Gente del este

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Atardecer en Tel Aviv-Yaffo

La gente del este es alegre. Canta canciones con tambor.

Canciones con letras dulces y no profundas.

Canciones en las que la voz gutural del cantante pasea por los altos. Recitando acerca del amor por alguna «muñeca».

No me cae bien la gente del este.

Tienen una filosofía que no concuerda con la mía. Son demasiado cálidos. Son demasiado dulces. Son demasiado gritones. Les gusta exhibir lo que tienen. Les gusta ponerse marcas como Armani o Versace. Manejar BMWs o Mercedes Benz.

Yo soy un minimalista. Me gustan las camisetas sin logotipos. No soy escandaloso. Escribo. Fotografío. Hago ejercicio porque me gusta un poquito el dolor. Duermo siesta. A veces escucho Chopin.

Vivo en un país del medio oriente. La mayoría de gente aquí es gente del este. Muchos bailan con las manos en alto.

A mí no me gusta alzar las manos. Tampoco me gusta bailar.

Pero la vida es así. A veces vivimos con los que no nos gustan. Algunos le llaman a eso sociedad moderna. Antes si eras persa matabas a los griegos o los hacías tus esclavos. Ahora tenemos que vivir juntos persas. Neozelandeces. Sudamericanos. Espartanos y celtas. A eso le llaman globalización.

Pues nací en el momento idóneo para ver al tipo del auto de al lado gritar una canción de Omer Adam (si no lo conoces, no hagas el esfuerzo por hacerlo) mientras viste una camiseta Versace y usa unos Ray Ban azules. En mi pequeño Hyundai escucho los Red Hot Chili Peppers. Y juntos los dos, nos entremezclados en el ruidoso y caluroso tráfico de Tel Aviv. Cada uno hacia su vida. Hacia su propia música .

#cuentos

En la reserva

Yo y la Negev. La ametralladora que nunca quise pero que termino siendo mi mejor amiga.
Yo y la Negev. La ametralladora que nunca quise pero que termino siendo mi mejor amiga.

Según las leyes israelíes un soldado retirado del servicio activo puede ser llamado a la reserva después, de como mínimo, un año.

A mi me llegó la carta al mes de retirado.

Podía decirles que no quería ir. Que ya estaba bueno. Que se esperaran otros once meses más antes de joderme. Pero no lo hice. Recibí la carta con el sello de צהל (IDF) en el sobre y no pude decir que no. Así que me presenté en el lugar indicado. En la fecha indicada. A la hora indicada.

La invitación era en una base de entrenamiento en la zona de Kiriat Gat. Llegué con mi uniforme planchado y mis botas lustradas. Le informé a unos soldados que venía a presentarme al servicio de reserva. Los soldados me miraron y sonrieron. Me dijeron que me siente por ahí. La cita era a las 900. Yo había llegado una hora antes, a las 800. Estaba solo en un hangar sin aire acondicionado. Llevando una mochila grande con las cosas que necesitaría para mi mes de servicio. Esperé.

A las 10 de la mañana empezaron a llegar otros soldados. Muchos de ellos desarreglados y con las camisas fuera de los pantalones. Nadie tomaba asistencia y a nadie le importaba mi presencia. Apareció una secretaria del servicio activo y me dijo: ¿Quién eres? Soy Casaretto dije. ¿Casa..que? preguntó asombrada. Casaretto: Se escribe Kuf, Sameh, Reish Tet, Vav: קסרטו, lo repetí despacio para que lo entienda. Que raro tu apellido, me dijo con una mirada de sorpresa, una de esas que solo se tienen a los dieciocho años. Es italiano, le dije. Ah… ¿Y tú eres de Italia? me preguntó. No, no soy de Italia. Soy de Perú. No entiendo nada, me dijo. Llena tu nombre aquí. Este es tu seguro de vida. Lo puedes repartir entre la gente que quieras. ¿Cuanto es? le pregunté. Un millón de shekels (Unos doscientos cincuenta mil dólares). Oh no  está mal, le dije… Debes morir antes para cobrarlo, me dijo sonriendo. Llené el formulario y puse el nombre de mi esposa solamente. Si me había aguantado tanto tiempo, se lo merecía. Ahora solo me quedaba morir.

Nadie impartía ordenes. Los oficiales se veían más cansados que los soldados. Yo era el único soldado de los cien que ya estábamos ahí que tenía el uniforme planchado. Todos se veían como después de un combate. Yo me veía como antes de uno. Por ende cuando el jefe de logística de la unidad entró en el hangar donde estábamos y miró a todos lados, se fijo en mí y me dijo: Tú, el nuevo, ven aquí.

Fui, como no.

Vamos a la armería, me dijo. Lo seguí. Sería mentir si digo que aquel jefe de logística estaba menos limpio que yo. Se veía pulcro con un uniforme nuevo y planchado. Me dio gusto ver a alguien que realmente parecía un soldado dentro de toda esa sarta de descuidados y agotados dizque reservistas.

Vas a firmar por un fusil M-4 con mira telescópica Trijicon. Me dijo sonriendo. Le respondí Ok.

Además de eso vas a firmar por una ametralladora ligera Negev. Esa va a ser tu arma en combate en terreno abierto o cuando salgamos de operativo. Lo repitió despacio y sin una sonrisa.

Mira, no puedo firmar por una Negev porque cuando he estado en actividad he sido francotirador. Soy un experto en la M-24 o en la Barrett 0.5. No sé nada de ametralladoras ligeras. No es lo mío. Le dije pasando saliva.

Si has estado algún día en algún ejercito y tienes un arma, tu arma, sabrás que es difícil cambiarla por otra. Si te dicen que te pases a otra arma, a una que no tiene nada que ver contigo, es prácticamente un insulto. Un trauma. Una petición inaudita. Algo que no se dice ni se hace. Una mentada de madre en el mejor de los casos.

Más aún si eres un francotirador y todo lo que te enseñaron en un curso de un año va a quedar en desuso. Cosas  como las fórmulas para  calcular los vientos y las distancias. O como hacer una aproximación sin ser visto. O como observar el terreno y encontrar el punto más propicio para emplazarse. O como tomarse las cosas con calma. Sin desesperarse. Esperando que el blanco aparezca. Tu mira está ya equilibrada. El objetivo aparece. Aguantas la respiración. Tu pareja confirma el blanco y te dice: fuego. Disparas. El blanco cae. Sigues la ruta de evasión planeada. Llegas al punto de extracción. Regresas a la base. Te tomas una ducha caliente. Te quitas la pintura de la cara. Vas al comedor y comes huevos duros fríos y yogur. Vas a tu cuarto. Limpias tu arma. Le haces una X pequeña con tu navaja Letherman. Uno más para tu cuenta. Limpias el arma. Te metes a tu cama. Huele a sudor aquel cuarto pese a que el aire acondicionado está a full. Te duermes. Sueñas con casa.

Mira, me importa un rábano si te crees David Crocket y te gusta cazar conejos. Me dijo con cara seria el jefe de logística. Vas a tomar la Negev. Vas a salir a un curso de cuatro días y vas a volver hecho un monstruo en ella. Vas a disparar 18 tiros por segundo. Vas a poder cortar un árbol si te da la gana…Vas a ser indestructible…

Firme por la M-4 y por la Negev. La Negev me parecía un bicho raro. Un perro chusco. Iba en contra de todo lo que había aprendido. Era la cantidad sobre la calidad. Era la fuerza de destrucción de mil balas por minuto en contra de la delicadeza y la elegancia de una bala por día.

Después de cuatro días de curso. Regresé hecho un monstruo y podía cortar un árbol con balas.

La Negev como buen perro chusco se había ganado mi cariño y mi respeto.

Cuatro días después estaba en Nablus, en los territorios palestinos. Cuando llegué me di cuenta que todos ya habían metido sus camisas y parecían una unidad de combate común y corriente desplegada en una zona de combate. Cuando entré en el comedor me hicieron espacio en una de las mesas. Un tipo de mi edad, algo calvo me dijo: Ven siéntate acá. Eres el nuevo «destructor» de la unidad ah? Bueno, en verdad soy francotirador. Esa es mi especialidad. Lo dije con nostalgia. En la reserva eso no importa. Acá todos hacemos de todo. Me dijo mientras masticaba un pedazo de pan.

Me tocaría pelear en dos guerras con mi unidad de reservistas. Pero para eso faltarían un par de años más. Mientras tanto volvería a casa como el resto de soldados. Ellos volverían a ser abogados, médicos, guías de turismo o cocineros. Yo volvería a mi oficina y mi trabajo en seguridad. Nos encontraríamos en el mismo hangar la próxima vez con las camisas afuera y los zapatos sin lustrar.

Una noche.

No tengo como contar este cuento sin reírme de mí mismo. Es cierto que reírse de uno mismo es una buena terapia. Para mí suele ser algo, a veces, vergonzoso. Pero es que no me queda de otra cuando recuerdo lo que pasó en el desierto una noche del 2005. Quizás era Agosto o Quizás Setiembre. No lo sé. Era verano y pese a que en el día podías hornear un pan con solo dejarlo en el patio, en la noche podías llegar a sentir un frío que calaba hasta lo más recóndito de tu ser. Un frío que se adueñaba de tus pensamientos. De tus sentimientos y lentamente y poco a poco, te quebraba.

Aquella noche estaba haciendo la guardia de Mahazin (El que escucha). Mi trabajo era velar el sueño de mis compañeros mientras escuchaba la radio. El único problema era que no entendía nada de lo que decían en la radio. No sabía hablar hebreo. La radio MQ-64 de la época de la guerra de Vietnam no era, vamos a decirlo así, reproductora de sonidos de alta fidelidad. Para mí todo sonaba she she she raaa raaa raaa. Pero era el ejercito de Israel a nadie le importaba demasiado mis capacidades comunicativas.

Estaba sentado en un mojón de cemento. Con uniforme de combate y con sandalias al mismo tiempo. Un día antes habíamos regresado de una caminata de más de 40 kilómetros y los zapatos militares me habían destrozado los pies. El médico de la base me dio un permiso para usar sandalias por dos días. Fue delicioso. Lo recuerdo hasta hoy.

Recuerdo que había una mesa. En la mesa nos dejaban fruta para que los soldados hambrientos que se levantaran en medio de la noche tuviesen algo que comer. La fruta no era muy fresca. Por no decir que la mayoría estaba podrida. No podía ser muy diferente con las temperaturas de la mañana de más de cuarenta grados. Eran las dos de la mañana y hacía frío. Me dolían los pies en sandalias por el frío y comencé a odiar al Doctor que me había dado el permiso para usarlas. La caja de frutas estaba ahí a mi lado. Habían plátanos negros.  Habían un par de manzanas. Había un melón aguachento que olía a vinagre.

El olor del desierto de noche es algo que no se puede poner en palabras. Solo huele a él. Quizás a eso huele la soledad. Eso no lo sé, ya que nunca he estado realmente solo. Las frutas olían a vinagre balsámico. Sabía que estaban mal pero tenía hambre y mi estomago rugía. Quizás el frío me dio más hambre. Quizás el hecho de estar sentado en un mojón de cemento escuchando a una radio vieja sin entender nada, despertó en mí el apetito. De pronto me acordé de todo el peso que había perdido en los últimos meses (más de 10 kilos) y me dio más hambre. Miré hacia la caja de fruta y babeé. Me levanté y caminé haciendo ruido con mis sandalias  destruyendo el silencio perpetuo de la noche. Miré la fruta y lo único comestible por ahí era una manzana verde. De esas ácidas. Se veía más o menos comestible y poco a poco bajo una noche de luna llena me fui enamorando de ella. Cuando fui a tomarla sentí que algo se movía por debajo de ella. Salté hacia atrás y de una manera instintiva apunté con mi M-4 a la caja de fruta. Apunté como si el ejercito Iraki estuviese debajo de la misma, moviéndose con premura. Apunté como si un terrorista suicida se estuviera escondiendo entre los plátanos y por un pelo, no disparé.

Toqué la manzana con el cañón del fusil. Unos ojos rojos me miraron sin miedo. Supongo que aquellos ojos veían el terror en los míos. Una cola larga y pelada estaba enrollada en la esquina de la caja y de pronto emergió de las profundidades de la misma la más monstruosa rata que había visto jamás. Nadie me había explicado ni entrenado acerca de como reaccionar en esa situación. Sabía que no podía meterle un tiro a una rata parada en dos patas mirándome con ojos de pocos amigos y sacando sus dientes perla de la boca. Sabía que un tiro en esa zona del mundo podría causar la tercera guerra mundial si es que se hacía en el momento y en el lugar inadecuado. Jalé la manzana con el cañón hacia mí. Pensé en lavarla con jabón. No dejaría que una rata miserable impida que sacié mi hambre. Pero cuando la manzana empezó a rodar hacia mí la rata la jaló hacia ella y me di cuenta que aquella rata no me tenía el más mínimo miedo. Es más, sentí que me despreciaba. Y que consideraba que aquella única fruta comestible de la noche sería de ella y no mía.

Yo había pasado innumerables suplicios para llegar hasta ese punto del entrenamiento. Quería ser un héroe y para ser uno, me debía comportar como uno. No me dejé amedrentar y jalé la manzana hacia a mí nuevamente. La rata la jalo hacia ella y así forcejeamos un par de minutos. Tiro yo, tira ella, tiro yo, tira ella. Le podía meter el cañón del fusil en la cabeza y hacerla huir, pero eso iba en contra de mi estúpido sentido del honor. Un honor que hasta ese punto me había puesto  en esa precisa situación. Sirviendo en un ejercito para ser aceptado como uno de los suyos. Arriesgando el pellejo para ser parte de. Pero eso es ya otra historia. La rata tenía hambre y quería mi manzana. Yo tenía hambre y quería la manzana de la rata.

Me saqué la sandalia izquierda y se la tire. La rata huyó sin premura. Sencilla y llanamente se dio cuenta que yo era más fuerte que ella y se fue con la mirada esa de que quizás perdió la batalla pero no la guerra. Vi su cola deslizándose en el piso de cemento, mientras se introducía despacio y sin premura en el desierto infinito. Se sumergió en el silencio profundo de la noche. Roto solo de cuando en cuando por una radio superviviente de mil guerras pasadas y por el sonido que hacían los chacales.

Tomé la manzana y me fui al baño. Le eché jabón dana. Una especie de jabón que se usa en el ejercito para limpiar inodoros, lavarte las manos, bañarte, desinfectar heridas, limpiar los suelos y, como no, desinfectar comida que ha estado en contacto con roedores. Le metí un buen mordisco y sentí su acidez deliciosa.

A cuatro mil metros de altura

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A más de cuatro mil metros de altura y con los Himalayas rodeándome con toda su magnitud, entro despacio a un templo budista. El aire es diáfano. Esta enrarecido por la falta de oxígeno. El hielo de las montañas más altas del mundo tiene un color azul oscuro. Pronto se tornará en naranja. No falta mucho para que salga el sol. El viento me hiela las partes descubiertas del cuerpo (manos y cara) y hace que me doble un poco. Me apoyo en el bastón de trekking y continuo la subida. Me siento pequeño, muy pequeño, rodeado de tanta inmensidad. Llego al templo budista resoplando. Llego buscando algún monje que tenga algo interesante que contarme. Que me tire, como quien no quiere la cosa, una frase de sabiduría que cambie mi vida. Me saco los zapatos y entro en el templo y veo un buda dorado sentado en posición de loto. Veo los murales pintados de colores muy vivos. Huele a incienso y a flores. Me gusta lo que veo, pero no veo un solo monje. Está todo vació de gente. Me pregunto que estarán haciendo los monjes a las cinco y media de la mañana. Quizás sigan durmiendo. Quizás estén practicando algo parados sobre una estaca. Quizás estén en una sesión de meditación profunda. O quizás estén desayunando y nada más.

Me ha tomado un buen tiempo de caminata llegar hasta ahí. Me levanté temprano aquella mañana. Salí del albergue y caminé montaña arriba. Deseoso de ver un templo budista en el medio de los Himalayas. Me encontré con muchos templos budistas en Katmandú pero esos no me parecían muy místicos. No me parecía que se podía encontrar «algo verdadero» en una ciudad tan cochina y desordenada. No, no, no. Tenía que ser en el corazón de las montañas. Así como pasaba en las películas de Kung fu antiguas. Así que una vez sentado en la puerta del templo a más de cuatro mil metros de altura, me pregunté con ahínco donde demonios estaba el monje que me «enseñaría algo esencial». Miré los banderines de colores flameando al viento. Atrás de ellos vi la cima del Annapurna tornarse roja y luego naranja. Parecía un dedo de ET gigante. Estaba amaneciendo y los monjes no aparecían. Salí del templo y me senté en las escaleras de la entrada. Me puse los zapatos de montaña y continué mirando la cadena de montañas encenderse en colores indescriptibles. Hacia mucho frío pero no me importó. Amaba estar ahí aunque los monjes me habían jugado una mala pasada con su inexistencia.

Esperé media hora y bajé hacia el albergue sin encontrarme con ninguna frase sabia que cambiase mi vida. No encontré «La verdad de las cosas» en las montañas. Como que no la encontré ni en Katmandú, ni en Tel Aviv, ni en Lima, ni en New York. Aunque pensándolo un poco mejor me di cuenta que «la verdad de las cosas», «mí verdad» la he encontrado en todos y en cada uno de los lugares en los que he estado y en todos y en cada uno de los días que he vivido.

He descubierto con casi 34 años encima que no tienes que subir a la cima del mundo para iluminarte o para recibir «una enseñanza que cambie tu vida». Aprendí mucho subiendo a los Himalayas y paseando por Nepal pero aprendí mucho y me descubrí mucho más en el colegio de mi barrio cuando era un muchacho de doce o trece años. Aprendí en las guerras que me tocó vivir. Aprendí con las caricias de mamá y las palabras de papá. He aprendido cada día de mi vida cosas impresionantes. He aprendido sin pausa y sin demora. A cada instante y en cada momento. Así como ha pasado conmigo, ha pasado contigo y con cada uno de nosotros. A veces solo tenemos que darnos cuenta de que esperamos encontrar «ese algo» en «ese determinado lugar» y en «esa determinada situación» cuando todo lo que somos y sabemos es todo lo que «hemos vivido hasta este preciso y exacto momento».

La punta del Iceberg

Vivimos en una época en la que la tecnología es preponderante en nuestras vidas. Prepondera en la oficina mientras estamos frente a una pantalla y conectados durante ocho o nueve horas. En la casa mientras continuamos conectados en las redes sociales mediante la computadora o el teléfono. En la estación de buses mientras estás conectado  a Internet esperando tu colectivo. En la playa mientras estás tomando fotos para subirlas a Instagram. En una salida con los amigos mientras subimos un lindo status a Facebook intentando contarle al resto de gente lo tan excitante que son nuestras vidas. En un restaurante con tu pareja mientras cada uno está concentrado en lo que está sucediendo en su teléfono. En ese universo virtual que a veces es más interesante que la rutinaria existencia de una vida no virtual.

Desde hace unos quince años hemos dejado de estar solos casi nunca. Siempre están los amigos de Facebook, los grupos de Whatsapp, las fotos de Pinterest o Instagram, los mails del trabajo, los contactos de trabajo en Linkedin, los chicos elitistas  de Google Plus.

La tecnología está aquí para quedarse. Es la realidad. No es que este mal. Hay demasiadas cosas buenas en ella. Tenemos toda la información de la humanidad disponible a un click de distancia. Tenemos a la gente que queremos más cerca. Tenemos la capacidad de expresarnos y de decir lo que queremos. La tecnología democratiza y educa. La tecnología abre fronteras y acorta distancias.

Pero hay que entender que en muchos aspectos. La tecnología ha influido para mal en nuestras vidas. Hoy quiero tocar un solo punto de ese aspecto negativo de la perenne interconexión de nuestras existencias: La desmedida comparación con el resto.

Quiero que algo quede claro: Lo que la gente proyecta en las redes sociales no es lo que la gente realmente es. Lo que yo soy, no es lo que proyecto en las redes sociales ni lo que escribo en este blog. Lo que yo soy es algo mucho más complejo de lo que se ve en Facebook o en Whatsapp. Mi YO  de Facebook es un personaje. Es lo que yo quiero que otros piensen que es lo que soy. Mucha gente me dice: Tu vida es espectacular. Lo dicen por lo que ven en mis publicaciones y ven exactamente lo que yo busco que vean: Los mejores momentos de mi vida. Y ahí está el truco. Casi nadie en Facebook (ni yo tampoco) publica sus malos momentos, sus momentos rutinarios, sus momentos de cansancio y de agotamiento, sus momentos de profunda tristeza, sus hemorroides, sus úlceras, su incontinencia urinaria ni nada de las cosas que nos vuelven REALES.

Mi perfil de Facebook es un yo edulcorado, sazonado como yo quiero y cocinado de la mejor manera por el mejor chef tecnológico. Presentado en un plato bastante caro  de la última tendencia minimalista. Iluminado en la mesa con una luz led de baja intensidad. Oliendo deliciosamente. Viéndose de película. Listo para ser exquisitamente digerido.

YO en cambio soy la rusticidad de la materia prima de mi mismo.

Esa es la diferencia. 

Solemos mirar los perfiles de nuestros amigos. Nos comparamos con ellos de una manera injusta. Ya que tú comparas tu vida (lo bueno y lo malo) con lo momentos excelentes de esa persona (eso es lo que él publica). Te estás comparando con su personaje. Y ese acto de comparación extrema que solemos realizar día a día mientras recorremos el muro de Facebook, o vemos las fotos que nos mandan por Whatsapp y mientras vemos las estupendas vidas del resto y nos auto-comparamos, no hacemos nada más que hacernos daño. Y es un daño sin base ya que es una comparación ilógica.

COMPARAMOS NUESTRO TODO CON LO MEJOR DEL OTRO.

Y es que somos humanos y solemos envidiar. Y  tendemos a sentirnos mal porque el resto se la está pasando mucho mejor que nosotros. Sentimos que nos estamos quedando atrás. Sentimos que el tiempo se nos está escurriendo entre los dedos. La mitad de tus amigos ya se tomaron un Selfie con la torre Eiffel y tú no has salido de tu país nunca. Tus amigos viven vidas extraordinarias en lugares extraordinarios mientras tú solo te levantas a trabajar y regresas a casa a dormir agotado. Ellos viven las más grandes experiencias mientras tú solo vez un par de series en las noches después del trabajo. Pero lo que tú no vez es que para tomarse ese selfie en la torre Eiffel tu amigo se endeudo cinco años. Sus vidas extraordinarias tienen un lado oscuro. Negro y quizás hasta más que dificil. Y eso es lo que quiero que entiendas. Tú solo vez la punta del iceberg. No puedes comparar tu totalidad. Tu complejidad. Tus buenos y malos ratos. Con un Alter ego. Con una ficción.

 

Para ti

Para ti.

No tengo mucho que regalarte porque la verdad es, que no tengo mucho. Tengo lo necesario y un poco más. ¿Y sabes qué? Me siento bien así. Las cosas son tonteras que dejamos regadas por la vida. La vida es lo que sucede mientras buscamos descuentos en el centro comercial. Sabes como pienso. Sabes como soy.

Pero estás palabras no son para hablar de mi, ni de lo que pienso de las teorías de consumo. Estás palabras están teledirigidas a tu mente. A tu razón y a tu corazón. Las estoy plasmando en esta pantalla en blanco porque son la mejor manera que tengo de expresarme. Son las mejores herramientas que puedo usar para decirte lo que eres para mi. Y si no vas a ser para mi algún día, bueno, solo quiero decirte lo que eres y punto.

Podría empezar con la frase de «Café Tacuba»: «Eres… lo que más quiero en este mundo, eso eres…» pero eso sería cursi y al mismo tiempo repetitivo y hasta infantil. Sé  que no tengo la necesidad de decirte que eres la persona que más quiero en el mundo para saber que tú sabes que es así. No quiero usar una retórica repetida para decir lo que ya todo el mundo sabe. Lo que tú ya sabes. Lo que yo sé. Lo que todos sabemos.

Así que voy a usar la palabra que mejor te describe: «Amiga». Eso has sido. Eso eres y eso seguirás siendo hasta el ocaso de mi existencia. Eres mi mejor amiga. Eres la persona en la que más confío. En la que deposito mis sueños y mis pesadillas. Y créeme, ser mi amiga no es tan fácil (por alguna razón nunca he hecho buenos amigos salvo con tres o cuatro almas caritativas) No es tan fácil porque, precisamente, yo soy muy difícil. Pero has sabido manejarme en mis peores momentos. En los que he estado en los límites de dejar de ser yo. Y has estado más que excelente en nuestros mejores momentos. Me has divertido. Me has acompañado. Me has sonreído y me has acurrucado. Y porque por más cursi que sea, es lo que hace todo el mundo cuando está enamorado de otra persona así lo nieguen y así renieguen.

Y he aquí la sorpresa: Seguimos enamorados después de una década y media rodando de un lado para otro. Quizás lo estemos porque crecimos juntos la mitad de tu vida. Quizás lo estemos aún porque los dos somos Acuario. Quizás y solo quizás, hemos aprendido a aceptarnos el uno al otro con toda nuestra carga de defectos y de cosas feas. Y sí. Te voy a ser sincero: También tú tienes defectos. Pero los he aprendido a querer como se quiere a un cachorro que ha veces te mete un mordisco o se mea en tu pie.

Pero no quiero hablar de tus defectos. Todos los tenemos, así que no es muy interesante hablar de lo que todo el mundo tiene. Prefiero hablar de dos de tus virtudes. Tienes muchas más pero me demandaría un libro escribirlas todas. En este día solo voy a hablar de dos. Quizás las que a mi, personalmente, gustan más.

A pesar de que sueles pensar de que no eres tan valiente, pues te voy a informar que eres la persona más valiente que conozco (te lo digo yo que me he comido una guerra y una operación a gran escala contra la franja de Gaza y he visto muchos valientes correr de un lado a otro). Eres extremadamente valiente. Te acuerdas en Nepal, en la niebla, a cinco mil metros de altura cuando todo era más que difícil y subiste otros cuatrocientos sesenta metros de desnivel a pesar del dolor y del cansancio. Y eso es lo de menos…

Te he visto construir una vida entera desde la nada al otro lado del mundo. Sin idioma. Sin amigos. Sin trabajo.  Te he visto aprender a hablar un idioma ininteligible. Te he observado de reojo mientras ibas a la universidad a estudiar en ese idioma raro. Te he visto graduarte. Trabajar. Crecer y desarrollarte. Guardando siempre la serenidad que te identifica. Sin apurarte. Sin correr. Caminando despacito por la vida como si de algo demasiado fácil se tratase. Y aunque no te des cuenta y repitiendo lo anterior: Eres jodidamente valiente.

Además de eso:

Eres la persona más inteligente que conozco. Absorbes lo que se te enseña como si fueras Bob esponja. Lo has demostrado cuando los dos juntos aprendimos a hablar hebreo y al cabo de un año podías hacer todos los trámites bancarios juntos y yo con las justas podía ir a comprar a la panadería. Nadie me entendía. Ja.

En estos nueve años en Israel te he visto recorrer el camino que va desde el inmigrante analfabeto hasta la mujer que trabaja en su propia oficina dueña de su horario y de su tiempo. Aunque no te lo creas: Eres increíble.

Y solo me queda dar gracias. Gracias a la suerte que te cruzaste en mi camino o que yo me crucé en el tuyo. No importa. Al fin y al cabo aquí estamos. Después de dar vueltas por todos lados. Después de haberla pasado bien y haberla pasado mal. Con todo lo que significa el existir.

Siempre me gusta hablar de las ínfimas posibilidades que hemos tenido de existir (lo que convierte la vida, precisamente, en un milagro) Las posibilidades son más microscópicas aún para que que se haya dado el hecho  de que los dos hayamos existido justo en el mismo tiempo (pudiste haber nacido hace cien años o hace cien mil) y en el mismo espacio (pudiste haber nacido en Papua Nueva Guinea o en Irlanda) pero se dio que crecimos cerca, no muy lejos el uno del otro ni en edad ni en metros de distancia. Estás ahora conmigo y me haces feliz.

Gracias por estar siempre y feliz cumpleaños.

 

33

Y hasta aquí he llegado. Hasta este preciso instante plasmando estás precisas palabras. Llegando a ti que me estás leyendo. Habiendo vivido una vida que no imaginé que viviría, cuando a la edad de seis años me imaginaba como iba a ser yo «a la edad de cristo».

No soy cristo. De eso estoy seguro. Aunque a veces me gusta dejarme la barba. Aunque viva en Israel y conozca el Jerusalén  antiguo bastante bien. Aunque me guste el café de Nazaret y aunque haya pasado noches frías en Belén. No soy cristo y me siento bastante bien no siéndolo.

Pero por alguna gracia de la suerte. De la teoría de las probabilidades. De la teoría del caos. Del efecto mariposa. O de cualquier otro efecto: Llegué a este día en el que me toca cumplir la edad en la que cristo murió crucificado en el monte que está a cincuenta kilómetros de mi ventana. Y lo único que puedo decir a todo ese enredo de artilugios físicos, minutos, horas, días, meses, años, que se iniciaron con el inicio del universo y pasaron por el polvo que mis padres se dieron en un otoño austral del año ochenta para que yo. Si señores y señoras. Yo, llegue a estar frente a este teclado, tecleando los pormenores filosóficos de mi existencia a los treinta y tres años.

Pero este post no es más que una ínfima explicación de lo que un ser pseudo inteligente opina sobre la existencia del todo y de si mismo en un contexto de asombro constante. Porque estoy asombrado de que existo. De que puedo pensar acerca de tú existencia y la del gato del vecino. Y vivo asombrado de lo inmensamente imposible que era que yo este aquí. Pero aquí estoy. Tuvieron que ganar específicos espermatozoides en todos y cada uno de los polvos que se metieron mis ancestros y con toda la inmensidad de las estadísticas y de la probabilidad en mi contra: Aquí estoy.

Asombrado y agradecido de ser. De oler. De rozar. De amar. De odiar.

Agradecido de no haber tenido una existencia tenue. Agradecido de la paz del hogar. Del dolor que he sentido en la guerra. De los padres vivos. De los enemigos muertos. De sentir que me resiento y me entristezco y aborrezco. Porque siento. Agradecido de ver. De orgazmear. De reír. De llorar. De recordar y de olvidar.

No sé a que le estoy agradecido. Quizás a la suerte. Quizás a la evolución. Quizás a cada una de las personas que compartió conmigo desde una parte insignificante hasta años y vidas completas conmigo. A los que me hicieron. A los que me deshicieron. A los que me amaron y a los que me siguen amando. A los que se han, ya, olvidado de mí y los que siempre me van a odiar.

Porque al fin y al cabo tengo la suerte de ser curioso. Y  de darme cuenta de que mi vida y mi consciencia van en contra de todas las leyes evolutivas. Y me admiro de mi mismo por el solo hecho de que respiro y de que como. Por el solo hecho de que veo y escucho. Huelo y amo.

Y queda un año menos de vida y por ende un año más vivido. Paseado y recorrido. Un año aprovechado en muchos aspectos y no tanto en otros. Un año que me ha hecho darme cuenta que comprar estupideces no te hace feliz. Un año en el que he hecho mucho más ejercicio que en cualquier otro y en el que me he llevado al límite. Un año en el que la neblina del High Camp en el Annapurna a las cuatro de la mañana hizo que me diera cuenta de que a veces los abismos y la muerte te esperan debajo de un manto blanco y silencioso. Un año en el que no me he cansado de enorgullecerme de mi compañera por seguirme y por dejarse seguir a todos los sitios donde hemos ido. Un año en el que mi familia ha estado más lejos que nunca y los parches tecnológicos ya no nos ayudan mucho.

Por lo bueno. Por lo malo. Por lo bonito y por lo feo. Gracias queridos 32 que se van. Hasta nunca.

El pantalón de la buena suerte

Olía a pasto húmedo. A tierra húmeda. A noche.

Porque fuera del aire diáfano de las tierras altas y de la media luna sobre tu cabeza no hay nada. Solo escuchas los pasos de tus compañeros atrás tuyo. Solo sientes el plástico del mapa en el bolsillo izquierdo de tu pantalón. El mismo pantalón que usas en las misiones que dan miedo. «Es el de la buena suerte» te dices. Rozas el mapa para asegurarte de que está ahí y que no se ha caído en el descenso desde el helicóptero. Te sabes el camino de memoria. Lo has estudiado en las imagines satelitales una y otra vez. Tenías miedo de equivocarte y de joder a los que te iban a seguir así que lo aprendiste bien. De norte a sur por el wadi, al lado izquierdo del río por dos kilómetros. Después de la montaña con forma de tortuga hacia la izquierda. Hacia el este. Seis kilómetros más siguiendo el camino de cabras hasta ver las luces de la aldea. Conocías la ruta a la perfección sin haber estado ahí nunca. La tecnología es una maravilla te decías a ti mismo.

Pero en el wadi mientras caminabas solo olía a húmedo por la lluvia de hace unas horas. La tierra era barro y de cuando en cuando se te hacía difícil sacar los zapatos de su atolladero temporal. El peso de la m-4 en la parte derecha de tu cuerpo hacía que pierdas el equilibrio de a pocos. Te caías una y otra vez al igual que los otros seis que estaban atrás tuyo. Los escuchabas decir maldiciones despacito. Como si se las dijeran a sí mismos y los amabas por eso. Por como maldecían despacito. Por como te cuidaban la espalda. En las tierras altas el viento es muy frío  a las dos de la madrugada, incluso en verano. Hacía dos horas que el helicóptero los había dejado en ese embarradero y solo cinco minutos antes habías encontrado el camino de cabras con rumbo este. Y ahí estaba. El camino que atravesaba un terreno llano. Divisabas las colinas cercanas pero el horizonte estaba lejos, así que sabías que los seis kilómetros hasta la aldea no serían pan comido como te lo habías imaginado.

Tus compañeros se distanciaron los unos de los otros de manera automática. La visibilidad del doce por ciento le permitiría a cualquier persona a quince metros de distancia reconocer una silueta humana. Una unidad de siete hombres sería aún más fácil de distinguir. Diez metros entre combatiente y combatiente era lo usual en estos casos. Hiciste señales con las manos para que formen dos filas de tres cada una. Tú al medio y adelante. Intentando descifrar el terreno y  el camino de cabras que te llevaría a la aldea donde tu objetivo debería estar durmiendo junto a su esposa y a sus seis hijos.

Y pensaste en lo feliz que te hacia eso. Sí, el solo hecho de andar por la noche en medio de unas colinas en la zona más conflictiva del planeta. Y respirar el aire diáfano de las tierras altas. Sentir que los seis atrás tuyo morirían por ti como tú por cada uno de ellos. Y sentir una especie de riqueza inesperada debajo de la media luna en medio del medio oriente. Y te diste cuenta de que lo tienes todo y de que no necesitas nada más. La tienes a ella que en ese instante estaba durmiendo  y tú estabas velando su sueño. Tenías a tu familia lejos pero los tenías. Respirando y viviendo cada uno el misterio de su propia vida. Tenías a los que que te estaban cuidando la espalda. Los amabas porque no eras parte de ellos y ellos te habían aceptado como uno de los suyos y te habían hecho uno del grupo. Un lobo más de la manada.  Y ahora los comandabas en medio de un terreno llano, rumbo al objetivo que tanto daño había hecho y podía seguir haciendo si es que no terminaban con él por las buenas o por las malas. Y te diste cuenta de que eras feliz. Con un chaleco de un polímero especial que pesa dieciséis kilos más un vest de combate con la munición y el equipo que pesa doce, eras realmente feliz.

Y de pronto las luces de la aldea frente a ti. A lo lejos. Y ahora a recordar la navegación en terreno urbano para llegar a la casa del objetivo. A quinientos metros de la aldea se detienen. Llamas por radio y pides que reciban tu «Germania» la palabra clave para declarar tu posición específica. Esperas ordenes un minuto. Recibes por radio el «alef» permiso para proceder. Y comienzas a caminar y a introducirte en la aldea junto con tus hombres, con tus hermanos, formando una sola línea. Bien pegados a las paredes de un lado de la calle. Unos apuntando a las ventanas de al frente de la calle. El último apuntando hacia atrás. Tú hacia adelante intentando encontrar la casa. Debe de haber un árbol grande y un taxi desmantelado al lado norte de la misma. Ves el árbol. Ves el taxi. Te dices a ti mismo «Bingo». Tus hombres saben exactamente que hacer. Cuatro de ellos se dirigen a rodear el complejo para evitar fugas. Los otros tres contigo van a entrar y a combatir dentro si así se diera el caso. Los primeros en darse cuenta de que hay gente ajena son los perros. Ladran sin descanso. Algunas luces de algunas casas cercanas comienzan a encenderse. Entiendes que deben apurarse. Por radio informas «muki» en posición. Diez segundos después recibes el permiso para entrar. Revientas la puerta de una patada. Te encuentras la sala. Alfombras. Un televisor pantalla plana. Olor a comino y especias. Oyes gritos en la segunda planta. Son niños. Quizás mujeres. La adrenalina te bloquea y actúas por inercia. Haciendo lo que has hecho tantas veces. «Limpiar» el primer piso y luego despacio subir al segundo. Rogando de que no ruede una granada. Rogando de que todo termine en paz. Los gritos aumentan. En la segunda planta hay dos habitaciones del mismo tamaño. En una están todos los niños y la madre que los intenta proteger con su cuerpo mientras te mira con terror. Y tú solo le dices que no se mueva. «Wakef» le susurras en árabe. Uno de tus «hermanos» se queda con ella y con los niños en la habitación. Los otros dos te siguen hacia el dormitorio principal. Las sienes te explotan. El dedo en el gatillo. El cañón apuntando hacia adelante. Tu ojo en la mira telescópica. Entras al cuarto y ves un hombre gordo en pijama. Sentado en la cama y con las manos en alto. Le pides que se levante. Lo requisas. Tus hombres abren los cajones del velador. Un revolver Taurus brasilero descansa en una de las gavetas. Los perros del vecindario continúan su recital. La totalidad de luces de la aldea ya están encendidas. Ahora tú avisas por radio de que el paquete está listo para embalaje. Dos minutos después autos blindados se estacionan frente a la casa en la que te encuentras. El hombre con pijama esta amordazado y con una trapo en los ojos. Tiene unas esposas de plástico en las manos. No dice una palabra.

Suben todos a la «tortuga». Cierran las puertas y salen a toda marcha de la aldea. Se miran los unos a los otros con toda la pintura de camuflaje en la cara y las barbas crecidas. Sonríen y se felicitan. El «objetivo» está echado en el piso con la cara abajo. Lo miras y por segundo recuerdas esa sensación de felicidad que te invadía en el camino de cabras. Ya no existe. Ahora solo sientes una soledad y un vacío indescriptible.

Mi perro es feliz.

Mi perro es feliz. No tiene muchas cosas. Tiene una cama hecha de un cojín viejo. Tiene una cadena en el cuello. Tiene un collar anti pulgas. Tiene dos pelotas de tenis con las que juega y ahí termina su riqueza «material». Como lo dije antes: » Mi perro es feliz».

Yo quisiera ser feliz como él. Ver la vida con la simpleza e inocencia con la que él la mira. Vivir el momento sin pensar en lo que paso ayer ni en lo que va a pasar mañana. Sentirme feliz porque tengo un cojín viejo en el cual dormir. Comida en la mañana y en la noche. Tres salidas al día. Un contenedor con agua fresca y dos humanos que me quieren incondicionalmente.

Quizás últimamente he aprendido mucho de él. Así lo siento mientras escribo con él a mis pies. Siento que dormir la siesta como él lo hace no tiene nada de malo. Siento que jugar a cada rato y pasarla bien, como él lo pasa,  no tiene porque avergonzarme. Siento que se puede ser inmensamente feliz con el solo hecho de correr por la playa, zambulléndose de cuando en cuando. Sintiendo la arena bajo las patas desnudas. Sacudiendo la cola de un lado al otro mostrando lo que se siente en el corazón sin vergüenza. Sin temor. Sin que le importe lo que diga la gente u otros perros por lo feliz que es.

Y así quiero ser yo. Solamente como él. Viéndolo todo simple. Disfrutando de lo poco porque sé que es mucho. Amando sin condiciones a los que me aman.  Disfrutando de lo ligera. Amena y deliciosa que es la vida cuando uno se diluye en el momento. En el exquisito murmullo del instante. En el loco éxtasis de correr atrás de una bola como si la vida misma se te fuera en ello…