
Hace un tiempo escribí sobre el miedo que le tenía a los golpes cuando era un niño. No me refiero a los golpes de la vida ni del destino. Hablo de los golpes que me propinaban los niños más grande en el colegio.
A algún miembro de mi familia se le ocurrió la grandiosa idea de inscribirme en clases de Karate para que así pudiese desarrollar una destreza de ninja a la hora que el gordo Pepe, del segundo grado de `primaria, se quisiese pasar de vivo conmigo.
Las clases de Karate no dieron muchos resultados. Porque después de unas cuantas lecciones les agarre terror. Les agarré terror porque me dolía que los otros niños me dieran de puños. Me dolía que el resto de niños se burlasen de mis descoordinados y mal hechos movimientos. Nunca me aprendí ni un solo Kata. Solo sufrí penurias y vergüenzas dándomela de Ralph Macchio en Karate Kid.
Obviamente crecí. y descubrí que los dolores más grandes de la vida no están en los puños de tus enemigos. Están a veces en las malas acciones de la gente que te rodea. A veces gente a la que quieres o a la que aprecias. Están en las palabras mal dichas. Están en las traiciones. Están en todas esas cosas raras que le empiezan a suceder a la gente una vez que se hace adulta.
El dolor que me causaban las peleas pasó a un segundo plano. Si tengo que elegir que me traicionen o que me peguen un buen puñetazo en la nariz. Créeme si te digo que prefiero el puño de Tayson dándome en la cara. Y así de tanto entender que hay dolores en esta vida mil veces peores de los que te pueden causar unos simples nudillos y gracias al tiempo y la voz de la experiencia, le perdí el miedo a la lucha cuerpo a cuerpo.
Rememoré todo el rollo de mi pasado para que entiendas el contexto en el que me vi envuelto ayer. Ayer estaba en un sótano en el centro de Tel Aviv entrenando. Entrené con los sacos. Les pegué buenas patadas y puñetes. Hice algo de estiramientos. Le tiré infinitos puños al aire y me preparé para mi pelea de la noche. No era realmente una pelea, sino dos.
Mi primer contrincante fue un polaco de unos cuarenta años. Pesaba 85 kilos (yo peso 87). Podría decirse que somos algo así como pesos pesados. El polaco me tenía algo de miedo. Había trabajado conmigo en el pasado y sabe que suelo ser medio rarillo cuando me enojo (créeme que casi nunca me enojo, pero cuando lo hago no soy la persona más idónea para estar al lado de nadie). Empezó la pelea de tres rounds. Cada uno de minuto y medio. Nos miramos a los ojos. Al hacerlo yo sabía que tenía la pelea ganada. Fui a por ello con todas mis ganas y después de ganchos de derecha, de izquierda, rectos, de costado a los riñones, patadas a las costillas, a la parte interior de los muslos, pasados cuatro minutos y medio que parecieron una eternidad gané. El polaco quedo reventado y yo casi casi sin daño alguno. Me sentí como Napoleon… En sus mejores épocas.
Me dieron un par de minutos de descanso y debía comenzar con mi segunda lucha. Frente a mí se paro Dima. Un endeble mozalbete ruso de diecisiete años y 70 kilos de peso. Me dio lástima verlo. No creo que lo haya subestimado, pero sí sentí un cierto amor paternal. Algo así como: Pobre chiquillo, si sus padres lo hubiesen educado mejor, no estaría en este sótano apestoso frente a mí en estos momentos. Vi sus brazos delgados acercarse a los míos para hacerme la seña de compañerísmo. Le toqué los guantes con los míos y comenzó la pelea.
Dima saco una patada con la pierna derecha en menos de diez milisegundos y yo la asimilé en las costillas de mi lado izquierdo. En un microinstante pensé que se me habían fracturado por lo menos un par de ellas. Además todo el aire que había inhalado un segundo antes estaba afuera completamente, ya que mis pobres pulmones recibieron la conmoción de su vida. Cuando entendí que podía seguir luchando un segundo después, recibí un vendaval de golpes que según mi lógica, algo dañada por el estrés y el dolor, no eran posibles.
Recibí demasiado castigo. Lo recibí tanto que implore que el tiempo se pasase rápido. En esos momentos puedes filosofar mucho. Recuerdo haberme acordado de Einstein y de la teoría de la relatividad y de como el tiempo fluye de manera diferente dependiendo de la velocidad y del campo gravitatorio al que estás expuesto. Recuerdo también haber recibido golpes en las sienes mientras me tapaba la cara para que no se me salga algún diente o para que mi hermosa nariz no termine hecha una S. Recuerdo haber sido el hombre más feliz del mundo cuando terminé el primer Round (me encanta apreciar las pequeñas cosas de la vida). Me sentí como Napoleón… en su peor época.
Después de treinta segundos estabamos peleando de nuevo. Dima me había pegado en el primer Round lo que no me habían pegado en un año entero. Pero en el segundo, no dejaría que me hiciese lo mismo. No lo hizo. Entró decidido a noquearme y me dio más fuerte que antes. La conmoción mental del primer asalto ya se me había pasado un poco y pese a que Dima me pateaba y puñeteaba a su antojo cual saco de papas, aguanté bastante bien el segundo. Entendí que su punto fuerte eran las patadas más que los puñetes y me fui al descanso.
En el tercer Round me sentí muy bien al haber interpretado tan bien a Dima. Cuando le acortaba las distancias y no podía patear, no tenía mucho que ofrecer. Sus puñetes eran algo debiluchos. Al menos, asimilables. Pegándome a él conseguí conectarle un recital de puños en los riñones, tres o cuatro en la boca del estomago y dos buenos ganchos en la mandíbula. No cayo, pero no terminó muy feliz el asalto.
Al final, ganó Dima (conecto mucho más que yo en la cuenta acumulada). Era obvio y era lo justo. Aunque haya escrito más arriba que no me confié en demasía. Estoy casi seguro que si hubiese ido con una mente más humilde, Dima no me hubiese despedazado el primer Round.
Me sorprende que los puñetes en sótanos hayan pasado a formar parte de mi vida y que sea algo que me gusta tanto. Me parece increíble lo mucho que puedes aprender de ti mismo y de los demás cuando combates contra ellos de la manera más primigenia que conoce el hombre. Por medio de la fuerza.
Dima no tenía el cuerpo ni el peso ni la fuerza para vencerme. Pero entro con una actitud ganadora y valiente y me reventó en el primer Round.
Yo caí en manos del orgullo y recibí una linda sorpresa. Tuve la fuerza física y mental de sobreponerme a la misma. Pero no pude remontar el daño que mi propio orgullo me había ocasionado.
Ahora estoy en casa. Sintiendo la magnitud de los combates de ayer en mi cuerpo. Y acordándome de Dima cada vez que mis costillas se mueven de arriba hacia abajo, o mejor dicho, cada vez que respiro.