio de aquellos delirios que alguien del grupo «moriría» si es que yo no regresaba con agua. Corrí cada vez más rápido. Me desesperé pensando que no llegaría a tiempo. En determinado instante temí que de tan rápido que iba y de lo jodidamente deshidratado que estaba, mi corazón dejaría de funcionar por «Horneo» o quizás mi cerebro se terminase  volviendo una crema grisácea incapaz de razonar nunca más. Mientras corría cantaba himnos de la marina de guerra del Perú para «levantar la moral de las tropas». Mucho de esos himnos hablaban de matar chilenos y chilenas. En medio de mis cánticos delirantes me dí cuenta de que una de las chicas que estaban más arriba y la cual yo le iba a buscar el agua era (pues como ocultarlo) chilena. Y en medio de la delirante sensación de estar bajando un monte rápido. A trote. Con cuarenta y dos grados en mi mollera. Con el mar muerto ahora en frente a mi cara. Con una brisa insoportablemente tibia. Verborreando canciones anti chilenas. Buscando agua para un ingles, una israelí, una peruana (mi señora esposa) y como no: para una chilena también…

En medio de todo eso me sentí feliz. Divise a lo lejos un reflejo microscópico. Una pequeña estrella en el desierto: Mi auto. Mi destartalado Hyundai Getz al que amo y amé más en aquel instante de locura por calentura. Cuando lo vi corrí más. Sabia que habían unos dos kilómetros y medio hasta él y que ya casi no me quedaba mucho más que dar. Pero corrí. Ahora mientras cantaba canciones del ejercito de Israel «para levantar la moral de las tropas». Y seguí corriendo. Y llegué al auto que estaba solo como un pedazo de metal en medio de una tierra seca y baldía. Busqué las llaves en mi mochila. Abrí la maletera. Observé las botellas de agua como si se tratasen de diamantes de Sierra Leona. Atrás mio el mar muerto movía sus aguas con flojera. Mientras más atrás aún las montañas de Jordania se teñían de un extraño rosado Pink Panter.

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