Este blog se trata de minimalismo, pero también de vida simple. De practicidad. De desconexión.
No soy un extremista que vive sin cosas o sin teléfono celular. Trato de tener un horario para todo. Para usar Facebook. Para trabajar. Para dormir. Para escribir. Así, organizando bien mis asuntos produzco más y me queda mucho más tiempo para lo que realmente me importa o me gusta hacer. Una de las cosas con las que más trabajo es el teléfono celular. Lo tengo conmigo siempre, aunque trato de contestar solo hasta cierta hora del día a la gente con la que trabajo (16:00).
Hace mucho tiempo que no había pasado un solo día sin tener el celular prendido aunque sea medio día. Estar al tanto de una llamada. Estar al tanto de un mail. De una burbuja de Facebook. De un inocente mensaje de mamá por Whatsapp. Siempre ha sido así desde unos años atrás (en este último año me he establecido horarios para no estar mirando el teléfono a cada rato como un autómata y más bien dedicarle tiempo a la gente de carne y hueso que está frente a mí en determinado instante). Hace muchos años que no me quedaba un día sin teléfono. Mi vida era ordenada y sistemática. Hasta que me fui de vacaciones a Italia y me zambullí en las olorosas y nada saludables aguas de Venezia.
Supongo que si has estado en Venezia sabes a que me refiero cuando digo «aguas olorosas». Si no has estado allá, no importa. Sabes que Venezia es una ciudad rodeada y entrecruzada por canales y canaletas y que su plaza principal: La Piazza San Marcos se encuentra al borde del mar adriático. La historia que les voy a contar es simple (como todo en este blog) y va algo así:
Un niño en el borde de la Piazza San Marcos juega junto al mar. Tiene un polo amarillo. Unos shorts Jeans. Es rubio. Me mira a los ojos y luego prosigue con su juego. Me gusta la imagen (la del niño jugando al borde del adriático) y me pongo en posición para sacarle una foto. Pongo mi ojo derecho en el visor de la cámara y me horrorizo al ver que el niño se esta resbalando y está a punto de caer al mar. No pienso nada y doy los cinco pasos que me separan de él, corriendo. El niño cae. Yo logro tomar su mano antes de que se sumerja en el agua y los dos caemos al helado mar. Debajo del agua solo pensé en el pasaporte que estaba en mi bolsillo derecho. Además de eso sentí la necesidad de tocar piso y me horroricé al sentir una profundidad pasmosa. El brazo del niño seguía sujeto a mi mano y creo que le quebré un hueso de lo fuerte que lo apreté. Nadé hacia arriba y cuando saqué la cabeza del agua vi a un grupo de gondoleros que me estiraban sus manos para sacarnos del agua. Estiré mi mano izquierda, me arrastraron hacia afuera, jalé al niño conmigo y vi que otras personas habían saltado al agua al vernos caer y por un momento tuve esperanzas en la humanidad 🙂 . Las esperanzas se terminaron cuando sentado en las centenarias piedras que asfaltan la plaza y más mojado que Fliper, me di cuenta que la cámara Go Pro de mi amiga estaba muerta. Luego de meter las manos a los bolsillos percibí que mi teléfono (recién comprado) estaba completamente ahogado. El pasaporte empapado. Y la mamá del niño dándome gracias en Checo. El punto clave de esta historia es: Que mi teléfono murió de manera heroica aquel día.
El primer día sin teléfono fue el más difícil. Me sentía como un Junkie sin su respectiva dosis de heroína. Algo me faltaba. Sentía que me habían extraído algo del cuerpo. Quizás el páncreas o un riñón. Era realmente insoportable. Al cabo de 24 horas esa sensación menguo y dio paso a una sensación de tranquilidad que no sentía desde la época del jardín de infantes. No tenía teléfono y era feliz sin él.
Al tercer día perdí la necesidad absoluta de chequear cualquier cosa. Miré al resto de gente absorbidas por las pantallas de sus teléfonos y me sentí libre de una penosa y ardua esclavitud de años. Se habían roto las cadenas y yo era más hombre libre que Dyango.
Al cumplir la semana sin teléfono y justo antes de subir al avión de regreso a casa. Me dije a mi mismo: No quiero otra vez un teléfono. Esto es demasiado hermoso para no vivirlo siempre. Una letanía increíble se apodero de mí. Una falta de stress que daba risa. Las horas se hicieron más largas. Los días más bellos. Me sentí un marihuanero consumado…
Hasta que aterricé en mi país y lo primero que escuché fue: Necesitas un teléfono urgente. No se puede vivir sin teléfono. A las dos horas tenía mi viejo iphone 4 trabajando de maravillas. La gente del trabajo llamándome a las 23:00 de la noche para actualizarme de los rollos del trabajo que habían sucedido durante mis vacaciones.
Al día siguiente volví a mi rutina de ponerle horario al teléfono. Y no contestar a nadie después de las 16:00 de la tarde. Me he borrado de todos los grupos inútiles de Whatsapp. He vuelto a dosificar mi exposición al e-mail y tengo que hacer lo mismo pronto con el facebook que se me ha antojado muy rico en estos últimos días.
Lo que he aprendido después de mi gélido chapuzón en el mar del norte de Italia es que vivir un buen rato sin teléfono no hace más que hacerte sentir bien. Si superas la barrera de las primeras 24 horas, créeme que vas lograr sentir algo muy cercano a eso que llamamos felicidad.
Hazte un favor en las vacaciones y deja el teléfono en casa.