Uno de esos imaginativos habitantes

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Hace unos días he cumplido 34 años. Viendo todo lo que me han dado los 33, estoy bastante satisfecho.

Me ha tocado irme a una guerra.

Me ha tocado conocer el norte de Italia.

Me ha tocado ir a los EEUU a ver mi familia (a la cual no veía hace mucho).

Me ha tocado hacer las paces con unos.

Me ha tocado entender mejor y querer más a otros.

Puedo decir y sin mucho miedo a equivocarme que he crecido mucho este año que estoy dejando atrás. He visto algunas cosas muy feas y por otro lado algunas cosas muy hermosas. Y eso, en gran parte, me ha brindado la posibilidad de tomar una muy buena perspectiva de lo que es más importante para mí.

Hay momentos en los que me he sentido atascado en una rutina bastante parsimoniosa, pero viendo la lista completa de las cosas más increíbles que me tocó hacer este año (que no son, en absoluto, Todas las cosas que he hecho) puedo dar fé  que de parsimoniosa mi vida no tiene nada.

Viendo las cosas con una perspectiva prudente puedo decir que estoy felíz con el ser humano que soy. Con el primate algo inteligente que puede teclear unos carácteres en un teclado y expresar con un poco de claridad sus pequeñas e insignificantes ideas. Con el humanoide perteneciente a un grupo de casi siete billones  tan iguales a él y al mismo tiempo tan diferentes… Uno de esos imaginativos habitantes de aquel planeta azul  olvidado en el borde de unas las cientos de miles de millones de galaxias.

No me queda nada más que agradecer a todas las conjunciones físicas y químicas que se dieron para que yo esté aquí escribiendo estas palabras con treinta y cuatro años encima y las mismas que se dieron para que tú estés al otro lado de la pantalla, con la edad y ánimo que tengas en este preciso momento.

Gracias por estar ahí. Y por acompañarme un año más en esta simpática travesía a la que tú y yo conocemos como vida.

A cuatro mil metros de altura

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A más de cuatro mil metros de altura y con los Himalayas rodeándome con toda su magnitud, entro despacio a un templo budista. El aire es diáfano. Esta enrarecido por la falta de oxígeno. El hielo de las montañas más altas del mundo tiene un color azul oscuro. Pronto se tornará en naranja. No falta mucho para que salga el sol. El viento me hiela las partes descubiertas del cuerpo (manos y cara) y hace que me doble un poco. Me apoyo en el bastón de trekking y continuo la subida. Me siento pequeño, muy pequeño, rodeado de tanta inmensidad. Llego al templo budista resoplando. Llego buscando algún monje que tenga algo interesante que contarme. Que me tire, como quien no quiere la cosa, una frase de sabiduría que cambie mi vida. Me saco los zapatos y entro en el templo y veo un buda dorado sentado en posición de loto. Veo los murales pintados de colores muy vivos. Huele a incienso y a flores. Me gusta lo que veo, pero no veo un solo monje. Está todo vació de gente. Me pregunto que estarán haciendo los monjes a las cinco y media de la mañana. Quizás sigan durmiendo. Quizás estén practicando algo parados sobre una estaca. Quizás estén en una sesión de meditación profunda. O quizás estén desayunando y nada más.

Me ha tomado un buen tiempo de caminata llegar hasta ahí. Me levanté temprano aquella mañana. Salí del albergue y caminé montaña arriba. Deseoso de ver un templo budista en el medio de los Himalayas. Me encontré con muchos templos budistas en Katmandú pero esos no me parecían muy místicos. No me parecía que se podía encontrar «algo verdadero» en una ciudad tan cochina y desordenada. No, no, no. Tenía que ser en el corazón de las montañas. Así como pasaba en las películas de Kung fu antiguas. Así que una vez sentado en la puerta del templo a más de cuatro mil metros de altura, me pregunté con ahínco donde demonios estaba el monje que me «enseñaría algo esencial». Miré los banderines de colores flameando al viento. Atrás de ellos vi la cima del Annapurna tornarse roja y luego naranja. Parecía un dedo de ET gigante. Estaba amaneciendo y los monjes no aparecían. Salí del templo y me senté en las escaleras de la entrada. Me puse los zapatos de montaña y continué mirando la cadena de montañas encenderse en colores indescriptibles. Hacia mucho frío pero no me importó. Amaba estar ahí aunque los monjes me habían jugado una mala pasada con su inexistencia.

Esperé media hora y bajé hacia el albergue sin encontrarme con ninguna frase sabia que cambiase mi vida. No encontré «La verdad de las cosas» en las montañas. Como que no la encontré ni en Katmandú, ni en Tel Aviv, ni en Lima, ni en New York. Aunque pensándolo un poco mejor me di cuenta que «la verdad de las cosas», «mí verdad» la he encontrado en todos y en cada uno de los lugares en los que he estado y en todos y en cada uno de los días que he vivido.

He descubierto con casi 34 años encima que no tienes que subir a la cima del mundo para iluminarte o para recibir «una enseñanza que cambie tu vida». Aprendí mucho subiendo a los Himalayas y paseando por Nepal pero aprendí mucho y me descubrí mucho más en el colegio de mi barrio cuando era un muchacho de doce o trece años. Aprendí en las guerras que me tocó vivir. Aprendí con las caricias de mamá y las palabras de papá. He aprendido cada día de mi vida cosas impresionantes. He aprendido sin pausa y sin demora. A cada instante y en cada momento. Así como ha pasado conmigo, ha pasado contigo y con cada uno de nosotros. A veces solo tenemos que darnos cuenta de que esperamos encontrar «ese algo» en «ese determinado lugar» y en «esa determinada situación» cuando todo lo que somos y sabemos es todo lo que «hemos vivido hasta este preciso y exacto momento».

Anda a saltar en paracaídas

 

Ejercicio conjunto de fuerzas combinadas en la península de Sinai en Egipto. Paracaidístas de 20 países se dedicaron a hacer sucesivos saltos militares…

Todos tenemos miedo. Miedo a los años. Miedo a la vejez. Miedo a la enfermedad. Miedo al que diran. Miedo al mañana. Miedo a lo desconocido. Miedo a la complejidad de la vida. Pero todos y cada uno de esos miedos se pueden y se deben vencer. Cada vez que se me cruza un nuevo miedo por el camino, lo primero que hago es detectarlo y luego lo agarro de los cojones. No le doy demasiado tiempo de vida (no lo dejo crecer) y trato de dominarlo. Al fin y al cabo he saltado de un avión en movimiento más de una vez.

Hay momentos de inmenso aprendizaje.

Si tenemos bien abiertos los oídos y los ojos, solemos aprender mucho en cada instante de la vida. Pero cuando me refiero que hay momentos de inmenso aprendizaje, quiero decir que hay situaciones, tiempos, actividades que nos instruyen mucho más en mucho menos tiempo. Una de esas épocas para mí, fue cuando estuve en el entrenamiento avanzado de infantería en el ejército de Israel.

Está demás contarte todo lo que aprendí ahí. Salvo decirte la más valiosa de las lecciones que saque:

Puedo hacer todo lo que me proponga.

Creo que hasta que me vi parado frente a la puerta de un avión del cual debía saltar al vacío, se podría decir que no era de las personas que confiaran demasiado en sí mismos. Era más bien bastante desconfiado de mí. Sentía y sabía que cada vez que me habia propuesto algo no lo había llevado a buen puerto. No lo había concluido. No lo había materializado como debía.

Pero ahí estaba el vacío. Ahí estaba el avión y ahí estaba yo. Y en un instante me encontré enfrentándome a la madre de todas mis fobias (mi miedo a la altura) y mientras el viento me removía los párpados y los motores del Hércules me ensordecian hasta atontarme, dí el paso… Un mil, dos mil, tres mil, cuatro mil: Paracaídas en mi cabeza. El silencio. El avión volando, ya, a lo lejos. Más paracaidístas saliendo de sus entrañas. El sol en el desierto. El mar reflejando el cielo. La tierra que se acerca despacio, muy despacio. La adrenalina que me empuja a gritar de emoción, después de hacer lo que nunca pensé hacer. Mis botas marrones colgando al vacío. Mi vida se transformó en aquel instante…

Si podía salir eyectado de un avión a las seis y media de la mañana a cuatrocientos kilómetros por hora, podría hacer cualquier cosa. Lo supe inmediatamente. Fui consciente de eso por primera vez en mi vida y lo sigo siendo hoy.

Sé que quizás no le tengas miedo a la altura y que para ti saltar desde un avión en movimiento sea cosa de niños. Pero, para mí, hacerlo fue uno de los hitos en mi existencia. Significó enfrentarme al más grande de mis temores y vencerlo. Todos le tenemos miedo a algo. Yo tuve la oportunidad de derrotar al mayor de mis miedos, después de haberlo visto a los ojos, después de haberlo saboreado, después de haber casi no dormido la noche anterior pensando en lo que me deparaba la mañana siguiente. Y después de haber sufrido gracias a él, toda mi vida.

Después de muchos saltos más, puedo decirte que le sigo teniendo un miedo terrorífico a la altura. Eso no ha cambiado en absoluto. Pero lo que sí ha cambiado es que ahora confío mucho más en mí. En que sé como voy a reaccionar en determinada circunstancia. En que además de los factores externos a los que me vea expuestos, gran parte de mi éxito o mi fracaso en una u otra empresa, lo debo netamente a lo que yo haga. A lo que yo ponga y a la cantidad de recursos propios que dedique.

En aquella época aprendí a confiar en mí. A confiar en la persona que soy. Aprendí que, al igual que muchas otras personas, soy capaz de hacer cosas increíbles.

Para vencer a tus miedos, lo primero que puedes hacer (es lo que sirvió para mí) es coger al miedo más grande que tengas y comértelo. Una vez que lo hayas hecho, el resto es pan comido. Sé que suena simplista. Pero es así de simple. El peor de los miedos siempre es el más difícil de vencer pero una vez que lo hayas vencido vas a sentir que nada puede contigo. El resto de miedos son cachorros de lobo una vez que hayas matado al mismo.

Recapitulando:

  • Reconoce al más grande de tus miedos.
  • Sal a enfrentarlo.

Ejemplos:

  • Tienes miedo a la altura? Regalate  un salto en paracaídas o en parapente.
  • Tienes miedo a hablar en público? Levántate y habla delante de todos así se te seque la garganta.
  • Tienes miedo de hablarle a las chicas? Hablales y ya.

Créeme que en todos estos casos es muy poco probable que te pase algo malo. Y eso es lo que tenemos que entender. Nuestro miedo existe porque estamos predispuestos de manera negativa a lo que nos vaya a suceder después de hacer la actividad a la cual le tenemos miedo. En otras palabras, nuestro miedo es una idea bastante ilusoria de lo que podría sucedernos en caso hagamos tal o cual actividad.

En el caso del salto en paracaídas. Piensas que este no se va a abrir cuando las pruebas y las estadísticas dicen que es más seguro saltar en paracaídas que caminar por la ciudad de Lima.

En el caso de hablar en público. Lo máximo que puede pasar ese que alguien bostece en tu discurso.

En el caso de las chicas. Créeme que van a tomar mucho mejor que les hables a que no lo hagas.

Utilice estos tres ejemplos porque precisamente el no poder hablar en público o no ser muy social con el sexo opuesto eran unos de mis miedos más arraigados. Pero como ya te conté antes. Una vez que me comí al mayor de todos, el restos se fueron cayendo por su propio peso.

Mi consejo es:

Sáltale a los miedos a la yugular. 

No lo hagas de a poquitos, como en otras cosas o hábitos que hemos aprendido. A los miedos hay que atacarlos rápido y sin pensar demasiado. Estrategia de la guerra relámpago. No por etapas, no despacito. Una bomba nuclear directo al corazón y punto.

Así que si eres como yo que no podía subir a un tercer piso sin sentir vértigo, te recomiendo encarecidamente que te vayas a saltar en paracaídas.

Ni te imaginas como te va a cambiar la vida.