Olía a pasto húmedo. A tierra húmeda. A noche.
Porque fuera del aire diáfano de las tierras altas y de la media luna sobre tu cabeza no hay nada. Solo escuchas los pasos de tus compañeros atrás tuyo. Solo sientes el plástico del mapa en el bolsillo izquierdo de tu pantalón. El mismo pantalón que usas en las misiones que dan miedo. «Es el de la buena suerte» te dices. Rozas el mapa para asegurarte de que está ahí y que no se ha caído en el descenso desde el helicóptero. Te sabes el camino de memoria. Lo has estudiado en las imagines satelitales una y otra vez. Tenías miedo de equivocarte y de joder a los que te iban a seguir así que lo aprendiste bien. De norte a sur por el wadi, al lado izquierdo del río por dos kilómetros. Después de la montaña con forma de tortuga hacia la izquierda. Hacia el este. Seis kilómetros más siguiendo el camino de cabras hasta ver las luces de la aldea. Conocías la ruta a la perfección sin haber estado ahí nunca. La tecnología es una maravilla te decías a ti mismo.
Pero en el wadi mientras caminabas solo olía a húmedo por la lluvia de hace unas horas. La tierra era barro y de cuando en cuando se te hacía difícil sacar los zapatos de su atolladero temporal. El peso de la m-4 en la parte derecha de tu cuerpo hacía que pierdas el equilibrio de a pocos. Te caías una y otra vez al igual que los otros seis que estaban atrás tuyo. Los escuchabas decir maldiciones despacito. Como si se las dijeran a sí mismos y los amabas por eso. Por como maldecían despacito. Por como te cuidaban la espalda. En las tierras altas el viento es muy frío a las dos de la madrugada, incluso en verano. Hacía dos horas que el helicóptero los había dejado en ese embarradero y solo cinco minutos antes habías encontrado el camino de cabras con rumbo este. Y ahí estaba. El camino que atravesaba un terreno llano. Divisabas las colinas cercanas pero el horizonte estaba lejos, así que sabías que los seis kilómetros hasta la aldea no serían pan comido como te lo habías imaginado.
Tus compañeros se distanciaron los unos de los otros de manera automática. La visibilidad del doce por ciento le permitiría a cualquier persona a quince metros de distancia reconocer una silueta humana. Una unidad de siete hombres sería aún más fácil de distinguir. Diez metros entre combatiente y combatiente era lo usual en estos casos. Hiciste señales con las manos para que formen dos filas de tres cada una. Tú al medio y adelante. Intentando descifrar el terreno y el camino de cabras que te llevaría a la aldea donde tu objetivo debería estar durmiendo junto a su esposa y a sus seis hijos.
Y pensaste en lo feliz que te hacia eso. Sí, el solo hecho de andar por la noche en medio de unas colinas en la zona más conflictiva del planeta. Y respirar el aire diáfano de las tierras altas. Sentir que los seis atrás tuyo morirían por ti como tú por cada uno de ellos. Y sentir una especie de riqueza inesperada debajo de la media luna en medio del medio oriente. Y te diste cuenta de que lo tienes todo y de que no necesitas nada más. La tienes a ella que en ese instante estaba durmiendo y tú estabas velando su sueño. Tenías a tu familia lejos pero los tenías. Respirando y viviendo cada uno el misterio de su propia vida. Tenías a los que que te estaban cuidando la espalda. Los amabas porque no eras parte de ellos y ellos te habían aceptado como uno de los suyos y te habían hecho uno del grupo. Un lobo más de la manada. Y ahora los comandabas en medio de un terreno llano, rumbo al objetivo que tanto daño había hecho y podía seguir haciendo si es que no terminaban con él por las buenas o por las malas. Y te diste cuenta de que eras feliz. Con un chaleco de un polímero especial que pesa dieciséis kilos más un vest de combate con la munición y el equipo que pesa doce, eras realmente feliz.
Y de pronto las luces de la aldea frente a ti. A lo lejos. Y ahora a recordar la navegación en terreno urbano para llegar a la casa del objetivo. A quinientos metros de la aldea se detienen. Llamas por radio y pides que reciban tu «Germania» la palabra clave para declarar tu posición específica. Esperas ordenes un minuto. Recibes por radio el «alef» permiso para proceder. Y comienzas a caminar y a introducirte en la aldea junto con tus hombres, con tus hermanos, formando una sola línea. Bien pegados a las paredes de un lado de la calle. Unos apuntando a las ventanas de al frente de la calle. El último apuntando hacia atrás. Tú hacia adelante intentando encontrar la casa. Debe de haber un árbol grande y un taxi desmantelado al lado norte de la misma. Ves el árbol. Ves el taxi. Te dices a ti mismo «Bingo». Tus hombres saben exactamente que hacer. Cuatro de ellos se dirigen a rodear el complejo para evitar fugas. Los otros tres contigo van a entrar y a combatir dentro si así se diera el caso. Los primeros en darse cuenta de que hay gente ajena son los perros. Ladran sin descanso. Algunas luces de algunas casas cercanas comienzan a encenderse. Entiendes que deben apurarse. Por radio informas «muki» en posición. Diez segundos después recibes el permiso para entrar. Revientas la puerta de una patada. Te encuentras la sala. Alfombras. Un televisor pantalla plana. Olor a comino y especias. Oyes gritos en la segunda planta. Son niños. Quizás mujeres. La adrenalina te bloquea y actúas por inercia. Haciendo lo que has hecho tantas veces. «Limpiar» el primer piso y luego despacio subir al segundo. Rogando de que no ruede una granada. Rogando de que todo termine en paz. Los gritos aumentan. En la segunda planta hay dos habitaciones del mismo tamaño. En una están todos los niños y la madre que los intenta proteger con su cuerpo mientras te mira con terror. Y tú solo le dices que no se mueva. «Wakef» le susurras en árabe. Uno de tus «hermanos» se queda con ella y con los niños en la habitación. Los otros dos te siguen hacia el dormitorio principal. Las sienes te explotan. El dedo en el gatillo. El cañón apuntando hacia adelante. Tu ojo en la mira telescópica. Entras al cuarto y ves un hombre gordo en pijama. Sentado en la cama y con las manos en alto. Le pides que se levante. Lo requisas. Tus hombres abren los cajones del velador. Un revolver Taurus brasilero descansa en una de las gavetas. Los perros del vecindario continúan su recital. La totalidad de luces de la aldea ya están encendidas. Ahora tú avisas por radio de que el paquete está listo para embalaje. Dos minutos después autos blindados se estacionan frente a la casa en la que te encuentras. El hombre con pijama esta amordazado y con una trapo en los ojos. Tiene unas esposas de plástico en las manos. No dice una palabra.
Suben todos a la «tortuga». Cierran las puertas y salen a toda marcha de la aldea. Se miran los unos a los otros con toda la pintura de camuflaje en la cara y las barbas crecidas. Sonríen y se felicitan. El «objetivo» está echado en el piso con la cara abajo. Lo miras y por segundo recuerdas esa sensación de felicidad que te invadía en el camino de cabras. Ya no existe. Ahora solo sientes una soledad y un vacío indescriptible.