Romeo y Julieta

El calor me quemaba. Me quemaba hasta los cojones. Los calzoncillos Reebok que había comprado en Estados Unidos hechos con material sintético no me ayudaban demasiado. No estaban diseñados para el horno insufrible que es Wadi Rum en verano.

Mi guía, un beduino medio regordete me contó que en el verano casi nadie llega por Wadi Rum. Al saber que yo venía desde Israel, me dijo que le había hecho un paseo a una familia de israelíes algunos meses atrás y que la hija, de unos 15 años, se había quedado prendada de él y que le mandaba fotos eróticas desde Israel a Jordania por medio del chat de Facebook.

La historia me pareció inverosímil porque los israelíes y los jordanos no son los mejores amigos del mundo y es poco probable que una chica judía se enamore perdidamente de un beduino jordano gordo en en menos de dos días. Pero siguiéndole el juego, le pregunté si podía ver las fotos. Me dijo que no. Que por respeto a su novia, no podía enseñárselas a otro hombre.

-Ok- le dije- Pero tú eres un poco grande para una chica israelí de quince años no?

Me dijo que para el amor no importaban las edades ni las fronteras y presionándolo para saber cuantos años tenía, terminó por decirme que tenía treinta y uno recién cumplidos.

Fuck, pensé. Si la historia es cierta, el tipo es un pervertido. Y si la historia es falsa, el tipo es un tarado y está contando historias que lo hacen quedar como un pervertido.

En ese momento me enseñó una planta que crece en el desierto. Después de triturarla con una piedra y con un poco de agua, hizo una solución jabonosa. Te podías lavar las manos con aquel jabón natural y te quedaban las manos con olor a lavanda.

Luego subimos a la camioneta y remontamos hacia el campamento que estaba a unos 15 km de distancia. Eran las cinco de la tarde pero hacia calor como a las 12 del medio día en el verano de Mogadishu. El beduino manejó por las dunas y por los valles desérticos. A lo lejos se extendían todas las formaciones rocosas que te puedas imaginar. Las mismas que se pueden ver en la película de Matt Damon: The Martian.

Realmente en Wadi Rum uno se siente en Marte.

El beduino me dejó en mi campamento. Intenté dormir. No pude. El calor me sofocaba. Lo calzoncillos Reebok no me ayudaban en nada y sentía que la entrepierna se me fundía. Salí de la carpa y caminé al medio del campamento y me eché en la arena sobre una sabana. Miré hacia el cielo y vi millones de estrellas. Hacía años que no veía un cielo tan estrellado. Quizás desde las noches de campamentos en los andes. El calor no me dejó dormir ahí tampoco. Así que pensé en la chica de 15 años y en el beduino gordo de 31. Pensé en ellos y me los imaginé como Romeo y Julieta. Como un par de novios prohibidos. Cuales Montescos y Capuletos medio orientales en el siglo XXI. Me reí un poco imaginándome al beduino intentando encontrarse con su amor en Israel y siendo ultrajado por los servicios de seguridad israelíes. Gritando que para el amor no hay edades ni hay fronteras…

En ese momento me dormí. Eran las cuatro de la mañana.

En la mañana llego la camioneta a buscarme. Eran las 8 y en el campamento me habían ofrecido un desayuno con muchos huevos fritos. Cuando me acerqué a la camioneta, me dí con la sorpresa de que el beduino gordo no manejaba y era otro beduino bastante delgado el que lo hacía. Le pregunté por el gordo y me contesto que era su primo y que él lo estaba reemplazando. El beduino gordo había tenido una complicación cardiaca y estaba rumbo al hospital.

Antes de subir, le dije al beduino flaco que le iba a tomar una foto. Me dijo que no había problema y le saqué esta foto.

Después de un rato de viaje y dos cafés, le conté que su primo me había contado que tenía una novia Israelí. El beduino se mató de la risa y me dijo que su primo le cuenta esa historia a todos los hombres que ve. La cuenta desde que tenía 15 años cuando se enamoró perdidamente de una chica israelí y al parecer ella también de él.

La familia de ella vivían como diplomáticos en Jordania, en Aman y cada cuantos meses venían a Wadi Rum donde ellos se encontraban y conversaban por horas. Después de que ella y su familia habían vuelto a Israel, no se habían vuelto a ver. Habían pasado más de 15 años desde esa época.

-Pobre Nayim- me dijo- . No se ha casado hasta hoy porque piensa en ella. Y solo en ella.

-¡Que historia!.., le dije.

-Una historia que nos causa problemas a todos y a nuestro negocio. A veces la gente no entiende que Nayim está medio loco.

-Yo no entendí eso tampoco- le dije.

-A veces la gente se vuelve loca por amor.

-Lo sé- le dije.

Una noche.

No tengo como contar este cuento sin reírme de mí mismo. Es cierto que reírse de uno mismo es una buena terapia. Para mí suele ser algo, a veces, vergonzoso. Pero es que no me queda de otra cuando recuerdo lo que pasó en el desierto una noche del 2005. Quizás era Agosto o Quizás Setiembre. No lo sé. Era verano y pese a que en el día podías hornear un pan con solo dejarlo en el patio, en la noche podías llegar a sentir un frío que calaba hasta lo más recóndito de tu ser. Un frío que se adueñaba de tus pensamientos. De tus sentimientos y lentamente y poco a poco, te quebraba.

Aquella noche estaba haciendo la guardia de Mahazin (El que escucha). Mi trabajo era velar el sueño de mis compañeros mientras escuchaba la radio. El único problema era que no entendía nada de lo que decían en la radio. No sabía hablar hebreo. La radio MQ-64 de la época de la guerra de Vietnam no era, vamos a decirlo así, reproductora de sonidos de alta fidelidad. Para mí todo sonaba she she she raaa raaa raaa. Pero era el ejercito de Israel a nadie le importaba demasiado mis capacidades comunicativas.

Estaba sentado en un mojón de cemento. Con uniforme de combate y con sandalias al mismo tiempo. Un día antes habíamos regresado de una caminata de más de 40 kilómetros y los zapatos militares me habían destrozado los pies. El médico de la base me dio un permiso para usar sandalias por dos días. Fue delicioso. Lo recuerdo hasta hoy.

Recuerdo que había una mesa. En la mesa nos dejaban fruta para que los soldados hambrientos que se levantaran en medio de la noche tuviesen algo que comer. La fruta no era muy fresca. Por no decir que la mayoría estaba podrida. No podía ser muy diferente con las temperaturas de la mañana de más de cuarenta grados. Eran las dos de la mañana y hacía frío. Me dolían los pies en sandalias por el frío y comencé a odiar al Doctor que me había dado el permiso para usarlas. La caja de frutas estaba ahí a mi lado. Habían plátanos negros.  Habían un par de manzanas. Había un melón aguachento que olía a vinagre.

El olor del desierto de noche es algo que no se puede poner en palabras. Solo huele a él. Quizás a eso huele la soledad. Eso no lo sé, ya que nunca he estado realmente solo. Las frutas olían a vinagre balsámico. Sabía que estaban mal pero tenía hambre y mi estomago rugía. Quizás el frío me dio más hambre. Quizás el hecho de estar sentado en un mojón de cemento escuchando a una radio vieja sin entender nada, despertó en mí el apetito. De pronto me acordé de todo el peso que había perdido en los últimos meses (más de 10 kilos) y me dio más hambre. Miré hacia la caja de fruta y babeé. Me levanté y caminé haciendo ruido con mis sandalias  destruyendo el silencio perpetuo de la noche. Miré la fruta y lo único comestible por ahí era una manzana verde. De esas ácidas. Se veía más o menos comestible y poco a poco bajo una noche de luna llena me fui enamorando de ella. Cuando fui a tomarla sentí que algo se movía por debajo de ella. Salté hacia atrás y de una manera instintiva apunté con mi M-4 a la caja de fruta. Apunté como si el ejercito Iraki estuviese debajo de la misma, moviéndose con premura. Apunté como si un terrorista suicida se estuviera escondiendo entre los plátanos y por un pelo, no disparé.

Toqué la manzana con el cañón del fusil. Unos ojos rojos me miraron sin miedo. Supongo que aquellos ojos veían el terror en los míos. Una cola larga y pelada estaba enrollada en la esquina de la caja y de pronto emergió de las profundidades de la misma la más monstruosa rata que había visto jamás. Nadie me había explicado ni entrenado acerca de como reaccionar en esa situación. Sabía que no podía meterle un tiro a una rata parada en dos patas mirándome con ojos de pocos amigos y sacando sus dientes perla de la boca. Sabía que un tiro en esa zona del mundo podría causar la tercera guerra mundial si es que se hacía en el momento y en el lugar inadecuado. Jalé la manzana con el cañón hacia mí. Pensé en lavarla con jabón. No dejaría que una rata miserable impida que sacié mi hambre. Pero cuando la manzana empezó a rodar hacia mí la rata la jaló hacia ella y me di cuenta que aquella rata no me tenía el más mínimo miedo. Es más, sentí que me despreciaba. Y que consideraba que aquella única fruta comestible de la noche sería de ella y no mía.

Yo había pasado innumerables suplicios para llegar hasta ese punto del entrenamiento. Quería ser un héroe y para ser uno, me debía comportar como uno. No me dejé amedrentar y jalé la manzana hacia a mí nuevamente. La rata la jalo hacia ella y así forcejeamos un par de minutos. Tiro yo, tira ella, tiro yo, tira ella. Le podía meter el cañón del fusil en la cabeza y hacerla huir, pero eso iba en contra de mi estúpido sentido del honor. Un honor que hasta ese punto me había puesto  en esa precisa situación. Sirviendo en un ejercito para ser aceptado como uno de los suyos. Arriesgando el pellejo para ser parte de. Pero eso es ya otra historia. La rata tenía hambre y quería mi manzana. Yo tenía hambre y quería la manzana de la rata.

Me saqué la sandalia izquierda y se la tire. La rata huyó sin premura. Sencilla y llanamente se dio cuenta que yo era más fuerte que ella y se fue con la mirada esa de que quizás perdió la batalla pero no la guerra. Vi su cola deslizándose en el piso de cemento, mientras se introducía despacio y sin premura en el desierto infinito. Se sumergió en el silencio profundo de la noche. Roto solo de cuando en cuando por una radio superviviente de mil guerras pasadas y por el sonido que hacían los chacales.

Tomé la manzana y me fui al baño. Le eché jabón dana. Una especie de jabón que se usa en el ejercito para limpiar inodoros, lavarte las manos, bañarte, desinfectar heridas, limpiar los suelos y, como no, desinfectar comida que ha estado en contacto con roedores. Le metí un buen mordisco y sentí su acidez deliciosa.

El heroísmo y otros muertos

Corriendo por el desierto...Marzo del 2009
Corriendo por el desierto…Marzo del 2009

Hay momentos en los cuales me paro a preguntarme ¿Quién soy?

Creo que todos lo solemos hacer de cuando en cuando. Supongo unos un poco más que otros.

¿Soy la persona actual o la pasada?¿Soy mi presente o mi pasado o quizás mi ser futuro? ¿O quizás soy todo eso junto?  ¿Soy el que escucha Schubert o el  que sonríe escuchando Taylor Swift? 

No me puedo responder a casi ninguna de esas preguntas. Toda esa metafísica y filosofía existencial no hace más que cansarme. Antes le dedicaba mucho  tiempo a dudas existenciales  como aquellas. Hoy no. Hoy vivo bien sin sus respuestas. Hoy me considero muchas personas al mismo tiempo y llevo la fiesta en paz así.

No es que tenga un problema de esquizofrenia o algo por el estilo. Estoy bastante cuerdo (o eso creo) pero sí siento que tengo o he tenido innumerables vidas dentro del tiempo que llevo vivo. He sido un niño mimado. He sido un emigrante. He sido un soldado. He sido un pagador de impuestos. He sido y soy un hombre que teclea pensamientos.

De todos esos yo, quizás el más cercano a mí o el que más tiempo se ha quedado conmigo, es el yo soldado. El yo siendo un soldado en una guerra lejana. En una guerra que descubrí al otro lado del mundo. En una guerra que en unos aspectos me llenó de placeres y en otros de maldiciones. El yo soldado es el que más inunda mi ser. Es el que más forma parte de mis memorias. De mis días y de mis noches. De mis sueños buenos. Aunque mucho más, de mis pesadillas.

Es fácil hablar de una manera algo generalizada acerca de la guerra. Decir que la guerra es mala. O que la guerra es una mierda. La guerra es solo eso: Guerra. Y la guerra está entretejida por los hombres que la pelean. Por esos mismos hombres que al igual que yo, consideraron que es noble y justo y hasta heroico el ir a matarse con otros hombres.

Yo no tenía porque pelear ninguna guerra. Nací y crecí con mimos y con amor. No dejé de leer Julio Verne nunca durante mi juventud. Me daba miedo pelearme en el colegio. Me daba miedo el dolor. Me daba miedo hablar en frente de la gente. De pronto tenía fuego de mortero a mi lado. En la cara opuesta de la Tierra. Y todos esos miedos fueron historia. Y yo ya no supe quién o qué fui. ¿Quizás mis recuerdos de infancia no son míos? ¿Quizás mi vida, como la conozco, solo empezó con el primer boom que escuché mirando hacia el norte. Hacia el Líbano? ¿Quizás comenzó un poco antes de eso,en la base de entrenamiento, en el medio del desierto, cuando me peleé con una rata por una manzana? ¿ Quizás cuando vi a Diego el Uruguayo en la televisión disparando fuego de artillería y siendo entrevistado? Yo no nací en la guerra. Aunque crecí en un especie de guerra interna de un país sudamericano y terminé peleando una guerra milenaria en un país medio oriental. No tenía porque oler el olor de los eucaliptos mezclados con los de la pólvora bajo aquel sol histórico. No tenía porque estar escuchando gritos de niños oficiales o de niños soldados que me hablaban en un idioma ininteligible. En una mezcolanza de explosiones y gritos y olores indescriptibles en ningún idioma conocido o desconocido. No tenía porque pelear una guerra que no fue mía, pero lo hice. Estoy seguro que sí.

Me considero que soy muchas personas al mismo tiempo porque sino no podría vivir con el único que soy. No podría verme en el espejo y lavarme los dientes e irme a trabajar de lo más normal, como si nada hubiese pasado, cuando sé que todo ha pasado. Cuando sé que a veces es más fácil subdividirse en pequeños yo distintos para no autodestruirse. Al menos cuando uno recuerda lo que vio, olió e hizo.

Porque a veces una foto puede hacer que te salten todo tipo de monstruos de seis cabezas desde lo  más profundo de la memoria. A veces es un olor. Otras, un libro de un viejo escritor. Y boom: Recuerdas. Y lo debes escribir para quitártelo de ti rápido. Porque es como el fuego. Mientras más rápido te lo quitas de encima. Menos te quemas. Y debo decir lo que estoy diciendo a pesar de que a nadie en absoluto le debería de interesar mis palabras. Palabras escupidas desde mí yo soldado. Desde ese que suele adueñarse de mí en las noches de pesadillas. Desde ese que a veces me hace desconfiar del vendedor árabe del puerto azul de Yaffa.

Espero no aburrirte con estás palabras tan personales y a la vez tan inútiles. Tratados sobre la guerra se han escrito hasta el hartazgo. Frases de soldados dan vueltas por el imaginario colectivo. Los héroes han muerto en algún momento. Porque los vivos que hemos visto «qué es el heroísmo», sabemos que solo los muertos se lo han ganado.