Lima me llega

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Plaza de Armas deLima. Atrás, la Catedrál.

En Moby Dick, Herman Melville dice cosas poéticamente obscuras sobre Lima.

“¿No es el recuerdo de sus terremotos demoledores de catedrales, ni el embate de sus frenéticos mares; ni la infecundidad de sus cielos sin lágrimas, pues que nunca producen lluvias, ni el espectáculo de sus vastos espacios donde se alzan botareles inclinados, yacentes piedras sillares y cruces terciadas (como en un astillero de tumbadas flotas ancladas), ni sus avenidas suburbanas con paredones que se apoyan los unos contra los otros como revueltos mazos de naipes, lo que hace que Lima, la sin lágrimas, sea la más extraña y triste ciudad que usted pueda ver? Ello se debe a que Lima ha tomado el velo blanco, y existe el más alto horror en esta blancura, que define su tribulación. Vieja como Pizarro, esta blancura mantiene siempre nuevas sus ruinas, no admite el jovial verdor de su decaimiento: extiende sobre sus rotos terraplenes el rígido palor de una apoplejía que fija sus propias distorsiones”

No voy a escribir un post para quejarme de Lima ni para enumerar las cosas malas que tiene. Para mí Lima es una ciudad de mierda y punto. Si no eres peruano y quieres viajar a Perú, usa Lima como punto de escala y nada más. Hazme caso, no hay nada que hacer ahí, salvo comer. Ah! eso sí, si quieres comer delicioso, quédate en Lima. Fuera de eso: Nacas.

Hace cinco años que no viajaba a Lima y casi todo el mes de Octubre lo he pasado ahí. En la casa en la que crecí con la familia que me vio nacer, crecer e irme. Me encontré con algunos amigos. A varios de ellos no los había visto por casi veinte años. Desde aquel último día de cole, allá por Diciembre del año 96.

Además de eso:

He visto más amigos. He ganado tres kilos. He perdido un amigo también. Me he enterado que hay mucha gente que conocí y  ahora están muertos.  He visto a la gente un poco más vieja. Más cansada. Muy parecida a mí que estoy cada año un poquito más viejo y más cansado. He renegado mucho. He bebido Pisco sours. He abrazado a mi abuela fuerte. He dormido en mi cuarto de la infancia junto a mi peluche Kevin. Me he encontrado con mi madre y mi hermano que vinieron desde el norte del continente para cruzar sus vacaciones con las mías. He sobrevivido al asqueroso Jet Lag.

A mi parecer Lima es abominable. No me gusta su cielo plomo. No me gusta el caos vehicular. No me gusta que se deba a jugar a la ruleta rusa cada vez que cruzas una pista. No me gusta que sea la segunda ciudad más insegura del continente (después de Caracas). No me gusta ahora y no me gustaba hace 15 años cuando me fui. La gente limeña siempre orgullosa de su urbe me decían hace quince años: ¿Por qué no te largas si tanto te jode? Pues me largué. Ahora me dicen que no tengo el derecho a opinar porque me he ido y no sé de lo que estoy hablando. Una verdadera paradoja limeña.

El Perú es demasiado bonito para desperdiciar tu tiempo en la gris y sucia Lima.

Pero mi familia y amigos viven aún en Lima. Debo pisarla de cuando en cuando y a pesar de sufrir día a día con el horroroso tráfico y hacerme el Jason Bourne para que no me asalten, debo decir que han habido muchos buenos momentos compartidos con la gente que más quiero.

Nostalgia pura diran algunos.

Puede ser.

Porque pese a la horribilidad de la ciudad, el olor del aire cuando el mar está movido no lo he sentido en ningún sitio del mundo y ese suave aroma me arrastra a la niñez y a mis primeros amores y a mis comienzos vitales. Odio Lima pero amo recordar. Y Lima me arrastra por el jardín de los recuerdos hasta el punto que no lo hace ningún otro sitio. Porque me he matado a puñete limpio en Lima. Me he enamorado hasta las lágrimas. He estudiado en un colegio de sacerdotes cerca al mar. He hecho amigos para toda la vida. He vivido en una casa cálida y familiar con la mejor gente del mundo. En resumen, he hecho todo lo que jamás haré en ningún otro lugar y con ninguna otra gente.

Recordar es volver a vivir dicen, y este Octubre he vivido mis primeros veinte años condensados.

Espero no ver a Lima un buen tiempo para dejar que la nostalgia haga lo suyo y me llame como ella sola sabe.

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Niños a las afueras de Lima. Distrito de Pachacamac.

 

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La famosa Costa Verde en Lima, en una foto que le hace bastante bien…

 

Un despatriado

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Última foto que le tomé a Machu Picchu en el 2004. Los archivos digitales son más grandes ahora. Tanto que da vergüenza mostrar una foto de 2 megapixeles…. 🙂

 

No soy muy aficionado al calor. Prefiero el frío. Aún así, este verano para mí ha sido el más insoportable de todos. No sé si es el calentamiento global o soy yo el que se está haciendo viejo. Pero siento que me ahogo. Como un goldfish fuera de la pecera.

El año pasado en estás épocas estaba con mi esposa en los Pirineos.Disfrutando del aire límpio de la montaña. Este año estoy aquí (en Tel Aviv) con calor.

Viajamos el próximo mes a Perú. No sé si a las montañas, pero estoy seguro que la temperatura va a estar mucho más agradable que aquí.

Tengo 35 años. Me gusta tomar fotos que nadie ve. Me gusta escribir cosas que nadie lee. En unas semanas me voy de viaje al otro lado del mundo. Por casi un mes al país que me vio nacer y por el cual no siento ningún afecto.

Tampoco le tengo mucho afecto  a Israel. Lo siento como el lugar en el que vivo. He conocido gente maravillosa. Pero hay tantos problemas. Tanta tensión. Tanto odio. Tanta incertidumbre que te es imposible sentirte tranquilo o como en casa.

Creo que me siento un ciudadano del mundo. Me jode cuando ISIS explota  Paris o cuando vuelan medio Alepo. Odio cuando los palestinos le disparan cohetes a civiles israelíes y el mundo no dice nada. Aunque aborrezco la muerte de niños palestinos dentro de lo que se conoce como daños colaterales y nadie tampoco hace nada.

Me molestan muchas cosas que pasan alrededor del mundo. Y me siento conectado con la mayoría del planeta. Pero no tengo una identidad nacional. No soy un patriota. Ni beso una bandera. No en el medio oriente. No en sudamerica. No en Europa. No en Norteamerica. Sencilla y llanamente no me siento parte de.

Quizás me siento así porque tengo mucho calor. Y cuando tengo mucho calor me quiero ir de Israel y vivir en Islandia. Todos los años me pasa. En el verano es cuando peor me siento en Israel. Mucho calor y mucha guerra. Me ha tocado ir a tres guerras. Dos de ellas en el verano. Quizás por ello estoy traumado.

Puede ser…

Al Perú no lo quiero porque me robaban. O me querían robar todo el tiempo. No lo quiero por la corrupción. Por la falta de educación de la gente. No es que yo sea educado, pero me doy cuenta que no lo soy y hago lo posible para mejorarlo. No quiero al Perú porque tienen la mentalidad en el siglo XIX. Que si violan a una chica es la culpa de ella (de la chica) por vestirse con minifalda. Por provocar. Nop, eso no lo puedo aguantar. Por eso, apenas pude puse las patitas en un avión y me fuí de ahí para siempre. Y no deseo  volver jamás… a vivir.

Pero ahora vuelvo. No a vivir, sino a visitar. A los que quedan. A la gente que al cabo de los años se ha vuelto irreconocible porque toda una vida nos ha pasado a todos por encima. Los muchachos que deje están más gordos y calvos. Las chicas que bese son madres de familia de muchos retoños.  Las discotecas en las que baile están «pasadas de moda» o ya no existen. Los precios que disfrute se fueron a la mierda y ahora todo es mucho más caro. La vida que viví ahí ha desaparecido por completo.

No soy muy nostálgico. Pero sé que recorriendo algunas calles de Lima voy a sentir ganas de llorar por lo mucho que han cambiado. Salí del perú hace 14 años. He vivido en dos países desde entonces. He perdido mi identidad nacional y me he convertido en la cosa que soy: Un despatriado. Un fotógrafo mediocre. Un veterano. Un escritor que aburre. Un esposo en el sofá viendo Netflix.Un barbudo con tatuajes que camina en medio de Tel Aviv sin sentirse en casa. Un huevón que toma vino blanco chileno, pese a ser peruano,  en el medio del medio oriente.

 

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 Última foto en Tel Aviv (ayer en la tarde). Desde mi teléfono LG4… Cómo avanzó la tecnología en estos últimos años!!!

 

 

La calavera coqueta

vector-funny-candy-red-skull-with-glasses-and-teeth-on-black-background_170853347No te estoy jodiendo. Es en serio cuando te digo que mi primer juguete fue una calavera. No tenía maxilar inferior, eso sí. Estaba pintada de naranja con una especie de barniz que le daba una especie de simpático bronceado. Con la penuria de la nostalgia, puedo recordar que tenía una mirada algo vacía y se le había caído uno que otro diente. Hasta el último día que la vi, jugó conmigo, como era nuestra costumbre.

A veces te encontrabas a la calavera sobre uno de los volúmenes de libros que andaban por los armarios de mis tíos. Otras veces la veías sobre la cama de la abuela. Nunca sabías como llegaba de un lado a otro. Pero su presencia era palpable todos y cada uno de los días de mi vida. Yo siempre me preguntaba ¿Quién podría haber sido el dueño de aquel cráneo? ¿Cuál habría sido su vida? ¿Había creído en dios? ¿Había tenido hijos o nietos? ¿Había soñado con ser astronauta como yo? O ¿Habrían pasado cientos de años desde que murió?

Nunca pude responderme ninguna de esas preguntas y cuando le preguntaba a algún adulto me decían que aquella calavera era un objeto de estudio. Porque mis tíos estudiaban en San Marcos y parece que en San Marcos te repartían calaveras embarnizadas si es que querías saber como hacía juego una calavera embarnizada con el mobiliario de tu casa. Lo que yo aprendí de aquella calavera fue que habían sendos huecos dentro de las órbitas de los ojos (por donde pasan los nervios ópticos) y que si es que tienes una suerte algo rara, al menos una parte de ti puede pasar a ser el juguete de algún niño del futuro. Quizás ese niño te hable inclusive. Quizás te toque todos los recovecos y te meta cualquier tipo de sustancia por el orificio que dejo tu inexistente médula espinal.

La calavera me enseño a que al mal tiempo hay que ponerle buena cara. O al menos hacerte el inmutable. No importa como estaban las cosas por la casa, ella siempre guardaba el mismo gesto. Aunque de cuando en cuando perdía por ahí otro diente y el gesto le cambiaba algo.

Una vez llegó a la casa mi tío con un bote de pintura. Mi mamá y el resto de mis tíos andaban conmocionados con él. Me acerqué al bote pensando encontrar algún color de pintura increíble y lo que vi fue un cerebro en medio de algún liquido conservante. Puede que haya sido formol aunque no sé en verdad si un cerebro puede aguantar en formol. Lo que si sé es que aquel cerebro rosado estaba ahí dentro de un balde de pintura Tekno.

Lo primero que se me cruzo por la mente fue: Que asco. Lo segundo fue «ensamblar» a la calavera con el cerebro. No había leído nada del Doctor Frankeinstein aún pero por mi cabeza ya rondaban todo tipo de raras suposiciones y expectativas. Quizás uniendo los dos podría conseguir que la calavera vuelva en sí. O quizás el cerebro podría decirme lo que pensaba. Si solo lograse «meter» aquel cerebro por el orificio de la médula de mi calavera. Quizás así y solo así podría conseguir que sucediese algo «maravilloso».

Cuando todo el mundo se olvido del cerebro y estaba tranquilo en su balde de pintura Tekno, me acerqué a él. La calavera estaba a mi lado como a la expectativa de que algo increíble fuese a suceder. Me arrodille y abrí la tapa. Me salpicó algo del jugo ese en el brazo y me dieron un poquito de ganas de vomitar. La calavera seguía inmutable «mirando» cada cosa que yo hacía. Antes de meter las manos en el liquido ese pensé en como «introducir» el cerebro dentro de mi hermoso y calvo cráneo naranja. Quizás podría abrir con un desarmador el orificio de la médula espinal lo suficiente para poder meter el cerebro por ahí. Lo pensé mejor y me dí cuenta de que tenía que sacar o toda la parte superior o toda la parte inferior de la calavera para poder meter toda esa materia gris ahí. Lo pensé un poco más y me di por vencido. Tenía siete años y no me la podía dar de neurocirujano. Aunque eso no iba a evitar que toque aquel cerebro por primera vez en mi vida. Lo sopesé un rato y metí la mano. La metí rápido y con fuerza. Si puedo recordar bien le pegué al lóbulo frontal del hemisferio izquierdo de aquel cerebro. Pensé encontrarme con una materia mucho más consistente que la que realmente encontré. De pronto cuando saqué la mano solo tenía una especie de paté en la misma.El cerebro comenzó a deshacerse frente a mis narices. La calavera siguió inmutable y naranja como siempre.

Tapé el bote de pintura y metí la mano en la lavandería… El agua me limpió un poco los sesos que se me chorreaban entre los dedos. El asco era generalizado. Pero el terror a que mi tío descubriera lo que le había pasado a «su cerebro» era infinitamente mayor.

Supongo que mi tío cuando fue a ver su cerebro pensó que el haberlo metido en un bote de pintura y haberlo paseado por todo Lima antes de llegar a casa no había sido una buena idea. Y que el cerebro había sufrido una especie de aceleración en su descomposición. Yo por mi parte dejé de acercarme a cualquier residuo biológico que mis tíos trajeran a casa. Incluida mi amiga la calavera.

No sé si quiera donde puede haber terminado aquel bendito cráneo. Hace más de 25 años que no lo veo!

¿Que si soy raro por extrañar a la calavera coqueta?

Puede que sí…

Un paso más es un paso menos

 

«Un paso más es un paso menos». Solía repetirme eso una y otra vez. Aquella frase me la enseñaron en la armada en Perú hace bastante tiempo ya. Aunque creo que se le puede dar uso en cualquier ejercito o banda de mercenarios alrededor del mundo. Cuando estaba en el entrenamiento en la escuela de paracaidistas en el ejercito de Israel solía repetirme aquella frase una y otra vez. Solía hacer una que otra variación como «Un día más es un día menos» o «Un kilómetro más es un kilómetro menos» (la inspiración no me abundaba en aquellas épocas) Regresemos al paso. Paso a paso salíamos una vez por semana de marcha de campaña. Recuerdo que la primera que hicimos fue de tres kilómetros. Me pareció pan comido y en determinado instante pensé que si todo seguía así mi vida sería miel y azúcar.

Once meses después estaba en la última semana del entrenamiento. «La semana de la guerra» algo así como la recreación bélica más fidedigna que se le puede hacer a una unidad del ejercito. Una semana entera en la que prácticamente no se duerme. No se come. Los comandantes disponen a sus fuerzas manera que creen conveniente y utilizan estrategias ingeniosas para conquistar las posiciones del «enemigo». Tenemos a nuestra disposición helicópteros, mucho morteros, artillería, algo de tanques y muchísima munición. En fin. No voy a usar la palabra «divertido» porque no lo es. Al menos no notas mucho el cansancio porque todo el tiempo estás en movimiento. Mi sueño más largo en aquella semana duró cincuenta minutos aunque los sentí como si hubiesen sido cincuenta horas. «Combatimos» . Volamos de un sitio a otro en los Black Hawk. Explotamos tanques. Y tomamos las posiciones enemigas. Fin del cuento. «La semana de la guerra» había terminado. Me sentí demasiado feliz y a la vez realizado después de haber logrado culminar uno de las cosas más difíciles que he hecho en mi vida. Iba bromeando con los compañeros. Abrazándonos los unos a los otros. Sonriendo con placidez pensando en las duchas de la base. Pensando en la comida caliente del comedor…El Mayor a cargo nos pidió que nos reagrupáramos nuevamente. Nos dijo que habían nuevas ordenes. «Los egipcios atacan por el sur» nos dijo. «Varias unidades de infantería los están deteniendo lo mejor que pueden…» «Tenemos veinte horas para entrar en combate…así que nos ponemos en camino ahora». Nos dejó pasmados un segundo aunque luego regresó y nos dijo: «Esto es un ejercicio…seguimos en la semana de la guerra. Ahora comienza lo bueno…»

Lo «bueno» comenzó y empezamos a caminar con la munición y las armas. Una hora. Dos horas. Diez horas… En determinado instante dejé de pensar porque hasta eso me cansaba. Me repetía a mi mismo la frase de siempre «Un paso más es un paso menos» «Un paso más es un paso menos» Nunca en mi vida he estado tan extenuado. Mis piernas temblaban sin control y mi rodilla derecha estaba demasiado llena de agua como para verla con buenos ojos. Empezamos a caminar a la una de la tarde. A las tres de la mañana del día siguiente nos esperaba un convoy con comida y agua. Todos queríamos sentarnos pero no nos dejaron. El riesgo de hipotermia es alto de noche en el desierto  si es que estás muy mojado. Nos dieron quince minutos para comer y beber todo lo que queríamos. Comí muchas tortas de chocolate. Comí cantidades ingentes de pan con mermelada y me trague diez huevos duros. Ahí uno de los choferes del convoy nos soltó el dato que habíamos caminado setenta kilómetros y «solo» faltaban treinta.Cuando escuché treinta me derrumbé psicológicamente. Quise llorar. Quise pegarle a alguien. Aunque recordé que el culpable de aquel suplicio era yo y nada más que yo. De todas maneras lo que más quise fue a mi mamá.

Una vez que se corrió la voz por todo el batallón sobre lo treinta kilómetros que faltaban el silencio se apodero hasta de los más optimistas. Yo llevaba una radio de la época de la guerra de Vietnam en la espalda. Pesaba mucho y ya no la podía cargar. Le pregunté a uno que otro soldado si es que alguien la podía llevar por mi. Nadie se atrevió. Todos estaban hechos mierda. Yo lo entendí y me resigne a mi suerte. Cuando nos pusimos en movimiento nuevamente mis músculos estaban tan entumecidos que respirar me dolía. Bajé la cabeza para hacer caer el peso de la radio en la parte dorsal de la espalda y mientras miraba al piso caminé mirando mi pie izquierdo avanzar y luego el derecho. Supongo que en cierto instante aluciné o me dormí porque no recuerdo bien como transcurrieron aquellos treinta kilómetros. Solo sé que en determinado momento paramos. Un nuevo convoy nos esperaba con dulces y agua. Nos dieron cinco minutos.

Después de eso nos ordenaron abrir las camillas para transportar heridos. En cada camilla pusieron cuatros costales de arena de veinte kilos cada uno. Cuatro soldados llevarían una camilla al hombro (uno en cada esquina). A partir de ahí cada uno de nosotros se montaría sobre un hombro otros veinte kilos de peso. Las ganas de llorar se me habían ido y dieron paso a un estado de displicencia sin igual. Un estado de «ya que mierda más da….» Junto con mis tres compañeros levantamos nuestra camilla. Dolió. Un minuto después el mayor nos dijo: «Falta un Kilómetro y medio para que se conviertan en paracaidistas. Falta un kilómetro y medio para que dejen de ser lo que eran y pasen a ser lo mejor que pueden ser. Este kilómetro y medio es el más difícil de todos. Ven aquella montaña de ahí….Pues ahí nos dirigimos. Nos vamos a caer. Pero nos vamos a levantar y ningún puto va a renunciar. Israel esta orgullosa de ustedes. Son la sal de esta tierra….Andando!!!!»

Frases como esas se estudian en la escuela para comandar. Luego me aprendí unas cuantas cuando me tocó a mi levantar la moral de mis soldados. Aquel día aquella linda frase no sirvió de mucho. Estábamos hechos puré. Caminamos como zombies con el dolor intenso en el hombro en el que levantábamos el peso. En determinado instante me acordé de las procesiones en Perú. Sí.  Me sentía como algún pobre diablo llevando las andas de algún patrón o santito o Jesusito o virgencita. Aquel pensamiento me ayudo a pensar en otra cosa. Recordé en como la gente adornaba con flores las avenidas y en el olor del incienso. Los rayos semi naranjas del sol comenzaron a emerger a nuestra espalda por el este. La subida a la montaña fue brutal. En verdad nos caímos muchas veces. Nuestros propios comandantes y sargentos se metían debajo de las camillas para ayudarnos. Todos fuimos uno. Todos pujando hacia arriba. Pujando. Paso a paso. Despacio. Escuché muchos gemidos. Chicos quebrados llorando. Gritos de aliento de otros. Mi rodilla derecha dejo de funcionar y no pude doblarla más. Así que cojeé con dolor. Miré hacia la cumbre. Mientras el negro del cielo se estaba pintando de un azulino paraíso. Di todo lo que tuve. Lo di de verdad. Un paso más es un paso menos. Un paso más es un paso menos. La cumbre cada vez más cerca. Hasta que por fin.

Gritamos de alegría. Gritamos de dolor. Miré hacia el este y el amanecer me hizo lagrimear. A mis pies estaba el mar muerto cambiando de colores. Las montañas de Jordania se teñían de luz tenue. Me sentí tan hecho mierda que sentí gran parte de mi viejo YO morir en aquel camino. Me sentí nuevo. Me sentí vivo.

Nostalgia

Estamos alejados. Mi relación con ella nunca fue de lo mejor. La gente solía criticarme. Me decían que si no la quería era como si no quisiese a mi propia madre. Mi madre también me criticaba por eso. Hace once años que la dejé. Hace once años que en muchos aspectos no he dejado de añorarla. Pero así es la vida. Con la distancia nace la nostalgia y ya soy poco objetivo. Mis sentimientos por ella se han vuelto borrosos. Se han extinguido de mi carcasa. La tierra que me vio nacer ha dejado de ser para mí lo que debería: Una patria.

Sé que quizás las cosas que escribo suenen algo tontas o inmaduras o en el peor de los casos hasta traicioneras. Pero no amigos peruanos. No soy un traidor. Solo soy un expatriado. Soy un tipo que perdió el vinculo con la tierra que lo vio nacer para bien o para mal. Hay momentos en los que aún soy «un peruano» de corazón. Por ejemplo: Cuando juega la selección. Cuando Vargas Llosa se gana un Nobel o cuando Ivan Thais critica la «Papa a la Huancaína». Hay otros momentos en los cuales me siento tan lejos de mi peruanidad que me siento un ciudadano del mundo sin hogar fijo y sin refugio. Por ejemplo cuando Ollanta habla huevadas o Nadine es voceada para ser presidente o Fujimori habla de indultos o la Herradura se queda «nuevamente» sin arena. En esos momentos siento vergüenza ajena y me quiero «eyectar» automáticamente de mi identidad nacional. Hay muchos momentos en los cuales sencilla y llanamente «no me siento parte de…» . Por ejemplo: Cuando la gente habla de «Combate» y «Esto es Guerra» o de las pachotadas que sigue diciendo Carlos Cacho. Ahí si mi cordón umbilical con el aguaje, la quinua, las alpacas, la costa, la sierra y la selva, se va directamente a la mierda.

No suelo vivir pegado a la realidad de Perú. No soy un peruano fanático de lo que pasa en Lima. No leo los periódicos peruanos todos los días. Es más: Cada vez me importa menos lo que pasa por allá. ¿Y saben que? Duele no ser «Parte de…». Es el precio que pagamos los que nos hemos ido «para siempre». Perder el cariño de tu tierra y no ganar el cariño materno de otra. Porque como dicen: Madre hay una sola. Y en este caso mi «madre» esta lejos lejos y yo tengo una sarta de sentimientos encontrados cuando pienso en ella.

Hay momentos en los que me toca discutir con algún chileno sobre la nacionalidad del Pisco y bueno lo defiendo como si fuera una patente mía. Aunque siendo sincero después de tantos años afuera. Cualquier tipo que hable español pasa a ser tu connacional así haya nacido en Santiago y tú en Lima. Es algo que logra la distancia también. Te enseña a ver las cosas con la perspectiva idónea. Los «Sudacas» somos todos lo mismo y por ende nuestras nacionalidades se diluyen de a poquitos y dan paso a una especie de comunidad sudamericana que al fin y al cabo es lo que realmente somos.

Escribo esto porque estoy pensando en mi país. Escribo esto porque me importa. Acabo de leer un titular acerca de que Carlos Alcantara teme que lo secuestren porque su película es muy exitosa. No me jodan. Eso es un titular del «decano» de la prensa nacional. Repaso los titulares en los periódicos y lo único que siento es algo de pena (y nauseas) por una sociedad mal informada a propósito. No dejemos de lado que te llenan los titulares con culos. ¿Culos? Sí. Mujeres desnudas para llamar la atención del «lector». Sin palabras. Al comenzar este párrafo quise escribir algo entrañable y bonito hacia mi país y hacia mi gente. Entré a la pagina de «El Comercio» y se me revolvió el hígado y ya perdí la inspiración. ¿Se dan cuenta de lo que me pasa con algunas cosas en mi terruño?

Joder este post no tiene ni pies ni cabeza. Está tan enredado como mis sentimientos por el calor de Chiclayo, las arenas de Máncora, los balcones del centro de Lima, las nieves de Huaráz, la selva del Manu, el lago navegable más alto del mundo, el cañón más profundo del planeta, el Cóndor Pasa, la chicha morada, la maldita boa, el suspiro limeño, el Cuzco, el Misti, el Pisco (que se jodan los chilenos amigos), La Ciudad y los Perros, Jaime Bayly, La incontrastable, la ocopa, el ceviche, el mote, las conchas negras, las chicas alegres, los muñecos de año nuevo, el barrio de Magdalena, la criollada, la gente buena, los goles del chorri, los políticos de mierda, los choros de la Javier prado, la quinua, la kiwicha (que es la comida de la NASA), los buses de dos pisos, los manglares, las cucardas, Los Heraldos Negros, los comunistas de antaño, los terrucos locos, el mate de coca, los buenos amigos, las pichanguitas, Trampolin a la Fama, la rica Pilsén Callao, la punta y el Cantolao, el olor del mar, la neblina panza de burro, Bryce, la mazamorra, los tamáles de la tía de la vuelta, el frijol colado de la morena, la causa a la limeña, el raffting en el Apurimac, el camello Soto, el gol del Beto Carranza en cerro de Pasco, los andes, los andenes, el olor de la pachamanca, las ruinas de Chavin de Huantar, las Malcriadas del Trome, la U, la clasica toda la marinajavierpradobenavideshigueretaterminalllll, función estelar, juguete de motta, el Panetón, el chocotón, la nieve artificial en navidad, la pampa de la quinua, el jockey club, mi viejo, la lúcuma, los truenos de Iquitos, el Foker, los compañeros del colegio, los amigos de siempre, la gelatina royal y tu chancay de a veinte….

Esa es mi tierra. Así es mi Perú.