Hace unos años atrás me encontraba en el curso de paracaidismo táctico del ejercito. Estaba en la primera semana del mismo. «La semana de los simuladores» . Los simuladores de paracaidismo son torres de diferentes alturas desde las cuales saltas generando una sensación parecida a la que sentirías saltando de un avión (para ser sincero, no se parece absolutamente en nada). Comienzas saltando de unos pequeños andamios de dos metros de altura. Una vez que los instructores ven que has perdido el miedo al salto desde los dos metros, te pasan a un simulador de cinco metros de alto y así sucesivamente hasta que llegas a uno de unos quince metros. Para llegar al tope del mismo subes una escalera de caracol y cuando llegas a la parte más alta te encuentras con una estructura que tiene la forma de la parte interior de un avión Hércules con las puertas abiertas. Tomas asiento ahí junto a otros diez soldados. Esperan apretujados a que la luz verde del salto se encienda y comienzan a saltar uno por uno. Unos arneses y correas son los encargados de que no te desmadres abajo. Te deslizas por un conjunto de cables hasta un montículo que está a unos doscientos metros de distancia y «aterrizas» ahí.
Dentro del simulador hay un instructor que se encarga de velar la seguridad de los soldados (los arneses y correas deben estar ajustados a la perfección) Además de eso tiene el deber y la ardua tarea de convencer, a los soldados aterrorizados, a realizar el salto. Yo era uno de esos soldados aterrorizados.
Desde que recuerdo, siempre le he tenido terror a la altura. Digo terror porque lo mio sobrepasaba el simple miedo. Por circunstancias de la vida que no vale la pena enumerar, estaba yo sentado en el simulador de los quince metros. Había pasado con éxito las torres de dos metros de alto y las de cinco (con mucho miedo). Las de diez y las de doce no las había hecho porque una diarrea me tiró en la cama por dos días. Había logrado evadirlas pensando que podría evadir también la torre de quince metros. Pero cuando dijeron que la torre de quince metros era un pre- requisito para subir al avión tuve que levantarme de la cama, tomar un poco de agua, coger mi casco, salir de la carpa en la que estaba y caminar al bendito simulador que se veía a lo lejos. Mientras me acercaba, el miedo me invadía. Cuando llegué a la parte de abajo uno de los instructores me preguntó mi apellido. Se lo dije con voz bajita. Me miró con pena y me dijo: Tú subes en el próximo grupo. Esperé ahí mientras veía a los soldados que ya estaban arriba salir disparados del simulador. Algunos gritaban. Otros silenciosamente se deslizaban por los cables. Yo tenía miedo de cagarme encima y hacer el ridículo. Cuando comencé la subida por la escalera de caracol la boca se me seco. No podía pasar la saliva. Mis manos estaban heladas y mis piernas no respondían muy bien a lo que les mandaba a hacer (que era subir los benditos escalones). Cuando llegué a la parte más alta y miré hacia abajo parecía endemoniadamente más alto de lo que se veía de abajo arriba. Me senté en la banquita junto con los otros nueve soldados y esperé que el instructor haga su explicación. Una vez explicadas todas las normas de seguridad comenzó a ajustar los arneses de todos nosotros, cuando llegó a mí (que era el último) Sintió que estaba medio temblando y me preguntó si TODO estaba bien. Le expliqué que había tenido una diarrea de tres días y que al parecer estaba algo deshidratado. Asintió con la cabeza, volteó, apretó un botón y comenzó la cuenta regresiva de un minuto para el salto. Al terminar el tiempo el primer soldado saltó. Luego el segundo. Luego el tercero. Diez segundos después era mi turno y me congelé en la puerta de salida. No pude saltar al vacío y retrocedí.
«No puedo hacerlo» le dije.
Sonrío y me dijo «Todos pueden, ¿Sabes cuantas veces me encuentro con soldados que me dicen lo mismo? . Te estás bloqueando porque estás pensando demasiado en las consecuencias. En si el arnés está bien ajustado o no. En si las poleas están bien engrasadas o no. En si eres lo suficientemente valiente o no… Deja de pensar. Imagínate que eres un lobito»
«¿Qué?» le dije con sorpresa.
«Sí, un lobito ahora aúlla… auuu…»
«No voy a aullar…»
«¡Aúlla! es una puta orden…»
«Ok…Auu…»
«No,no. Más fuerte. ¡¡¡¡¡Auuuuuuuuuu!!!!!!»
«Auuuu»
«¡Más fuerte carajo!»
«¡¡¡¡¡¡¡¡Auuuuuuuuuuuuuuu!!!!!!!!»
«Así…una más»
«¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡Auuuuuuuuuuuuuuuuuuuu!!!!!!!!»
Terminando el grito sentí un pequeño empujoncito en mi hombro derecho y ya estaba volando fuera del simulador.
Años después y con la perspectiva que dan los años, he llegado a la conclusión de que que el sentimiento que más nos impide hacer cosas es el miedo. El miedo es capaz de retenerte en un solo sitio y evitar que te muevas buscando una solución. El miedo es capaz de evitar que vivas, que conozcas, que viajes, que intentes, que te enamores, que inviertas, que digas, que ames, que sueñes y que no hagas mil y un cosas más.
He pasado por un montón de tipos de miedo. Como el miedo físico (miedo a morir o a que me pase algo, como en los saltos de paracaidismo) o miedo emocional (miedo a no ser «alguien» o a quedarme solo). He aprendido que en gran parte el miedo es generado por los pensamientos acerca de las «supuestas» consecuencias de determinados actos. Pensamos. Pensamos. Pensamos. Mientras más pensamos, más nos paralizamos. Evaluamos no una, sino cien veces algo antes de hacerlo y si evaluamos TODAS las posibles consecuencias pues va a ser prácticamente imposible que nos decidamos a hacer algo.
Obviamente que no estoy dispuesto a hacer las cosas sin pensar. Hay que pensar lo que se está haciendo. Pero hay que entender que el pensar demasiado no es algo necesariamente «productivo» sino, más bien, alimenta los miedos de una manera brutal. Cuando en el salto el instructor me dijo que gritara como un lobito. Automáticamente dejé de pensar en las consecuencias del salto (después del curso de paracaidismo y de salir disparado de un avión diecinueve veces, pude hablar con los instructores del tema). Pensé netamente en lo estúpido que me veía haciendo «auuu». Era lo único que tenía en mente. Me daba risa y vergüenza al mismo tiempo. Mis pensamientos sobre mi miedo a la altura o sobre las consecuencias de caer al vacío desde quince metros de alto fueron automáticamente «suplantadas» por un simple pensamiento: «Auuuu…que cojudez estoy diciendo…» y una sonrisa. Un segundo después mi cuerpo estaba afuera del simulador. Los instructores saben (porque lo han estudiado) como cambiar la línea de pensamiento de un soldado. Entré con terror al simulador y salí del mismo con vergüenza y sonriendo (todo en menos de dos minutos). Eso me ha enseñado que el miedo es un sentimiento realmente manejable. Es algo con lo que se puede trabajar. Es algo a lo que se le puede engañar y hasta neutralizar. Hay que saber usar los atajos cerebrales que logran que dejemos de pensar tanto en TODAS esas «futuras supuestas consecuencias» de nuestros actos.
El miedo es un sentimiento que siempre va a estar presente en nuestras vidas pero hay que entender (como ya lo dije antes) que es maleable y manejable. Está en nuestras mentes. Nosotros lo hacemos crecer o disminuir. Somos nosotros los que podemos usar técnicas para engañarlo. Somos nosotros los que tenemos la capacidad de neutralizarlo. Observándonos a nosotros mismos. Observando al miedo como parte vital de nuestras existencias. Agarrándolo con las manos de la razón y poniéndolo en stand by por medio de nuestra capacidad para entender que la mayoría de miedos NO TIENEN RAZÓN DE SER o por medio de un lamentable aullido.