La calavera coqueta

vector-funny-candy-red-skull-with-glasses-and-teeth-on-black-background_170853347No te estoy jodiendo. Es en serio cuando te digo que mi primer juguete fue una calavera. No tenía maxilar inferior, eso sí. Estaba pintada de naranja con una especie de barniz que le daba una especie de simpático bronceado. Con la penuria de la nostalgia, puedo recordar que tenía una mirada algo vacía y se le había caído uno que otro diente. Hasta el último día que la vi, jugó conmigo, como era nuestra costumbre.

A veces te encontrabas a la calavera sobre uno de los volúmenes de libros que andaban por los armarios de mis tíos. Otras veces la veías sobre la cama de la abuela. Nunca sabías como llegaba de un lado a otro. Pero su presencia era palpable todos y cada uno de los días de mi vida. Yo siempre me preguntaba ¿Quién podría haber sido el dueño de aquel cráneo? ¿Cuál habría sido su vida? ¿Había creído en dios? ¿Había tenido hijos o nietos? ¿Había soñado con ser astronauta como yo? O ¿Habrían pasado cientos de años desde que murió?

Nunca pude responderme ninguna de esas preguntas y cuando le preguntaba a algún adulto me decían que aquella calavera era un objeto de estudio. Porque mis tíos estudiaban en San Marcos y parece que en San Marcos te repartían calaveras embarnizadas si es que querías saber como hacía juego una calavera embarnizada con el mobiliario de tu casa. Lo que yo aprendí de aquella calavera fue que habían sendos huecos dentro de las órbitas de los ojos (por donde pasan los nervios ópticos) y que si es que tienes una suerte algo rara, al menos una parte de ti puede pasar a ser el juguete de algún niño del futuro. Quizás ese niño te hable inclusive. Quizás te toque todos los recovecos y te meta cualquier tipo de sustancia por el orificio que dejo tu inexistente médula espinal.

La calavera me enseño a que al mal tiempo hay que ponerle buena cara. O al menos hacerte el inmutable. No importa como estaban las cosas por la casa, ella siempre guardaba el mismo gesto. Aunque de cuando en cuando perdía por ahí otro diente y el gesto le cambiaba algo.

Una vez llegó a la casa mi tío con un bote de pintura. Mi mamá y el resto de mis tíos andaban conmocionados con él. Me acerqué al bote pensando encontrar algún color de pintura increíble y lo que vi fue un cerebro en medio de algún liquido conservante. Puede que haya sido formol aunque no sé en verdad si un cerebro puede aguantar en formol. Lo que si sé es que aquel cerebro rosado estaba ahí dentro de un balde de pintura Tekno.

Lo primero que se me cruzo por la mente fue: Que asco. Lo segundo fue «ensamblar» a la calavera con el cerebro. No había leído nada del Doctor Frankeinstein aún pero por mi cabeza ya rondaban todo tipo de raras suposiciones y expectativas. Quizás uniendo los dos podría conseguir que la calavera vuelva en sí. O quizás el cerebro podría decirme lo que pensaba. Si solo lograse «meter» aquel cerebro por el orificio de la médula de mi calavera. Quizás así y solo así podría conseguir que sucediese algo «maravilloso».

Cuando todo el mundo se olvido del cerebro y estaba tranquilo en su balde de pintura Tekno, me acerqué a él. La calavera estaba a mi lado como a la expectativa de que algo increíble fuese a suceder. Me arrodille y abrí la tapa. Me salpicó algo del jugo ese en el brazo y me dieron un poquito de ganas de vomitar. La calavera seguía inmutable «mirando» cada cosa que yo hacía. Antes de meter las manos en el liquido ese pensé en como «introducir» el cerebro dentro de mi hermoso y calvo cráneo naranja. Quizás podría abrir con un desarmador el orificio de la médula espinal lo suficiente para poder meter el cerebro por ahí. Lo pensé mejor y me dí cuenta de que tenía que sacar o toda la parte superior o toda la parte inferior de la calavera para poder meter toda esa materia gris ahí. Lo pensé un poco más y me di por vencido. Tenía siete años y no me la podía dar de neurocirujano. Aunque eso no iba a evitar que toque aquel cerebro por primera vez en mi vida. Lo sopesé un rato y metí la mano. La metí rápido y con fuerza. Si puedo recordar bien le pegué al lóbulo frontal del hemisferio izquierdo de aquel cerebro. Pensé encontrarme con una materia mucho más consistente que la que realmente encontré. De pronto cuando saqué la mano solo tenía una especie de paté en la misma.El cerebro comenzó a deshacerse frente a mis narices. La calavera siguió inmutable y naranja como siempre.

Tapé el bote de pintura y metí la mano en la lavandería… El agua me limpió un poco los sesos que se me chorreaban entre los dedos. El asco era generalizado. Pero el terror a que mi tío descubriera lo que le había pasado a «su cerebro» era infinitamente mayor.

Supongo que mi tío cuando fue a ver su cerebro pensó que el haberlo metido en un bote de pintura y haberlo paseado por todo Lima antes de llegar a casa no había sido una buena idea. Y que el cerebro había sufrido una especie de aceleración en su descomposición. Yo por mi parte dejé de acercarme a cualquier residuo biológico que mis tíos trajeran a casa. Incluida mi amiga la calavera.

No sé si quiera donde puede haber terminado aquel bendito cráneo. Hace más de 25 años que no lo veo!

¿Que si soy raro por extrañar a la calavera coqueta?

Puede que sí…

Cartas de Recreo

Escribí mi primera carta de amor a los doce años. La escribí anónimamente y  la entregué a la receptora afirmándole que la carta la había escrito un admirador secreto y que yo solo era el intermediario. A partir de ese día escribí una carta por día. Día a día me acercaba en la hora del recreo y le entregaba la «carta del día». Ella las esperaba con ansias aunque daba a entender que no le importaba mucho el asunto.

El amor platónico duele. No sabía como demostrarle que yo era el interesado. No sabía como decirle que aquellas cartas tan interesantes y simpáticas las escribía yo de mi puño y letra cambiando un poco la caligrafía. Me estremecía con el solo hecho de estar cerca de ella y con su pequeña palma abierta mientras esperaba que yo le de «su correo». Después del colegio regresábamos juntos a casa. Ella era mi vecina. La chica de al lado. La que baila en las noches dentro de la casa mientras tú la contemplas desde afuera colgado de un árbol. Y como buenos vecinos de la misma edad, jugábamos mucho juntos y eramos parte de un grupo de críos que corrían de un sitio para otro.

«Desinteresadamente» me acercaba en medio de los juegos para preguntarle que pensaba del «escritor anónimo». Ella me evadía un poco diciéndome que lo que «él» escribía eran cosas privadas. A veces me suplicaba para que le devele la identidad del susodicho y yo le pedía que no me hiciera eso que yo jamás podría «traicionarlo». Pasaron los meses y las cartas continuaron llegando a sus manos siempre puntuales a la hora del recreo. Un día ella no se presentó a recibir su carta. La busqué por todas partes y la encontré coqueteando con un muchacho mayor. Aquel día tomé la penosa decisión de desenmascarar mi identidad en una última carta. En la más apoteósica de todas. Una que le disolvería el corazón en el instante en que la leyera. Informándole en el último renglón que «ese hombre…ese hombre…soy…yo…». Además de la prosa decidí ponerle unos cuantos dibujos de árboles y mariposas (no recuerdo porque lo hice si sabía bastante bien que dibujaba bastante mal). Le entregué la carta como si se tratase de cualquier otra y me fui. Al cabo de de diez segundos me entró un ataque de pánico aunque sabía bien que la suerte ya estaba echada. Aquel día no pude volver a casa con ella porque me moría de vergüenza. Esperé que se fuera y salí del colegio. Llegué a casa. Me eché en la cama a pensar en ella y me quedé dormido.

No paso nada. No se acercó al día siguiente, ni a los dos días. No se acercó a los tres ni a los cuatro muerta de amor por mí. Me desesperé y un día me planté frente a ella en el recreo. Ella se acercó despacio, sobreparó  a mi lado y luego siguió caminando fingiendo no conocerme. Aquella noche yo no pararía de lagrimear ni de moquear. Ella no me habló en lo que quedo del año lectivo y no me habló el año que vino después. En una incursión clandestina al campo de fútbol a las cinco de la tarde en un día soleado del año noventa y cuatro, vi como le daban su primer beso. Sufrí como solo se sufre de amor a los trece años. La vida había terminado para mí.

A partir de ahí me volví yo.

 

Noches de Apagón

Noches de apagón

Extraño las noches de apagón  extraño el aura de misterio que tenían,  extraño las luces de las velas, extraño la camaradería. Las  extraño porque, al menos en esas noches, parecíamos lo que supuestamente eramos: Una familia. Extraño las noches de apagón porque jugábamos cartas con mi papa y nos hacíamos trampa y nos reíamos y ganábamos y perdíamos  mientras mamá no paraba de sonreír a la luz de los mecheros y mientras tanto comíamos una que otra comida rápida y seguíamos jugando y nos contábamos historias y al fin de todo ese «Casino Royal» nos íbamos a dormir tranquilos y felices después de haber ganado o perdido y ya nada tenia tenia importancia  solo queríamos que el apagón continuase, porque sin el ruido molesto de la televisión que nos interrumpía casi siempre podíamos, al fin, hablar. Hablamos con nuestros padres, hablaba con mi hermano. Nos decíamos secretos que en noches con luz eléctrica jamás nos hubiésemos contado. Mascullábamos en silencio el nombre de las niñas que nos gustaban o a las que les gustábamos y nos reíamos mucho pensando en aquella mirada o en aquel cabello y  eramos niños. Extraño las noches de apagón por que podías salir a ver el cielo y te encontrabas a las estrellas que no podías ver casi nunca si la ciudad estaba iluminada y descubrías que en ese cielo nocturno casi siempre naranja se escondía un cielo oscuro y estrellado, mucho mas luminoso y hermoso. Y podías ver incluso platillos voladores y si mirabas muy hondo podías ver a dios y a los caballeros del zodiaco y dos extraterrestres. Extraño las noches de apagón porque mi papá contaba historias de guerra, historias de su niñez y por unos momentos lo sentíamos como si fuera uno de nosotros, un muchacho más, un poco mas crecido y peludo. Extraño las noches de apagón porque mi mamá sonreía casi siempre de alguna broma de mi viejo o de alguna indirecta que él le mandaba y que nosotros «gracias a nuestra inocencia» no entendíamos. Extraño la penumbra simpática y la falta de ruido. El silencio perfecto que se interrumpía solo por las vocesitas y susurros de los vecinos que disfrutaban de su noche de apagón al igual que nosotros. Extraño las noches de apagón porque me enseñaron que toda nuestra «civilización» y todos «los avances tecnológicos,  en vez de acercarnos más, nos ensimisman más dentro de nosotros mismos. Sin electricidad volvemos a ser el «grupo» «la familia» porque nos necesitamos y nuestra intensa capacidad de recibir información se ve satisfecha por lo que recibimos de parte de la gente que nos rodea y no de cajas bobas movidas por la electricidad y donde sale algún payaso vendiéndote algo. Extraño las noches de apagón por muchas cosas más. El ambiente romántico,  nuestras pupilas dilatadas brillando a la luz de las velas, las cartas o el monopolio en el que siempre alguien terminaba piconeandose y llorando, el cielo, el silencio, la camaradería de una familia pequeña constituida por cuatro gatos que vivieron e existieron a principios de los años noventa en un país tercermundista y olvidado, lleno de terrorismo, guerrillas, represiones y odio (las no tan agradables causas de mis queridos apagones) al que los noticieros internacionales conocían como el Perú (al lado de brasil).