De café en café

El otro día invitamos a una pareja de amigos a nuestro departamento. Hicimos una pequeña cena. Hablamos de banalidades. Bebimos unos vasos de cerveza cuando de pronto nos deslizamos al tema del blog: El minimalismo.

Ella dijo que el minimalismo le parecía una estupenda idea para gente que prácticamente no tiene vida. En cambio «ella» no podría dejar de salir con una amiga aquí, con un par de amigos por allá, gastando dinero en restaurantes y en cafés unas cuantas veces a la semana, que jamás podría dejar de trabajar en uno de los tres o cuatro trabajos en los que lo hace para mantener el «nivel» de vida que lleva. Que si dejara de hacer las cosas como las está haciendo hasta ahora, sentiría que el resto la pasan mejor que ella. Que ella se está perdiendo de algo. Que la vida se le está escurriendo entre los dedos.

Y ella tiene razón.

Tiene razón en el sentido de que no quiere que la vida se le escurra entre los dedos y que quiere aprovecharla al máximo. Y eso esta bien.

El problema es que al querer absorver el máximo de experiencias en el menor tiempo posible, pues adquirimos muchas que no valieron la pena ni el esfuerzo ni el tiempo que nos gastamos en ellas.

Si nos inclinamos por la cantidad en vez de la calidad, nos vamos a sentir inundados en experiencias que no representan mucho para nosotros. Experiencias de las cuales nos vamos a olvidar a los cinco minutos. Experiencias ligeras y sin peso que no representan nada. Solo un relleno del tiempo para no sentir de que lo estamos perdiendo.

En cambio si elegimos la calidad sobre la cantidad. Cada experiencia se vuelve triunfal. Grandiosa. Remarcable. Perenne en nuestra memoria y pasa a formar parte de nuestra «vida» o de las memorias que conforman lo que llamamos «nuestra existencia».

Como se lo dije a ella. No tienes que vivir a mil para disfrutar a mil. Puedes no salir esta noche a correr por la ciudad de café en café y quedarte en casa disfrutando de un té, viendo una buena película o leyendo un buen libro. Teniendo una buena plática o haciendo el amor. Depende de lo que más os guste. Es interesante como yo antes pensaba como ella y no podía encontrar en las cosas pequeñas y simples el placer que les encuentro hoy en día.

Me gusta estar en casa en vez de en el café de la esquina. Mi café es mucho mejor y puedo escuchar la música que quiero. Prefiero comer en casa que en el restaurante del chef tal por cual que te vende papas sancochadas a veinte euros. Prefiero estar con la gente que quiero y que me importa en vez de pasar el rato con «amigos» a los que les importas un pepino. Prefiero minimalizar todo ese sobrante vivencial que la gente joven se pone en los hombros por miedo a que «otros» lo pasen mejor que ellos.

Todos podemos pasarlo bien. Todos podemos vivir al máximo. Escogiendo con cuidado la calidad de nuestras experiencias. Las personas con las que las compartimos. Los viajes que hacemos. Los besos que nos damos. Las comidas que nos comemos. Porque vivimos una sola vez y la vida es demasiado corta para vivirla a lo loco corriendo de café en café.

No necesito nada

Y lo he dejado todo de lado. Bueno, no exactamente todo. Tengo cosas (pocas). Tengo esposa. Tengo perro. Tengo familia. Tengo amigos. Pocos pero buenos.

Tengo. Al fin y al cabo TODO lo que tengo lo voy a terminar dejando. Así compre un Porsche Carrera, también se va a terminar quedando aquí. Es injusto lo sé. Pero así lo es y así lo seguirá siendo.

Pero de todo lo que tengo quizás es el tiempo lo que más vale. Quizás los minutos que se escurren entre mis dedos y construyen mi vida son mi verdadera riqueza. Quizás más aún que la esposa, la familia, los amigos y el perro. Los minutos valen más que su peso en oro. No los valoramos como deberíamos creo yo. Da risa que pensemos más en el Porsche Carrera cuando lo más preciado que tenemos: El tiempo, se quede de lado, escapándose de manera desapercibida respiro a respiro. Latido a latido. Ahí mismo va. Despacio, despacio.

Lo que nos diferencia de los animales es que somos conscientes de que un día vamos a morir. De que un día la fiesta se va a terminar. De que un día la función va a dejar de continuar, al menos para nosotros. Ellos no piensan en eso y viven sus vidas de acuerdo a su instinto y la viven bien. Nosotros de tanto pensar hemos dejado de pensar en lo que realmente importa (el entender el peso de nuestra mortalidad) y nos hemos explayado en pensamientos del tipo «que corte de pelo me queda mejor» o «quiero un departamento con vista a..» o una pareja así o asá.

Ja. Somos realmente idiotas. O de tanto pensar nos hemos estupidizado. O quizás  mi perro es más inteligente que yo. Quizás mi perro me mira con lástima mientras contemplo en este preciso instante una propaganda de la nueva Go Pro Hero 3 porque sabe que mientras la miro estoy perdiendo lo más valioso que tengo. Mi tiempo. El mismo que para él es inexistente. Su hermosa vida circular evita que se entere que un día va a morir y que sienta lástima de si mismo.

Pero en este instante estoy escribiendo sobre el tiempo presente y estoy siendo consciente de la fragilidad de la existencia y de lo bello de su simpleza y de que no necesito nada, salvo el respirar hondo para sentirme vivo.

No necesito nada.

 

El pantalón de la buena suerte

Olía a pasto húmedo. A tierra húmeda. A noche.

Porque fuera del aire diáfano de las tierras altas y de la media luna sobre tu cabeza no hay nada. Solo escuchas los pasos de tus compañeros atrás tuyo. Solo sientes el plástico del mapa en el bolsillo izquierdo de tu pantalón. El mismo pantalón que usas en las misiones que dan miedo. «Es el de la buena suerte» te dices. Rozas el mapa para asegurarte de que está ahí y que no se ha caído en el descenso desde el helicóptero. Te sabes el camino de memoria. Lo has estudiado en las imagines satelitales una y otra vez. Tenías miedo de equivocarte y de joder a los que te iban a seguir así que lo aprendiste bien. De norte a sur por el wadi, al lado izquierdo del río por dos kilómetros. Después de la montaña con forma de tortuga hacia la izquierda. Hacia el este. Seis kilómetros más siguiendo el camino de cabras hasta ver las luces de la aldea. Conocías la ruta a la perfección sin haber estado ahí nunca. La tecnología es una maravilla te decías a ti mismo.

Pero en el wadi mientras caminabas solo olía a húmedo por la lluvia de hace unas horas. La tierra era barro y de cuando en cuando se te hacía difícil sacar los zapatos de su atolladero temporal. El peso de la m-4 en la parte derecha de tu cuerpo hacía que pierdas el equilibrio de a pocos. Te caías una y otra vez al igual que los otros seis que estaban atrás tuyo. Los escuchabas decir maldiciones despacito. Como si se las dijeran a sí mismos y los amabas por eso. Por como maldecían despacito. Por como te cuidaban la espalda. En las tierras altas el viento es muy frío  a las dos de la madrugada, incluso en verano. Hacía dos horas que el helicóptero los había dejado en ese embarradero y solo cinco minutos antes habías encontrado el camino de cabras con rumbo este. Y ahí estaba. El camino que atravesaba un terreno llano. Divisabas las colinas cercanas pero el horizonte estaba lejos, así que sabías que los seis kilómetros hasta la aldea no serían pan comido como te lo habías imaginado.

Tus compañeros se distanciaron los unos de los otros de manera automática. La visibilidad del doce por ciento le permitiría a cualquier persona a quince metros de distancia reconocer una silueta humana. Una unidad de siete hombres sería aún más fácil de distinguir. Diez metros entre combatiente y combatiente era lo usual en estos casos. Hiciste señales con las manos para que formen dos filas de tres cada una. Tú al medio y adelante. Intentando descifrar el terreno y  el camino de cabras que te llevaría a la aldea donde tu objetivo debería estar durmiendo junto a su esposa y a sus seis hijos.

Y pensaste en lo feliz que te hacia eso. Sí, el solo hecho de andar por la noche en medio de unas colinas en la zona más conflictiva del planeta. Y respirar el aire diáfano de las tierras altas. Sentir que los seis atrás tuyo morirían por ti como tú por cada uno de ellos. Y sentir una especie de riqueza inesperada debajo de la media luna en medio del medio oriente. Y te diste cuenta de que lo tienes todo y de que no necesitas nada más. La tienes a ella que en ese instante estaba durmiendo  y tú estabas velando su sueño. Tenías a tu familia lejos pero los tenías. Respirando y viviendo cada uno el misterio de su propia vida. Tenías a los que que te estaban cuidando la espalda. Los amabas porque no eras parte de ellos y ellos te habían aceptado como uno de los suyos y te habían hecho uno del grupo. Un lobo más de la manada.  Y ahora los comandabas en medio de un terreno llano, rumbo al objetivo que tanto daño había hecho y podía seguir haciendo si es que no terminaban con él por las buenas o por las malas. Y te diste cuenta de que eras feliz. Con un chaleco de un polímero especial que pesa dieciséis kilos más un vest de combate con la munición y el equipo que pesa doce, eras realmente feliz.

Y de pronto las luces de la aldea frente a ti. A lo lejos. Y ahora a recordar la navegación en terreno urbano para llegar a la casa del objetivo. A quinientos metros de la aldea se detienen. Llamas por radio y pides que reciban tu «Germania» la palabra clave para declarar tu posición específica. Esperas ordenes un minuto. Recibes por radio el «alef» permiso para proceder. Y comienzas a caminar y a introducirte en la aldea junto con tus hombres, con tus hermanos, formando una sola línea. Bien pegados a las paredes de un lado de la calle. Unos apuntando a las ventanas de al frente de la calle. El último apuntando hacia atrás. Tú hacia adelante intentando encontrar la casa. Debe de haber un árbol grande y un taxi desmantelado al lado norte de la misma. Ves el árbol. Ves el taxi. Te dices a ti mismo «Bingo». Tus hombres saben exactamente que hacer. Cuatro de ellos se dirigen a rodear el complejo para evitar fugas. Los otros tres contigo van a entrar y a combatir dentro si así se diera el caso. Los primeros en darse cuenta de que hay gente ajena son los perros. Ladran sin descanso. Algunas luces de algunas casas cercanas comienzan a encenderse. Entiendes que deben apurarse. Por radio informas «muki» en posición. Diez segundos después recibes el permiso para entrar. Revientas la puerta de una patada. Te encuentras la sala. Alfombras. Un televisor pantalla plana. Olor a comino y especias. Oyes gritos en la segunda planta. Son niños. Quizás mujeres. La adrenalina te bloquea y actúas por inercia. Haciendo lo que has hecho tantas veces. «Limpiar» el primer piso y luego despacio subir al segundo. Rogando de que no ruede una granada. Rogando de que todo termine en paz. Los gritos aumentan. En la segunda planta hay dos habitaciones del mismo tamaño. En una están todos los niños y la madre que los intenta proteger con su cuerpo mientras te mira con terror. Y tú solo le dices que no se mueva. «Wakef» le susurras en árabe. Uno de tus «hermanos» se queda con ella y con los niños en la habitación. Los otros dos te siguen hacia el dormitorio principal. Las sienes te explotan. El dedo en el gatillo. El cañón apuntando hacia adelante. Tu ojo en la mira telescópica. Entras al cuarto y ves un hombre gordo en pijama. Sentado en la cama y con las manos en alto. Le pides que se levante. Lo requisas. Tus hombres abren los cajones del velador. Un revolver Taurus brasilero descansa en una de las gavetas. Los perros del vecindario continúan su recital. La totalidad de luces de la aldea ya están encendidas. Ahora tú avisas por radio de que el paquete está listo para embalaje. Dos minutos después autos blindados se estacionan frente a la casa en la que te encuentras. El hombre con pijama esta amordazado y con una trapo en los ojos. Tiene unas esposas de plástico en las manos. No dice una palabra.

Suben todos a la «tortuga». Cierran las puertas y salen a toda marcha de la aldea. Se miran los unos a los otros con toda la pintura de camuflaje en la cara y las barbas crecidas. Sonríen y se felicitan. El «objetivo» está echado en el piso con la cara abajo. Lo miras y por segundo recuerdas esa sensación de felicidad que te invadía en el camino de cabras. Ya no existe. Ahora solo sientes una soledad y un vacío indescriptible.

Mi perro es feliz.

Mi perro es feliz. No tiene muchas cosas. Tiene una cama hecha de un cojín viejo. Tiene una cadena en el cuello. Tiene un collar anti pulgas. Tiene dos pelotas de tenis con las que juega y ahí termina su riqueza «material». Como lo dije antes: » Mi perro es feliz».

Yo quisiera ser feliz como él. Ver la vida con la simpleza e inocencia con la que él la mira. Vivir el momento sin pensar en lo que paso ayer ni en lo que va a pasar mañana. Sentirme feliz porque tengo un cojín viejo en el cual dormir. Comida en la mañana y en la noche. Tres salidas al día. Un contenedor con agua fresca y dos humanos que me quieren incondicionalmente.

Quizás últimamente he aprendido mucho de él. Así lo siento mientras escribo con él a mis pies. Siento que dormir la siesta como él lo hace no tiene nada de malo. Siento que jugar a cada rato y pasarla bien, como él lo pasa,  no tiene porque avergonzarme. Siento que se puede ser inmensamente feliz con el solo hecho de correr por la playa, zambulléndose de cuando en cuando. Sintiendo la arena bajo las patas desnudas. Sacudiendo la cola de un lado al otro mostrando lo que se siente en el corazón sin vergüenza. Sin temor. Sin que le importe lo que diga la gente u otros perros por lo feliz que es.

Y así quiero ser yo. Solamente como él. Viéndolo todo simple. Disfrutando de lo poco porque sé que es mucho. Amando sin condiciones a los que me aman.  Disfrutando de lo ligera. Amena y deliciosa que es la vida cuando uno se diluye en el momento. En el exquisito murmullo del instante. En el loco éxtasis de correr atrás de una bola como si la vida misma se te fuera en ello…

Criticando a los demás

El decidir tener menos no está relacionado específicamente con el hecho de tener «menos cosas». Tengo menos cosas que antes. Me siento bien con eso, pero no solo ahí termina el asunto.

Decidir tener menos está relacionado también con el hecho de deshacerte de lo que no importa (no necesariamente material) y concentrarte en lo que sí importa y en lo que sí vale. Decidir deshacerte, por ejemplo, de malos hábitos y actitudes (fumar, beber en exceso, mentir, criticar al resto, procrastinar, envidiar lo que tienen otros, comer en exceso y la lista puede ir hasta el infinito).

Poco a poco he ido trabajando en algunos malos hábitos que tengo o que he tenido. Me he deshecho de algunos y me estoy desprendiendo de otros de a poquitos y paso a paso. En este post quiero abordar uno de los hábitos que más daño me ha hecho y con el que más daño he hecho a la gente que me rodea. «El hábito de criticar al resto».

Nací y crecí en una sociedad en la que la crítica al resto es pan del día a día. Criticamos a los políticos día y noche, criticamos a la farándula tarde y mañana, criticamos a los deportistas las veinticuatro horas del día, criticamos a la gente por como se viste y por como se afeita, criticamos a las personas por como hablan o por como se peinan, criticamos por el sencillo hecho de criticar sin intentar aportar una solución al «problema» o a lo que pensamos que es un problema. Criticamos porque nos hace sentir bien hacerlo. Tirando al resto al piso con nuestras críticas nos sentimos mejor. Embarramos a todo el mundo con el barro de nuestra crítica y ahí si podemos sentirnos satisfechos de que todos estamos en el mismo lodazal.

Una sociedad «rajona». Eso es lo que somos en Lima. Para verlo tuve que alejarme del Perú casi diez años y vivir en el otro lado del mundo. La crítica existe en todos lados. Pero no la crítica virulenta que va en contra la persona misma. En otros lados se critican los actos de los políticos pero no se le critica al político en si mismo. Se critica el bajo rendimiento de un futbolista pero no se le hace un linchamiento mediático. Criticas las malas conductas de tu alumno pero buscas las razones por las cuales actúa de tal o cual manera. Criticas con consistencia y para mejorar.

El factor social influye en nuestra manera de pensar. La mayoría de gente de Lima que encuentro en el exterior critica mucho y de muy mala onda. Además de la influencia de la sociedad, está el mismo hecho de que criticar al resto nos hace sentir de puta madre. Hablar mal de fulano o de zutano nos hace sentir bien y nos hace entender de que no estamos «tan mal» en el escalafón social que existe en nuestras mentes. Criticamos, porque al menos por un instante, nos hace sentir excelente. Algo así como una piteada a un buen cigarro. Muy en el fondo de tu corazón sabes que está mal pero no puedes dejar de hacerlo. Es demasiado placentero y es de fácil acceso. Solo tienes que buscar una victima y «rajar» de ella o si eres un poco más valiente, criticarla directamente a la cara y decirle que su look no te parece, que su manera de pensar es un estupidez, que su manera de caminar o de bailar es la de un retardado mental.

Las críticas destructivas dañan. Eso lo he entendido a mis 28 o 29 años. Llevo casi tres años intentando no criticar a las personas. A veces suelo recaer y critico de mala onda a alguien. Aunque suelo arrepentirme al instante de lo que he hecho. Soy consciente de que no está bien y de que no sirve para nada. Es un mal hábito que esta desapareciendo en mí y doy gracias por ello.

«Las personas no van a ser como tú quieres. Las personas son como son.» Esas son dos premisas que debemos adoptar si es que queremos dejar de lado el hecho de criticar al resto. No podemos cambiar a la gente a nuestro gusto. No son mascotas y no necesariamente quieren hacer lo que nosotros queremos. Y tenemos que aceptarlo y aprender a vivir con ello.

La diversidad y la pluralidad de la gente es lo que al fin y al cabo enriquece las relaciones humanas. Dentro de una familia la gente puede (y debe) ser diferente. Los hijos no tienen porque ser copia de los padres. Son personas cada una con una individualidad y personalidad específica. Está en los padres y educadores entender donde terminan las críticas de aporte formativo para con los hijos y alumnos y donde comienzan las palabras que adormecen el desarrollo de la personalidad individual.

Criticar por criticar está mal. Criticar al otro porque no nos gusta como se ve o como habla está pésimo. Criticar a las espaldas de alguien es de cobardes. Aunque criticar frente a frente a alguien para intentar cambiar una conducta que te jode solo a ti y no le hace daño a nadie más, es un comportamiento netamente egoísta y destructivo para tu relación con esa persona.

Hay hábitos que estoy eliminando de mi vida. El criticar sin sentido es uno de ellos. Minimalizar hábitos dañinos es lo mejor que me ha podido pasar. Cada vez me siento mejor conmigo mismo entendiendo todo lo malo que tenía (y  tengo aún) dentro.

 

Año nuevo

Estoy empezando un nuevo año. Estamos empezando un nuevo año.

Espero que estos nuevos 365 días me ayuden a madurar más. A mejorar todo lo que pueda en la cosas que me importan y dejarme de interesar en las cosas que no.

Veo que la gente se pone propósitos a principio de año (como el que he escrito en el párrafo de arriba) y se se ha olvidado de los mismo al fin del mismo año. Veo que la gente considera a los años como si te tratasen de las páginas de un libro. Hay muchos que sienten que la página en la que están no es suficientemente buena. Hay muchos que quieren que la próxima página sea  mejor que la anterior y así sucesivamente página tras página. Cuando lo que al fin y al cabo importa es si te gustó el libro (en su totalidad o no).

La vida no se puede medir año a año como un libro no se puede medir por como van mejorando o empeorando las páginas a medida que la trama se desenvuelve. La vida es una sola. Fluye desde que naces hasta que mueres. Unos vivimos más. Algunos vivimos menos. Algunos vivimos mejor y otros peor. Aunque decir «mejor» o «peor» es meramente relativo al punto de vista desde el cual se mire.

Para mi, la vida es una buena historia. Algo así como Game Of Thrones. Hay personajes buenos (que no necesariamente son buenos) y malos (que no necesariamente son malos) muchos de los personajes mueren o desaparecen a medida que la historia se desenvuelve y en algún instante to  la saga en su conjunto termina.

Así que este dos mil catorce no he hecho ni voy a hacer propósitos de principio de año. Que salga lo que salga. Que fluya como fluya. Para mi siempre va a estar bien porque se que este libro algún día se va a terminar y el día que se termine va a ser lo último que lea.

Feliz año nuevo para los que les gusta la frase. Feliz vida para mi.