
Hasta el dos mil cuatro nunca había sido deportista. Mi infancia fue más bien de lector. Más bien la de un fan enamorado de Julio Verne. Prefería casi siempre quedarme entre las sinuosas curvas de mis sábanas leyendo «Veinte Mil Leguas de Viaje Submarino» antes de salir a hacer algún tipo de actividad en el mundo exterior. Nunca se me dio con el fútbol. Menos con el Basket. Si los amigos del colegio me dejaban jugar algún partido me ponían de arquero. Poco a poco me volví un arquero más o menos respetado. Pero cada tres o cuatro partidos la cagaba y entonces los tipos me quitaban la confianza y no me dejaban un jugar un par de semanas. Cuando era un adolescente seguí clases de atletismo en la secundaria. Tenía una linda barriga que no me permitía correr mucho más rápido que cualquier chica. Los chicos me sacaban un estadio de ventaja en los ochocientos metros. Esos años en «Educación Física» siempre saque «once». A los catorce o quince años antes de terminar el colegio retomé el fútbol como defensa. Mi misión en los campeonatos del colegio era simple. Buscar al «Messi» o al «Maradona» del equipo contrario y de ser posible fracturarle la pierna. Obviamente después de lesionarlo a él me expulsarían a mi. Pero mi equipo había tomado esto ya en cuenta. Les daba lo mismo jugar conmigo que sin mi. Así que siempre me iba a los «vestuarios» con una tarjeta roja a los cinco minutos de haber empezado el partido después de haber pateado a algún chico talentoso del otro equipo.
A los dieciséis años quise ser marino. En el examen de ingreso debía de hacer seis barras para pasar. Hice dos con trampa. Pasé el examen porque fui bueno en el examen psicológico y en el de razonamiento verbal. Además que en la entrevista personal con algunos oficiales de alto rango mencioné a mi «tío» el almirante. Dentro de la marina hice ejercicio cada día. Odié cada día también. Odiaba levantarme temprano a las cinco y treinta y cinco de la mañana y correr con zapatillas «dunlop». Aborrecí cada mañana. Mis rodillas aborrecieron esa época mucho más. En las tardes entrenaba esgrima. Todos los días. Me gustaba. El esgrima es el único deporte en el que realmente fui bueno. Casi siempre ganaba. Les ganaba a los tipos que tenían mucha más experiencia que yo. Tenía buena intuición para las espadas. Además había leído demasiados cuentos de Dumas. Me creía uno de los tres mosqueteros. Quizás Dartagnan. Quizás por eso siempre ganaba. No lo sé. Lo que si sé es que destruí mis menizcos a espadasos.
Años después de la marina me había convertido en un zángano anti deportivo. No podía correr cien metros sin morir en el intento. Toqué fondo. Tenía una hermosa pansa suvecita y llena de celulitis. Mi enamorada solía mirarla con ojos de amor mientras la acariciaba con ternura. Mi única actividad física era tener sexo una vez por semana. Además de masturbarme casi diariamente. Estaba hecho mierda.
Todo cambió cuando aterricé en Israel con mi flamante esposa. Llegamos a un kibutz en donde había una piscina. La primera vez que vi a los israelíes sacarse las camisetas para saltar en la piscina me quedé con la boca abierta. Todos parecían modelos de revista porno femenina. Cuadrados por aquí. Pectorales por allá. Ni un gramo de grasa. Biceps grandes. Triceps más grandes aún. Me saqué la camiseta y vi mi panza inmensa. Aguada. Sudorosa y sentí «Verguenza». Me había convertido en un gordito más. Con una prominente guata chelera. Con un culo grande. Con piernas flacas. Con cachetes regordetes. Un asco. Aquella primera semana en Israel me basto para darme cuenta de que si no hacia algo por mi cuerpo alguien vendría y se llevaría a mi mujer con el solo hecho de quitarse la camiseta. Así que por primera vez en mi vida hice voluntariamente lo que Forrest Gump hace de puta madre: Correr.
Corrí quinientos metros un día y casi pierdo mi alma. Pero soy terco como una llama. Así que seguí corriendo al día siguiente y luego el día después y luego la semana siguiente. Y corrí y corrí y corrí. Cuando menos me dí cuenta tenía unos diez kilos menos y podía correr siete kilómetros. Era un ser humano nuevo. Me veía cinco o seis años más joven y me sentía con la energía de un crío. Así suavemente me volví un adicto. Primero al correr. Luego al trekking. Me comencé a sentir más fuerte física y mentalmente.
Me fui al ejercito de Israel he hice mucho deporte. Entendí que si no me mantenía en forma. Sencilla y llanamente corría más riesgos. Así que cuide mi forma y corrí. Hice barras. Me trepé de sogas colgantes y hice la pista de combate una vez al día sin que nadie me obligara y por amor al arte. Los otros soldados pensaban que era un completo chiflado o que quería que me manden al West Point en Estados Unidos. Yo hacía lo que hacía porque me gustaba. En las zonas de combate se terminó la fiesta y no teníamos espacio ni para correr ni para cagar ni para nada. Vivíamos entre bloques de cemento y blindaje. No me importó mucho. Encontré la forma de hacer planchas hasta explotar.
Una vez «fuera» del ejercito. He entrenado con pesas. He hecho Crossfit. He corrido medias maratones. He corrido muchas carreras urbanas. He encontrado en el deporte una forma de vivir saludable y entretenida. Mi vida esta basada en la actividad y si no fuera deportista no podría siquiera proyectarme a realizar proyectos locos como caminar al campo base del Everest o cruzar Israel a pie. Gracias al deporte soy un ser humano que se conoce mucho más y que sabe que una vez que crees que llegaste al limite aún te queda mucho por recorrer y mucho músculo por quemar. Gracias al deporte puedo vivir mi vida con más ímpetu y aprovecharla más. Puedo vivir al máximo porque estoy sano y puedo saltar en paracaídas mañana si me da la gana. Puedo irme a la guerra y sobrevivir al desgaste físico y emocional. Gracias al deporte soy la mejor versión de mi mismo.
Así que señoras y señores a mover el culo.