Visto verdeo olivo. Mi espalda suda. Mi cuerpo tiene veinticinco kilos de sobrepeso. Hay pinos y eucaliptos a mi alrededor. La primera aldea a la que vamos a llegar parece tranquila. Es Julio del dos mil seis. Hace quince días que secuestraron a dos soldados israelíes en la frontera con Líbano. Después de los tanquistas y de la fuerza aérea hemos entrado en combate como primera unidad de infantería de choque. Cruzamos la frontera a las cuatro de la mañana desde el Kibutz Zarit desde el lado israelí. He caminado tres o cuatro kilómetros parando cada cien o doscientos metros unos diez minutos cada vez. Nos ha tomado llegar a la primera aldea seis horas.
Hace calor. El cielo está limpio de cualquier rastro de nubes. Huele a pólvora quemada. La artillería y la fuerza aérea han hecho su trabajo de «limpieza» antes de que lleguemos a la aldea. El batallón se divide en compañías y cada una toma una «posición» diferente. Cuidamos mutuamente nuestro flancos. Cada compañía irrumpe en una casa grande. Sabemos exactamente en que casa entrar gracias a los mapas satelitáles que hemos estudiado desde hace dos días. Una vez dentro nos damos cuenta de que no hay gente. Tomamos los altos y los bajos. Como francotirador busco la planta más alta y una buena posición apuntando a la plaza que se encuentra al norte de la casa. Abro mi mochila y extraigo mi Remington M-24. Extraigo el trípode y armo mi «puesto» de disparo. Mi compañero extrae el sistema de camuflaje y lo adhiere a la ventana. Desde afuera nadie puede vernos y desde adentro vemos todo lo que pasa. De su mochila extrae su mira telescópica. La que le permite hacer las mediciones de una manera más precisa. Comenzamos con la rutina de mediciones. Ochenta metros al centro de la plaza. Cincuenta metros a la ventana de la casa que está en diagonal a nosotros. Ciento cincuenta metros a la linea de ventanas de las casas cruzando la plaza. Fuerza del viento: «uno» de este a oeste. Idioma compartido: La plaza. La palmera. El Mercedez azul. La pileta. El árbol solitario. Listo: Dos clicks para arriba. Tres clicks a la izquierda y mi mira esta calibrada.
Escucho al resto de la compañía haciendo ruido con las ollas en la primera planta. Se están cocinando algo con la poca agua que tenemos. Nos han prohibido beber el agua de la cañería de la aldea. El comando no sabe si la han envenenado o no. Así que lo que tenemos está en nuestras camelback. Una vez que mi M-24 está montada en su trípode y las mediciones están hechas. Me siento en el piso con la espalda apoyada a la pared. Mi compañero hace lo mismo. Estamos sentados el uno al lado del otro pensando en que «esto es la guerra». Nos miramos el uno al otro. Es un chico alto. Delgado. Usa gafas y siempre sonríe. Lo quiero como a un hermano menor. Me dice que hasta ahora está aburrido. Que es casi lo mismo que en Czisjordania. Le respondo que es igual pero con vistas más bonitas. Sonreímos juntos. Escucho un pito de pronto. No atino a pensar lo que es. De pronto una explosión remece la casa. Alguien grita RPG!!! Mi trípode se cae al piso con el arma. Veo una nube de polvo de cemento subir con rapidez por las escaleras. Escucho un pitido intenso dentro de la cabeza. Mi compañero trata de hablar conmigo. No le escucho nada. Solo el pitido intenso. Trato de contestarle. Él no me escucha a mí. A lo lejos muy dentro de los oídos escucho disparos. No sé de donde vienen o sí los muchachos del primer piso están disparando a alguien. El pitido no me abandona la cabeza un buen rato. De pronto mi audición vuelve. No quiero asomarme por la ventana. Tengo miedo. Pienso en mi casa. Levanto el trípode. Mi compañero está apuntando con su arma. Comienza a disparar con dirección a la plaza. Yo miro a través de la mira telescópica Leopold que aumenta por diez cualquier imagen. Apunto a lo primero que se mueve en la plaza y disparo. La guerra acababa de comenzar para nosotros.