A cuatro mil metros de altura

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A más de cuatro mil metros de altura y con los Himalayas rodeándome con toda su magnitud, entro despacio a un templo budista. El aire es diáfano. Esta enrarecido por la falta de oxígeno. El hielo de las montañas más altas del mundo tiene un color azul oscuro. Pronto se tornará en naranja. No falta mucho para que salga el sol. El viento me hiela las partes descubiertas del cuerpo (manos y cara) y hace que me doble un poco. Me apoyo en el bastón de trekking y continuo la subida. Me siento pequeño, muy pequeño, rodeado de tanta inmensidad. Llego al templo budista resoplando. Llego buscando algún monje que tenga algo interesante que contarme. Que me tire, como quien no quiere la cosa, una frase de sabiduría que cambie mi vida. Me saco los zapatos y entro en el templo y veo un buda dorado sentado en posición de loto. Veo los murales pintados de colores muy vivos. Huele a incienso y a flores. Me gusta lo que veo, pero no veo un solo monje. Está todo vació de gente. Me pregunto que estarán haciendo los monjes a las cinco y media de la mañana. Quizás sigan durmiendo. Quizás estén practicando algo parados sobre una estaca. Quizás estén en una sesión de meditación profunda. O quizás estén desayunando y nada más.

Me ha tomado un buen tiempo de caminata llegar hasta ahí. Me levanté temprano aquella mañana. Salí del albergue y caminé montaña arriba. Deseoso de ver un templo budista en el medio de los Himalayas. Me encontré con muchos templos budistas en Katmandú pero esos no me parecían muy místicos. No me parecía que se podía encontrar «algo verdadero» en una ciudad tan cochina y desordenada. No, no, no. Tenía que ser en el corazón de las montañas. Así como pasaba en las películas de Kung fu antiguas. Así que una vez sentado en la puerta del templo a más de cuatro mil metros de altura, me pregunté con ahínco donde demonios estaba el monje que me «enseñaría algo esencial». Miré los banderines de colores flameando al viento. Atrás de ellos vi la cima del Annapurna tornarse roja y luego naranja. Parecía un dedo de ET gigante. Estaba amaneciendo y los monjes no aparecían. Salí del templo y me senté en las escaleras de la entrada. Me puse los zapatos de montaña y continué mirando la cadena de montañas encenderse en colores indescriptibles. Hacia mucho frío pero no me importó. Amaba estar ahí aunque los monjes me habían jugado una mala pasada con su inexistencia.

Esperé media hora y bajé hacia el albergue sin encontrarme con ninguna frase sabia que cambiase mi vida. No encontré «La verdad de las cosas» en las montañas. Como que no la encontré ni en Katmandú, ni en Tel Aviv, ni en Lima, ni en New York. Aunque pensándolo un poco mejor me di cuenta que «la verdad de las cosas», «mí verdad» la he encontrado en todos y en cada uno de los lugares en los que he estado y en todos y en cada uno de los días que he vivido.

He descubierto con casi 34 años encima que no tienes que subir a la cima del mundo para iluminarte o para recibir «una enseñanza que cambie tu vida». Aprendí mucho subiendo a los Himalayas y paseando por Nepal pero aprendí mucho y me descubrí mucho más en el colegio de mi barrio cuando era un muchacho de doce o trece años. Aprendí en las guerras que me tocó vivir. Aprendí con las caricias de mamá y las palabras de papá. He aprendido cada día de mi vida cosas impresionantes. He aprendido sin pausa y sin demora. A cada instante y en cada momento. Así como ha pasado conmigo, ha pasado contigo y con cada uno de nosotros. A veces solo tenemos que darnos cuenta de que esperamos encontrar «ese algo» en «ese determinado lugar» y en «esa determinada situación» cuando todo lo que somos y sabemos es todo lo que «hemos vivido hasta este preciso y exacto momento».

Aprende a decir que No

Aprende a decir no.

No a los amigos. No a la familia. No a la pareja. No a todos los que quieres.

No porque los quieras o los estimes debes decirle que sí a todo lo que ellos quieren de ti. La vida es demasiado corta para decirle sí a todo y a todos.

Antes solían invitarme a alguna reunión de amigos. A una boda. A una despedida de soltero. A un juego de fútbol. A una cena romántica, y solía ir a regañadientes.  Iba por cumplir. Para no quedar mal. Para no ser anti-social. Iba pero no disfrutaba yendo. Con esto no digo que no quiero a mis amigos o que no me guste pasar tiempo con ellos. Me gusta darles mi tiempo. Mis palabras y mis energías, pero me gusta hacerlo de acuerdo a la cadencia que yo quiero. He aprendido a decir que No tanto a mi familia como a mis amigos. Y si, los que dicen que son mis amigos, no entienden eso. Al parecer, tengo que cambiar de amigos.

Pero cuando decido dedicarles mi tiempo. Realmente se los dedico. Soy cien por ciento de ellos. Los escucho, los ayudo, les converso, les bromeo. No pienso en otra cosa que no sea en hacerlos sentir bien. Porque el tiempo que estoy pasando con ellos lo estoy dando desde lo más profundo de mí. He decidido regalarles unas cuantas horas y he decidido hacerlo bien.

No tengo tiempo para ser hipócrita y asistir a citas y a encuentros a los que no me dan las ganas ni las fuerzas de asistir. Prefiero decir que no para que esos mismos amigos y  familiares entiendan que cuando estoy con ellos es porque realmente quiero y porque los quiero. Porque mi tiempo vale mucho para mí y lo estoy compartiendo con ellos. Dándome al máximo durante todo ese instante y no estar pensando en largarme o mirando la hora para ver a que hora comienza el partido del Barca.

Por eso, de un tiempo a esta parte, no tengo reparo en decir que No a una invitación que no me convence. A una invitación que me ponga en la incomoda situación en la que me vea obligado a buscar alguna excusa. No busco más excusas. Solo digo que  No, gracias y punto.

Amo a mi familia. Amo a los muy pocos amigos que tengo y por eso les digo No cuando realmente no quiero verlos.  Pero cuando sí lo quiero hacer, los veo con las más grandes de las alegrías. Los abrazo con el más sincero de los abrazos, y los miro con la más amorosa de las miradas.

Introducción al ejercicio minimalista

En la primera parte de mi vida, no fui nunca una persona activa.  Era un niño o un muchacho al que le gustaba moverse poco. Prefería leer o ver televisión a estar haciendo barras o push ups. Nunca me gusto el ejercicio.

Hoy en día soy una persona que ama el deporte. Lo amo porque me hace sentir bien. Porque hace que me vea bien. Porque hace que esté mucho más saludable.

Soy un deportista amateur por unos seis años. He hecho prácticamente de todo. Pesas, running, artes marciales, croosfit. En algunos tiempos me he dedicado un poco más a unos y en otros un poco más a otros. Me ha ido bien y me siento bastante bien.

Suelo intentar que la gente pasiva deje de serlo. Siempre que encuentro a alguien a quien quiero (amigo o familiar) hablando de lo mucho que le gustaría hacer deporte pero que no tiene el dinero o el tiempo para hacerlo, trato de explicarle a veces de buena manera y a veces de muy mala manera, que para mover el cuerpo no necesitas dinero y prácticamente nada de tiempo. Y que toda esas excusas que nos ponemos son solo eso: excusas que evitan que hagamos algo diferente. Que evitan que cambiemos.

Hace mucho tiempo que no pago un gimnasio. Más de cinco años. Así que el dinero no es un factor para determinar el hecho de que estés en forma o no. He descubierto que los entrenamientos cortos y de alta intensidad son incluso mejores que los largos y de baja intensidad (como las máquinas en el gimnasio) Los entrenamientos cortos se pueden hacer con peso corporal y pueden llegar a ser muy exigentes. Incluso extremadamente exigentes. El que piense lo contrario que intente hacer un Murph en menos de cuarenta minutos.

Lo  único que quizás se necesita para lograr un entrenamiento exigente es una barra para hacer pull ups. Venden muchos tipos y a muy bajos precios, se pueden instalar en cualquier puerta de la casa. Con una barra la cantidad de ejercicios que se pueden lograr son prácticamente infinitas.

Un ejemplo de ejercicio con peso corporal en casa podría ser un circuito que se vería algo así:

5X pull ups.

10X push ups

15X squats

20X sit ups

Este circuito se podría repetir cuantas veces sea necesario y dependiendo del estado físico de cada uno. Se puede empezar con un circuito y se puede llegar a diez circuitos  o más. Para lograr ejercicios más exigentes se puede añadir una kettelbell o un par de mancuernas o una pelota de peso. Así se puede llegar a un nivel de entrenamiento profesional.

El hecho es de que se puede construir ejercicios con prácticamente nada de equipo y llevarlos a un nivel mucho más exigente que en el gimnasio tradicional de pago. El tiempo máximo de entrenamiento no debería ser más de quince minutos para los principiantes y no más de media hora para avanzados, entre tres a cinco veces por semana.

Recomiendo el sistema de entrenamiento Tabata con ejercicios de peso corporal. Un Tabata es realizar un ejercicio durante veinte segundos a alta intensidad con diez segundos de descanso, repitiendo este ciclo por cuatro minutos. Se puede hace uno, dos, tres o hasta cuatro Tabatas que vendrían a ser 16 minutos de ejercicio relativamente intenso. Y que si se han hecho dando todo de uno, pues, de cuatro Tabatas no se puede pasar.

Resumiendo: El dinero no es necesario para tener un  entrenamiento exigente (jamás he estado en mejor condición física y solo entreno en casa o en el parque) El tiempo tampoco es un factor. Con sesenta minutos a la semana de entrenamiento se puede tener un excelente estado físico. Con seis horas a la semana se puede llegar a niveles atléticos sorprendentes.

Todo es cuestión de saber organizar los entrenamientos y buscar los que generan más beneficios en mucho menos tiempo. Los ejercicios cortos a alta intensidad generan masa muscular y contribuyen a la quema de grasas. Eso evita que te la pases levantando pesas un día y al otro salgas a trotar  cuarenta minutos y entrenes seis veces por semana entre ocho y diez horas para lograr los mismos resultados que tendrías con tres horas semanales de ejercicios bien planificados.

No hay excusa para quedarse quietos. Con equipo o enteramente sin el mismo.

Se puede ser un atleta minimalista. Solo necesitas el peso de tu cuerpo. La calle donde correr y un piso limpio de dos por dos donde entrenar.