Yo siempre tengo la razón

Si empiezo un proceso de minimalismo en mi vida debo llevarlo a todos los rincones de la misma. No puedo simplificar las cosas físicas que me rodean solamente. Deshacerme de lo sobrante y de lo superfluo que ronda por mi casa y mi oficina está bien pero no es solo eso.

Gran parte de minimalizar se basa en reducir comportamientos. Hábitos. Actitudes que nos causan daño a nosotros o al resto. Estos los podemos remplazar por nuevos comportamientos. Hábitos o actitudes diferentes que nos ayuden a crecer o en su defecto no remplazarlos con nada.

Una de las actitudes que ha marcado mi vida y que siempre me ha traído problemas con el resto de personas que me rodean y conmigo mismo es pensar «que siempre tengo la razón». Que yo estoy en lo correcto y que mi interlocutor no. Que yo estoy tomando la decisión correcta y mi pareja no. Que sencilla y llanamente «yo lo sé todo».

He trabajado sobre esto unos cuantos años ya. He prácticamente eliminado ese egocentrismo filosófico de mi vida. Los que me conocen de antaño se dan cuenta que al menos en ese aspecto no soy el mismo de antes. Eso me hace sentir relativamente bien por el esfuerzo que le metí y que le sigo metiendo para cambiar una actitud que no me traía más que problemas.

Pero como en cualquier otra cosa que intentemos cambiar en la vida. El cambiar actitudes y moldear hábitos consiste en un esfuerzo diario. En recordar lo que estás intentando cambiar y tienes que ser consciente que en cualquier momento puedes recaer.

Mi última gran recaída (en esto de YO SIEMPRE tengo la razón) la tuve hace como un mes.

Era una noche sin luna. Principios de Octubre. Mi unidad estaba realizando entrenamientos de navegación nocturna en territorio enemigo. El ejercicio mayormente se basaba en que cada uno de nosotros aprendía la ruta de navegación de principio a fin. Y un oficial de alto rango se encargaría de decidir a lo largo del camino quien ejercería de navegador por unos cinco kilómetros. Al final de estos. Otro de nosotros lo remplazaría por otros cinco Kilómetros y así sucesivamente hasta terminar los cuarenta Kilómetros que teníamos programados «explorar» aquella noche.

Fuimos progresando de a pocos con el primer oficial (navegante)  al mando. Revisando el mapa. Él considero deslizarnos al sur pegados a un río que corría a nuestra izquierda. Comenzamos la caminata y al cabo de diez minutos entendimos que estábamos en un lugar demasiado en pendiente para caminar de una manera segura. Si uno de nosotros resbalaba caería sin remedio al río que se encontraba cuarenta metros pendiente vertical abajo. A la media hora decidimos  acercarnos al navegante y decirle que su ruta estaba siendo (por usar un eufenísmo) Riesgosa. Él aceptó la responsabilidad del asunto pero nos dijo que volver por donde habíamos venido sería igual o peor de lo que ya habíamos pasado. Y que solo nos quedaban un par de Kilómetros para salir de la zona de caída libre al río. Continuamos caminando por un terreno de medio metro de grosor pegándonos lo más que podíamos a la montaña. A mis espaldas sentía el vacío de la caída y me dediqué a clavar con ímpetu las uñas en la tierra y rocas que me permitían sujetarme y no caer. Progresamos poco a poco. Con todo el equipo de combate sobre nosotros no eramos la mejor muestra de agilidad alpina. La m-4 se me atascaba contra la pared rocosa así que la tiré a mi espalda y con su peso atrás mío sentí que perdería el equilibrio. Miedo. Mucho miedo. Me aferré como un gato a la roca. Seguimos el camino. El terreno poco a poco se fue anchando y el desnivel con respecto al río fue disminuyendo y ya. Una hora después estábamos en el lecho del mismo. Riéndonos de nuestras caras de terror de unos minutos antes.

El siguiente navegante tomó el mando y nos llevo al lado del río por cinco kilómetros dentro del valle sin ningún sobresalto en especial salvo una verja de alambre que tuvimos que cortar con mi Letherman. Hace años que no había visto una noche tan oscura. A  dos  metros  de mí perdía de vista al hombre que estaba delante mío. Solo escuchaba sus pasos en la oscuridad. Los perros de las aldeas nos escuchaban también y ladraban. A veces parecía un coro canino reciviéndonos con villancicos. Nos mantuvimos en el valle por unos quince kilómetros (y tres navegadores) más. Luego el penúltimo navegador nos llevo en dirección sureste por un par de colinas camino a la aldea donde deberíamos terminar el ejercicio. No sobresaltos. Todo perfecto. Todo oscuro. Yo era el último navegante de la noche y mi tramo era un poco más largo. Según el mapa no debería haber tenido ningún problema en encontrar la ruta hasta la aldea. Así que me puse al frente y caminé con decisión en medio de las colinas negras que me rodeaban. Eran las tres de la mañana. Mi hora límite eran las cuatro treinta. Aceleré el paso.

Una hora después estaba perdido. Sabía en que dirección estaba la aldea y sabía como llegar a ella. Pero no podía encontrar la ruta que yo había diseñado para hacerlo. Podía cortar por campo abierto y subir unas colinas y bajar y encontrar las luces de la aldea. No tendría problema con eso. Salvo que el terreno era escabroso y con la visibilidad prácticamente inexistente era peligroso llevar un grupo de soldados con veinte kilos de peso en su cuerpo de paseo por esos lares. Alguien se podría fracturar algo o caer en alguna quebrada. No era seguro en absoluto. Y yo lo sabía.

En el ejercito usamos aviones no tripulados llamados Drones. El coronel a cargo del ejercicio me llamó por radio  y me dijo que si no sabía como llegar a la aldea que usara al Drone para que me guiara. Usar al Drone para mí era como aceptar que había fracasado y aceptar que no sabía llegar a la aldea (lo que sí sabía) Todos mis compañeros habían hecho sus partes de la navegación sin sobresaltos (salvo el primero) y me dio cólera aceptar de que YO NO SABIA como llevar a esos hombres a la aldea por un camino seguro.

-No necesito al Drone señor- fue lo único que dije.

Doblé el mapa. Lo guardé en la cartuchera sujeta a mi pierna y caminé hacia las colinas por un terreno que sabía que podía dañar a alguien. Los hombres me siguieron.

Dos horas después con un retraso de media hora estábamos en la aldea. Los hombres estaban reventados por el terreno inhumano que les había hecho cruzar. Tres de ellos tenían los tobillos inflamados por torceduras y esguinces. Yo tenía los codos explotados por una caída. Me sentí un imbécil viendo a todos aquellos hombres hechos mierda por mi culpa. Por pensar de que tengo la razón inclusive cuando sé que no la tengo. Por no poder aceptar de que soy un ser humano simple que sabe muy pocas cosas. Y que la vida y salud de la gente están muy por encima de mi tonto orgullo.

Unos cuantos de mis compañeros me felicitaron por la navegación. Aunque yo sabía que lo hacían para que no me sintiera mal con la embarrada que me había metido por no aceptar ayuda. Otros me miraban con cólera porque pensaban que era un boludo egocéntrico que no aceptó ayuda cuando debió.

Eran las cinco de la mañana. Hacía mucho frío. Era la noche más oscura que había visto jamás y mi orgullo estaba hecho un desastre.

Espero haber aprendido a NO tener la razón.

 

 

 

Un comentario en “Yo siempre tengo la razón

  1. Cuando he leído lo de siempre tengo la razón, he pensado «anda, igual que yo» un alma gemela. Luego me he decepcionado viendo que no era verdad, jejeje.
    No, en serio, todos caemos en eso. La diferencia es la valentía que hace falta para admitirlo, que sin duda te honra.
    He de confesar que las historias con ese toque militar, quedan muy interesantes.

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