He tenido suerte

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Villa de Manang, Nepal, Septiembre del 2013.

 

En algunos lugares tribales de África te hacen saltar a los 15 años de un árbol bien alto. Algo parecido a un salto bungie. Te subes y saltas de cabeza amarrado de los pies con una Liana. Si no calculaste bien la medida de la misma y te quedas corto de liana  y tus brazos no tocan el suelo es un símbolo de cobardía, o si la mediste más larga de lo que debería ser y  tu cráneo pega contra el suelo, se abre como un coco y mueres  es un símbolo de valentía pero de estupidez; o, por el contrario, la mides exacta y las puntas de tus dedos rozan el suelo y tu cráneo queda intacto. Entonces sí hijo mío: Eres un hombre Valiente e inteligente y puedes reproducirte. Y ya tienes todo el derecho de casarte y perder tu virginidad.

A mí me tomó ser adulto 30 años por lo menos (aunque la virginidad la deje atrás un poco antes…). Nadie me hizo saltar de un árbol. Nadie me leyó la Torá. Yo mismo auto-determiné mi adultez cuando yo mismo me sentí listo. Hoy no tengo ningún reparo en decir que soy un adulto hecho y derecho. Me conozco. Sé lo que valgo y sé de qué pie cojeo.

Conozco lo bueno, lo malo y lo feo de mí mismo. Me ha tomado tres décadas decidir por mi mismo que «ya estoy grande» y además de decidirlo, sentirlo.

Quizás me demoré porque la mayoría de la gente de mi generación, nacida en el mundo occidental, se demoró también. Somos ese grupo de gente que no compra departamentos ni casas y que vive con sus papás hasta bien entrada la treintena. Somos esa generación de barbudos y tatuados que vive de manera hedonista y egocentrista. Somos esos a los que se les hace tan difícil tener hijos. Esos que piensan en viajar todo el tiempo  y que te pueden animar una tertulia hablándote sobre  la calidad del Latte Machiatto que toman.  No tengo nada contra eso: Yo también soy así.

Aunque yo haya crecido lejos de casa desde los 21 años. Me haya casado a los 23, nunca me he considerado realmente un hombre adulto. Quizás, en retrospectiva, puedo decir que los treinta fueron mi punto de quiebre y que fue la edad en la que dejé de ser un muchacho para volverme un hombre.

Tomó mucho. Y tomó mucho porque me he desarrollado en una sociedad facilista. No crecí peleando contra la sequía en Africa o en una sociedad cazadora recolectora de antaño. Vi Dragon Ball Z y en mis veranos he tenido siempre un refrescante aire acondicionado. El hambre no me ha perseguido. Las comodidades del mundo moderno sí.

He tenido suerte. Todos los días pienso en eso. Todos los días agradezco a la teoría del caos y las probabilidades que, justo yo, haya podido madurar recién a los treinta y que haya crecido en un mundo calientito y bonito y que nada realmente haya sido tan difícil como para haber madurado antes.

He tenido la suerte de viajar y ver niños trabajando desde muy niños. Hombres de cuarenta años ancianos. He tenido la suerte buena o mala de ver la guerra y ver lo que perder la guerra le hace  a la gente: La hace crecer rápido. La hace envejecer. Le acorta la vida. Me ha pasado que he encontrado muchachos de 18 en los territorios palestinos que parecen de 40 y hombres de 40 que parecen ancianos. Lo he visto con mis propios ojos. Nadie me lo ha contado.

He tenido suerte como supongo la has tenido tú que estás leyendo estas líneas.

 

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Mi porter en Nepal. Cargando 30 kilos en la espalda por 4 dólares al día.

 

 

Un despatriado

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Última foto que le tomé a Machu Picchu en el 2004. Los archivos digitales son más grandes ahora. Tanto que da vergüenza mostrar una foto de 2 megapixeles…. 🙂

 

No soy muy aficionado al calor. Prefiero el frío. Aún así, este verano para mí ha sido el más insoportable de todos. No sé si es el calentamiento global o soy yo el que se está haciendo viejo. Pero siento que me ahogo. Como un goldfish fuera de la pecera.

El año pasado en estás épocas estaba con mi esposa en los Pirineos.Disfrutando del aire límpio de la montaña. Este año estoy aquí (en Tel Aviv) con calor.

Viajamos el próximo mes a Perú. No sé si a las montañas, pero estoy seguro que la temperatura va a estar mucho más agradable que aquí.

Tengo 35 años. Me gusta tomar fotos que nadie ve. Me gusta escribir cosas que nadie lee. En unas semanas me voy de viaje al otro lado del mundo. Por casi un mes al país que me vio nacer y por el cual no siento ningún afecto.

Tampoco le tengo mucho afecto  a Israel. Lo siento como el lugar en el que vivo. He conocido gente maravillosa. Pero hay tantos problemas. Tanta tensión. Tanto odio. Tanta incertidumbre que te es imposible sentirte tranquilo o como en casa.

Creo que me siento un ciudadano del mundo. Me jode cuando ISIS explota  Paris o cuando vuelan medio Alepo. Odio cuando los palestinos le disparan cohetes a civiles israelíes y el mundo no dice nada. Aunque aborrezco la muerte de niños palestinos dentro de lo que se conoce como daños colaterales y nadie tampoco hace nada.

Me molestan muchas cosas que pasan alrededor del mundo. Y me siento conectado con la mayoría del planeta. Pero no tengo una identidad nacional. No soy un patriota. Ni beso una bandera. No en el medio oriente. No en sudamerica. No en Europa. No en Norteamerica. Sencilla y llanamente no me siento parte de.

Quizás me siento así porque tengo mucho calor. Y cuando tengo mucho calor me quiero ir de Israel y vivir en Islandia. Todos los años me pasa. En el verano es cuando peor me siento en Israel. Mucho calor y mucha guerra. Me ha tocado ir a tres guerras. Dos de ellas en el verano. Quizás por ello estoy traumado.

Puede ser…

Al Perú no lo quiero porque me robaban. O me querían robar todo el tiempo. No lo quiero por la corrupción. Por la falta de educación de la gente. No es que yo sea educado, pero me doy cuenta que no lo soy y hago lo posible para mejorarlo. No quiero al Perú porque tienen la mentalidad en el siglo XIX. Que si violan a una chica es la culpa de ella (de la chica) por vestirse con minifalda. Por provocar. Nop, eso no lo puedo aguantar. Por eso, apenas pude puse las patitas en un avión y me fuí de ahí para siempre. Y no deseo  volver jamás… a vivir.

Pero ahora vuelvo. No a vivir, sino a visitar. A los que quedan. A la gente que al cabo de los años se ha vuelto irreconocible porque toda una vida nos ha pasado a todos por encima. Los muchachos que deje están más gordos y calvos. Las chicas que bese son madres de familia de muchos retoños.  Las discotecas en las que baile están «pasadas de moda» o ya no existen. Los precios que disfrute se fueron a la mierda y ahora todo es mucho más caro. La vida que viví ahí ha desaparecido por completo.

No soy muy nostálgico. Pero sé que recorriendo algunas calles de Lima voy a sentir ganas de llorar por lo mucho que han cambiado. Salí del perú hace 14 años. He vivido en dos países desde entonces. He perdido mi identidad nacional y me he convertido en la cosa que soy: Un despatriado. Un fotógrafo mediocre. Un veterano. Un escritor que aburre. Un esposo en el sofá viendo Netflix.Un barbudo con tatuajes que camina en medio de Tel Aviv sin sentirse en casa. Un huevón que toma vino blanco chileno, pese a ser peruano,  en el medio del medio oriente.

 

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 Última foto en Tel Aviv (ayer en la tarde). Desde mi teléfono LG4… Cómo avanzó la tecnología en estos últimos años!!!

 

 

Una noche.

No tengo como contar este cuento sin reírme de mí mismo. Es cierto que reírse de uno mismo es una buena terapia. Para mí suele ser algo, a veces, vergonzoso. Pero es que no me queda de otra cuando recuerdo lo que pasó en el desierto una noche del 2005. Quizás era Agosto o Quizás Setiembre. No lo sé. Era verano y pese a que en el día podías hornear un pan con solo dejarlo en el patio, en la noche podías llegar a sentir un frío que calaba hasta lo más recóndito de tu ser. Un frío que se adueñaba de tus pensamientos. De tus sentimientos y lentamente y poco a poco, te quebraba.

Aquella noche estaba haciendo la guardia de Mahazin (El que escucha). Mi trabajo era velar el sueño de mis compañeros mientras escuchaba la radio. El único problema era que no entendía nada de lo que decían en la radio. No sabía hablar hebreo. La radio MQ-64 de la época de la guerra de Vietnam no era, vamos a decirlo así, reproductora de sonidos de alta fidelidad. Para mí todo sonaba she she she raaa raaa raaa. Pero era el ejercito de Israel a nadie le importaba demasiado mis capacidades comunicativas.

Estaba sentado en un mojón de cemento. Con uniforme de combate y con sandalias al mismo tiempo. Un día antes habíamos regresado de una caminata de más de 40 kilómetros y los zapatos militares me habían destrozado los pies. El médico de la base me dio un permiso para usar sandalias por dos días. Fue delicioso. Lo recuerdo hasta hoy.

Recuerdo que había una mesa. En la mesa nos dejaban fruta para que los soldados hambrientos que se levantaran en medio de la noche tuviesen algo que comer. La fruta no era muy fresca. Por no decir que la mayoría estaba podrida. No podía ser muy diferente con las temperaturas de la mañana de más de cuarenta grados. Eran las dos de la mañana y hacía frío. Me dolían los pies en sandalias por el frío y comencé a odiar al Doctor que me había dado el permiso para usarlas. La caja de frutas estaba ahí a mi lado. Habían plátanos negros.  Habían un par de manzanas. Había un melón aguachento que olía a vinagre.

El olor del desierto de noche es algo que no se puede poner en palabras. Solo huele a él. Quizás a eso huele la soledad. Eso no lo sé, ya que nunca he estado realmente solo. Las frutas olían a vinagre balsámico. Sabía que estaban mal pero tenía hambre y mi estomago rugía. Quizás el frío me dio más hambre. Quizás el hecho de estar sentado en un mojón de cemento escuchando a una radio vieja sin entender nada, despertó en mí el apetito. De pronto me acordé de todo el peso que había perdido en los últimos meses (más de 10 kilos) y me dio más hambre. Miré hacia la caja de fruta y babeé. Me levanté y caminé haciendo ruido con mis sandalias  destruyendo el silencio perpetuo de la noche. Miré la fruta y lo único comestible por ahí era una manzana verde. De esas ácidas. Se veía más o menos comestible y poco a poco bajo una noche de luna llena me fui enamorando de ella. Cuando fui a tomarla sentí que algo se movía por debajo de ella. Salté hacia atrás y de una manera instintiva apunté con mi M-4 a la caja de fruta. Apunté como si el ejercito Iraki estuviese debajo de la misma, moviéndose con premura. Apunté como si un terrorista suicida se estuviera escondiendo entre los plátanos y por un pelo, no disparé.

Toqué la manzana con el cañón del fusil. Unos ojos rojos me miraron sin miedo. Supongo que aquellos ojos veían el terror en los míos. Una cola larga y pelada estaba enrollada en la esquina de la caja y de pronto emergió de las profundidades de la misma la más monstruosa rata que había visto jamás. Nadie me había explicado ni entrenado acerca de como reaccionar en esa situación. Sabía que no podía meterle un tiro a una rata parada en dos patas mirándome con ojos de pocos amigos y sacando sus dientes perla de la boca. Sabía que un tiro en esa zona del mundo podría causar la tercera guerra mundial si es que se hacía en el momento y en el lugar inadecuado. Jalé la manzana con el cañón hacia mí. Pensé en lavarla con jabón. No dejaría que una rata miserable impida que sacié mi hambre. Pero cuando la manzana empezó a rodar hacia mí la rata la jaló hacia ella y me di cuenta que aquella rata no me tenía el más mínimo miedo. Es más, sentí que me despreciaba. Y que consideraba que aquella única fruta comestible de la noche sería de ella y no mía.

Yo había pasado innumerables suplicios para llegar hasta ese punto del entrenamiento. Quería ser un héroe y para ser uno, me debía comportar como uno. No me dejé amedrentar y jalé la manzana hacia a mí nuevamente. La rata la jalo hacia ella y así forcejeamos un par de minutos. Tiro yo, tira ella, tiro yo, tira ella. Le podía meter el cañón del fusil en la cabeza y hacerla huir, pero eso iba en contra de mi estúpido sentido del honor. Un honor que hasta ese punto me había puesto  en esa precisa situación. Sirviendo en un ejercito para ser aceptado como uno de los suyos. Arriesgando el pellejo para ser parte de. Pero eso es ya otra historia. La rata tenía hambre y quería mi manzana. Yo tenía hambre y quería la manzana de la rata.

Me saqué la sandalia izquierda y se la tire. La rata huyó sin premura. Sencilla y llanamente se dio cuenta que yo era más fuerte que ella y se fue con la mirada esa de que quizás perdió la batalla pero no la guerra. Vi su cola deslizándose en el piso de cemento, mientras se introducía despacio y sin premura en el desierto infinito. Se sumergió en el silencio profundo de la noche. Roto solo de cuando en cuando por una radio superviviente de mil guerras pasadas y por el sonido que hacían los chacales.

Tomé la manzana y me fui al baño. Le eché jabón dana. Una especie de jabón que se usa en el ejercito para limpiar inodoros, lavarte las manos, bañarte, desinfectar heridas, limpiar los suelos y, como no, desinfectar comida que ha estado en contacto con roedores. Le metí un buen mordisco y sentí su acidez deliciosa.

La calavera coqueta

vector-funny-candy-red-skull-with-glasses-and-teeth-on-black-background_170853347No te estoy jodiendo. Es en serio cuando te digo que mi primer juguete fue una calavera. No tenía maxilar inferior, eso sí. Estaba pintada de naranja con una especie de barniz que le daba una especie de simpático bronceado. Con la penuria de la nostalgia, puedo recordar que tenía una mirada algo vacía y se le había caído uno que otro diente. Hasta el último día que la vi, jugó conmigo, como era nuestra costumbre.

A veces te encontrabas a la calavera sobre uno de los volúmenes de libros que andaban por los armarios de mis tíos. Otras veces la veías sobre la cama de la abuela. Nunca sabías como llegaba de un lado a otro. Pero su presencia era palpable todos y cada uno de los días de mi vida. Yo siempre me preguntaba ¿Quién podría haber sido el dueño de aquel cráneo? ¿Cuál habría sido su vida? ¿Había creído en dios? ¿Había tenido hijos o nietos? ¿Había soñado con ser astronauta como yo? O ¿Habrían pasado cientos de años desde que murió?

Nunca pude responderme ninguna de esas preguntas y cuando le preguntaba a algún adulto me decían que aquella calavera era un objeto de estudio. Porque mis tíos estudiaban en San Marcos y parece que en San Marcos te repartían calaveras embarnizadas si es que querías saber como hacía juego una calavera embarnizada con el mobiliario de tu casa. Lo que yo aprendí de aquella calavera fue que habían sendos huecos dentro de las órbitas de los ojos (por donde pasan los nervios ópticos) y que si es que tienes una suerte algo rara, al menos una parte de ti puede pasar a ser el juguete de algún niño del futuro. Quizás ese niño te hable inclusive. Quizás te toque todos los recovecos y te meta cualquier tipo de sustancia por el orificio que dejo tu inexistente médula espinal.

La calavera me enseño a que al mal tiempo hay que ponerle buena cara. O al menos hacerte el inmutable. No importa como estaban las cosas por la casa, ella siempre guardaba el mismo gesto. Aunque de cuando en cuando perdía por ahí otro diente y el gesto le cambiaba algo.

Una vez llegó a la casa mi tío con un bote de pintura. Mi mamá y el resto de mis tíos andaban conmocionados con él. Me acerqué al bote pensando encontrar algún color de pintura increíble y lo que vi fue un cerebro en medio de algún liquido conservante. Puede que haya sido formol aunque no sé en verdad si un cerebro puede aguantar en formol. Lo que si sé es que aquel cerebro rosado estaba ahí dentro de un balde de pintura Tekno.

Lo primero que se me cruzo por la mente fue: Que asco. Lo segundo fue «ensamblar» a la calavera con el cerebro. No había leído nada del Doctor Frankeinstein aún pero por mi cabeza ya rondaban todo tipo de raras suposiciones y expectativas. Quizás uniendo los dos podría conseguir que la calavera vuelva en sí. O quizás el cerebro podría decirme lo que pensaba. Si solo lograse «meter» aquel cerebro por el orificio de la médula de mi calavera. Quizás así y solo así podría conseguir que sucediese algo «maravilloso».

Cuando todo el mundo se olvido del cerebro y estaba tranquilo en su balde de pintura Tekno, me acerqué a él. La calavera estaba a mi lado como a la expectativa de que algo increíble fuese a suceder. Me arrodille y abrí la tapa. Me salpicó algo del jugo ese en el brazo y me dieron un poquito de ganas de vomitar. La calavera seguía inmutable «mirando» cada cosa que yo hacía. Antes de meter las manos en el liquido ese pensé en como «introducir» el cerebro dentro de mi hermoso y calvo cráneo naranja. Quizás podría abrir con un desarmador el orificio de la médula espinal lo suficiente para poder meter el cerebro por ahí. Lo pensé mejor y me dí cuenta de que tenía que sacar o toda la parte superior o toda la parte inferior de la calavera para poder meter toda esa materia gris ahí. Lo pensé un poco más y me di por vencido. Tenía siete años y no me la podía dar de neurocirujano. Aunque eso no iba a evitar que toque aquel cerebro por primera vez en mi vida. Lo sopesé un rato y metí la mano. La metí rápido y con fuerza. Si puedo recordar bien le pegué al lóbulo frontal del hemisferio izquierdo de aquel cerebro. Pensé encontrarme con una materia mucho más consistente que la que realmente encontré. De pronto cuando saqué la mano solo tenía una especie de paté en la misma.El cerebro comenzó a deshacerse frente a mis narices. La calavera siguió inmutable y naranja como siempre.

Tapé el bote de pintura y metí la mano en la lavandería… El agua me limpió un poco los sesos que se me chorreaban entre los dedos. El asco era generalizado. Pero el terror a que mi tío descubriera lo que le había pasado a «su cerebro» era infinitamente mayor.

Supongo que mi tío cuando fue a ver su cerebro pensó que el haberlo metido en un bote de pintura y haberlo paseado por todo Lima antes de llegar a casa no había sido una buena idea. Y que el cerebro había sufrido una especie de aceleración en su descomposición. Yo por mi parte dejé de acercarme a cualquier residuo biológico que mis tíos trajeran a casa. Incluida mi amiga la calavera.

No sé si quiera donde puede haber terminado aquel bendito cráneo. Hace más de 25 años que no lo veo!

¿Que si soy raro por extrañar a la calavera coqueta?

Puede que sí…

Sequía Mental

Mi vida blanda y deliciosa está supeditada a estos dos personajes…

 

¿Qué pasa cuando tienes una sequía mental? Nada. Piensas en que demonios escribir. Buscas temas. Esperas la inspiración. Recuerdas anécdotas de tu infancia. Nada te pinta bien. Tu abuela es un buen personaje para una novela. Pero quizás es un ser humano demasiado «completo» para meterlo en un post de tu mísero blog. Piensas en tus familiares cercanos. Todos son gentes de bien. Seguidores del orden social. Profesionales con un horario de «gente normal». No. No hay mucho que escribir al respecto. Piensas en tu papá. Quizás de él puedes escribir algo bueno. Quizás de los malos tiempos. Quizás de los buenos. Quizás del camino de piedras al lado del arroyo de aguas diáfanas en las montañas de Matucana. En el que tu viejo se metió con un Toyota Corona sedán del ochenta y seis. Un camino en el que los burros y caballos corrían  el riesgo de desbarrancarse. Tu viejo ahí cagándose de miedo. Manejando despacito. con el abismo de trescientos metros al lado. Quizás sea una buena historia. Quizás no. A quien demonios le puede importar escuchar o leer de eso. No. No es interesante. Tu viejo es un «personaje» pero a nadie que no sea a ti o a unos cuantos mortales más les gustaría oír o leer algo sobre él. Quizás podrías escribir del ejercito. Aunque ya aburre. Siempre tú y tu cantaleta de guerras que a nadie le importan. Solo a ti y a tus amigos heridos y a los que quedaron sanos y salvos pero que recuerdan la guerra cada día. Quizás ya escribiste algo muy parecido a lo que estás escribiendo en este instante. Puede ser cierto. Puede que no. Quizás debas pensar en nuevas cosas. Aunque tu problema es «precisamente ese» que no tienes nuevas cosas en las que pensar. Siempre retornas a las mismas tonteras y aburres a la gente con tus mismos cuentos. Quizás puedas hablar del Everest que te está esperando ahí entre Nepal y Tibet. Solo y erecto. Erecto hasta acariciar el espacio exterior. No. Parece que  has perdido el touch. Se te secaron las ideas. Se te acabo el momentum. Quizás no. Quizás tengas algo aún que dar. Quizás debas emborracharte como Bukowski o como Hemingway. Salir de putas y buscar alguna pelea. Que alguien te reviente la nariz o que tu le revientes un chopp de cerveza a alguien en la cabeza. ¿Qué escritor que se digne llamarse así (aunque sea el escritor de un misero blog) se dedica como tú a hacer deporte todos los días? ¿A casi no beber? ¿A correr medias maratones? ¿A buscar la montaña más alta del mundo? ¿Qué escritor del infierno nunca se ha fumado un porro? No tienes ideas porque no vives para tenerlas. Te has vuelto blando. Tu vida es de ensueño. El problema más grande que tienes en el día a día es «quién va a lavar los platos» o «quien va a bajar al perro en la noche». Desde la guerra del año pasado no te ha pasado nada digno de ser escrito. ¿Cómo demonios no vas a tener una sequía mental? Acabas de dar en el clavo. Para escribir bien tienes que vivir mal. Así que divórciate. Mata a tu perro. Vuela tu casa. Quema tus cosas. Menos tu computadora. Búscale una pelea a alguien en la calle. Pega o que te peguen. No importa. Encuéntrate con la ciudad de la noche. Fúmate unos porros. Duerme en la calle y báñate en el mar. Come sobras y cógete a mujeres fáciles y de mal vivir. Sí. Eso es lo que debes hacer. Vas a poder escribir de puta madre después de todo eso. Vas a ser un escritor de antología. Te van a recordar en la clases de literatura del año dos mil setenta y cinco. Sí. El «único» problema es que amas a tu mujer. Te gustan las lamidas entre los dedos de los pies que te da tu pastor alemán. Comes sano separando «Carbos» de Proteínas y grasas. No fumas ni siquiera cigarros. Y si una chica del mal vivir se te acerca te meas en los pantalones. Mejor olvídate de escribir bien y continúa escribiendo las mismas idioteces de siempre.

Había una vez un pastor

 

Nos dieron la orden de formar una unidad de voluntarios que saliera cada noche a matar perros. Cuando escuché aquella orden por primera vez me dí cuenta de que todo se había ido al garete. No es que me importen demasiado los animales. Es más. No me gustan nada. El problema para mí fue que tenía que matar a los perros para que ellos no me maten a mí. Me sentí en una película de ciencia ficción. De esas en la que el ser humano prácticamente no existe y los animales han vuelto a tomar el control de todo. Jaurías de perros asesinos. Sí. Eso era el Sarajevo del noventa y cuatro. A finales del siglo veinte combatimos contra peligros del siglo tres.

El nombre Sarajevo no te inspiraba más que terror o aburrimiento. Una capa de niebla invadía la ciudad prácticamente todo el año. Mis compañeros de la legión extranjera y yo estábamos instalados en una pequeña aldea entre Zenica y Sarajevo a veinte kilómetros al norte de esta última. Te voy a decir una cosa Tete. Esos bosnios. Croatas. Serbios y albanos estaban demasiado enredados entre si mismos. Cada uno lleno de ira contra las otra etnias. Que si unos musulmanes. Que si otros cristianos ortodoxos. Que si aquellos católicos. Todos estaban entrelazados por las iras del odio étnico y racista y del fanatismo. Si me preguntas a mi como Yugoslavia los mantuvo unidos los unos a los otros sin que se maten. Te voy a responder que no tengo la más puta idea. Esos tipos si que se odiaban. Y nos odiaban a nosotros los cascos azules. No les importaba mucho que fueras americano. Francés. Filipino o inglés. Debías morir por meterte en su conflicto sin sentido. Una vez que nos cargamos a muchos bosnios y serbios en Sarajevo y gran parte de la población civil había huido hacia el campo. Nos quedo lidiar con los francotiradores de los dos bandos. Ellos se mataban entre ellos y entre ellos se dedicaban a matarnos a nosotros. Quedaron los francotiradores y quedaron los perros. Que al fin y al cabo les importaba una mierda que sus dueños hayan sido Croatas o serbios o bosnios o albaneses o cualquier otra cosa. Ellos solo querían comer. Y te lo cuento a ti tete. No se lo cuento a mucha gente. Pero esos perros del demonio se comían a la gente que salía de sus casas en las noches a buscar comida. O invadían una que otra casa y se comían a los niños pequeños. En el mejor de los casos se comían los cadáveres de bosnios o croatas o serbios muertos. A esos perros se les veía grabado en los ojos su retorno al salvajismo. No eran más domésticos ni lo serían jamás. Los perros daban más miedo que los francotiradores bosnios o serbios. No tenían nacionalidad y no les importaba una mierda la tuya. Así que los tuvimos que matar a todos.

Salimos de redadas mataperro todas las noches. A veces a la una a veces a las tres de la madrugada. Les dejábamos pedazos de carne envenenada para que los más tontos al menos mueran rápido. Al día siguiente encontrábamos casi siempre unos cinco perros muertos. Lo de la carne no funcionó por mucho tiempo. Los perros no son estúpidos. Son más inteligentes que los lobos. Han vivido demasiado tiempo con nosotros y nos conocen bastante bien. A la semana dejaron de comer las carnes envenenadas. Así que: Salimos a cazar. Los cazamos como en los viejos tiempos. Con francotiradores y miras telescópicas. Les disparábamos directamente en la cabeza para que no sufrieran. Ellos no tenían la culpa de que sus dueños bosnios hayan matado a sus dueños serbios y que sus dueños croatas hayan explotado a todos juntos después. Ellos solo tenían hambre y les habíamos enseñado demasiadas cosas de humanos. Así que les volábamos las cabezas lo mejor que podíamos. Casi sin dolor. Al cabo de un mes Habíamos matado unos cientos. Quedaba una pequeña jauría comandada por un pastor alemán de cuarenta kilos. Mucha gente en las aldeas de alrededor decían que era un lobo que comandaba a los perros. Yo no les creía porque sabía la verdad. Su dueño había sido un bosnio  dueño de una cadena de tiendas de repuestos automotrices. Los croatas mataron a toda su familia  pero antes de eso violaron a su mujer y a sus dos hijas delante de su cara. No le quedo más remedio que tomar si pistola Colt de nueve milímetros. Metérsela a la boca y volarse la cabeza. Nunca critiques a los suicidas tete. Uno nunca sabe cuando se puede encontrar una buena razón para pegarse un buen tiro. Este tipo tenía una linda casa con un lindo jardín y unas lindas begonias. En aquel jardín vivía el pastor alemán que meses más tarde los pobladores confundirían con un lobo y del cual contaban historias. Decían que medía un metro sesenta parado en cuatro patas y que en su hocico podía albergar un cráneo humano. Era un pastor alemán común y corriente tete. Te lo digo yo que lo vi con mis propios ojos el día en  que pasó a mejor vida o a peor. Nadie sabe que nos depara la pelona. Así que era un pastor alemán algo flaco y desgarbado. Pero inteligente como un ingeniero de sistemas de Microsoft. Nos tomó dos meses volarle la cabeza. Al final lo hice y sonreí al verlo ahí terminado. La guerra te hace mierda tete. Llegué de veintitrés años a Sarajevo. Regresé a Francia a los veinticuatro. Había matado bosnios. Serbios. Croatas y a un pastor alemán inteligente.

Fiesta en el Mediterráneo

Fiesta de playa. Arena. Sol. Mar turquesa. El mediterráneo. Chicos guapos. Chicas más guapas todavía. Ya estoy viejo para estos trotes y me siento algo estúpido al principio. La música de un DJ invade el aire calenturoso de las doce y treinta de la tarde. Los bikinis floreados abundan. Los pectorales erectos y con bronceador se lucen bajo el sol. La cerveza se chorrea de a cientos de litros por segundo. La gente esta entrando en calor de a pocos. Están esperando que entré la banda «Balkan Beat Box» y que suba al escenario. Es el medio oriente y hay una interesante mezcla de razas y de colores en la arena caliente. Me fijo en todo eso y en las espectaculares tetas de la chica de la barra. Estoy feliz aunque me doy cuenta de que ya estoy algo cochambroso para estos trotes. Ella está a mi lado bebiendo sin compasión una gran cantidad de cerveza israelí Goldstar. Estamos expectantes de que suba el grupo. No sube. No importa. Seguimos bebiendo y conversando banalidades. Encontramos a un amigo haciendo de Bar-tender en una de las cuatro barras incrustadas en la arena. Nos invitó un par de cervezas y seguimos bebiendo. En algún momento después de tanta bebida nuestras vejigas no dieron más y tuvimos que ir a mear en las aguas tibias del mediterráneo. Ella fue primero. Yo me quedé cuidando el sitio. Miré hacia mi izquierda: Tenía demasiadas chicas demasiado guapas. Miré hacia mi derecha: Más chicas, mas guapas aún. Esperé feliz que ella regresara. Unos diez minutos y un litro de cerveza después ella regresó corriendo. Pensé que estaba muy feliz de verme. Venía con una sonrisa de oreja a oreja. Me dijo que le había pasado la cosa más rara del mundo. Le pregunté que había pasado. Me dijo: «No sabes a quien acabo de ver en la playa, dentro del mar...». «¿A quién?» le pregunté. «Al ex- presidente del Perú Alejandro Toledo».

No solo lo vio nadando en el mediterráneo. Se le acercó y la conversación que se dio a continuación fue algo así:

-¿Toledo?…. ¿Alejandro Toledo?- Lo dijo con una sonrisa y extendiendo la mano.

El ex presidente la miró con estupor y se quedo boquiabierto ya que alguien en una fiesta de locura, en la playa, en el medio oriente,  a orillas del mediterráneo,  lo había reconocido.

-¿Sí?…- Respondió dubitativo.

Uno de los efectos del alcohol es que la vergüenza se va al retrete. Ella no tuvo ni el más mínimo descaro en acercarse al ex presidente del Perú y llamarlo por su apellido. Algo así como si fuese su compañero de promoción del colegio.

-¿ Con quién tengo el gusto?- le preguntó el político.

Ella dijo su nombre con voz pastosa. Arrastrando un poco la lengua. Estaba borracha y lo sabía. El ex-presidente continuó.

-¿Y que haces aquí en Israel?

-Vivo aquí- contestó ella.

La esposa del ex-presidente escuchaba la conversación a unos metros de distancia. El vaivén de las olas le sacudía el cuerpo con delicadeza.

-¿ Y que hace usted por acá? – repreguntó ella con una sonrisita.

-He llegado para el cumpleaños del presidente Simón Peres…- contestó él.

-Sí!!!! ese Simón Peres es un «tipo» espectacular…- dijo ella refiriéndose al casi centenario político israelí.

-Oh sí… lo es- contestó el ex mandatario peruano. Mostrando su mejor sonrisa Kolynos.

Eliane Karp es la esposa de la Alejandro Toledo. Conociendo bien a su esposo y sus mañosadas de costumbre decidió introducirse en medio de la conversación y decirle a la «señorita» una frase algo cortante pero directa: «Bueno…que tengas buena suerte mamita…» . Ella contestó con un educado «Igualmente para ustedes». Les dio la mano. Se volteó en dirección a la arena. Sonriendo sin pudor. Dándose cuenta que le había meado encima a un ex presidente y una ex primera dama.

Solo escribe

Solo escribe. Hasta que te canses. No importa si tu perro te esta lamiendo el pie. No importa si ella esta tirada en el sofá insolada. No importa si están pasando el último capitulo de Game Of Thrones. No importa si no se te ocurre nada. Solo escribe.

Solo escribe y acuérdate de los buenos tiempos. Hay tanto porque escribir. Quizás hay tan poco también. Quizás los temas se repiten demasiado y hasta se vuelven banales de tanto repetirlos. Puedes escribir de lo que recuerdas. Y lo mejor de todo es que puedes escribir «de la manera en que lo recuerdas». La memoria engaña y engaña más con el paso del tiempo. Los rostros se hacen borrosos. Los gestos se pierden en la bruma. Los olores de antaño se engullen en el aire del presente. Pero recuerdas. Y eso al fin y al cabo es lo que importa. Tu primer recuerdo: El spagetti que  comiste en la sala de partos del hospital un día después de que tu hermano nació. Un recuerdo brumoso del año mil novecientos ochenta y cuatro. Puedes acordarte de más cosas. Niñez feliz. El colegio como centro de reclusión para la gente pensante. Las peleas en las que siempre perdías. La presión por mejorar. Una canción de Kiss. Juguetes. Julio Verne. La familia en la mesa del comedor. El bastón de mi abuelo. El olor del aderezo. La vida pasando con una velocidad asombrosa hasta que tu voz empezó a cambiar. Y a partir de ahí paso más rápido aún. Tu primer beso. Los viajes a sitios lejanos. La luminosidad del futuro en el que todo son esperanzas. Los partidos de futbol. La primera vez que tocaste el sexo de una mujer. El dolor del amor. La luminosidad de la juventud.

Solo escribe. Escribe de la guerra. La guerra te enseña muchas cosas. Muchas cosas acerca de ti mismo. Muchas cosas acerca de la vida misma. Muchas cosas acerca de la muerte. Solo escribe. De lo que somos. De lo que tú eres. De lo que fuiste antes de convertirte en lo que te estás convirtiendo cada segundo que pasa. Escribe de tu madre. Escribe de lo que es ser un ser humano en esta época. En este planeta. En esta vida. Escribe de tu padre y de tu relación tortuosa con él. Escribe de lo que es ser parte de la «Nueva generación» de autómatas que no piensan. Y no poder hacer nada por ello. Escribe de la estupidez y del consumismo. Escribe de las mil y un maneras en que la gente desperdicia su vida. Solo escribe.

Solo escribe. De los amigos perdidos. De los amigos ganados. De los idiomas adquiridos. De los amores terminados. Escribe y hazlo rápido porque el tiempo se agota y lo sabes. Escribe de ella. De tu amor intenso. De alguna que otra noche loca de pasión intensa. La piel de gallina. El mar que asoma por la ventana. El cuarto menguante que apunta al sur. El aire empolvado del medio oriente. El color inspiracional del amanecer. Una mezcla de cosas. Toda tu vida es una mezcla de vidas. De lugares. De sabores. De sexo. De dolor. De muerte. De colores. De situaciones. Una mezcla imposible según las estadísticas. Así que escribe de eso también.

Solo escribe. De una vez y para siempre y déjate ya de huevadas.

Un paso más es un paso menos

 

«Un paso más es un paso menos». Solía repetirme eso una y otra vez. Aquella frase me la enseñaron en la armada en Perú hace bastante tiempo ya. Aunque creo que se le puede dar uso en cualquier ejercito o banda de mercenarios alrededor del mundo. Cuando estaba en el entrenamiento en la escuela de paracaidistas en el ejercito de Israel solía repetirme aquella frase una y otra vez. Solía hacer una que otra variación como «Un día más es un día menos» o «Un kilómetro más es un kilómetro menos» (la inspiración no me abundaba en aquellas épocas) Regresemos al paso. Paso a paso salíamos una vez por semana de marcha de campaña. Recuerdo que la primera que hicimos fue de tres kilómetros. Me pareció pan comido y en determinado instante pensé que si todo seguía así mi vida sería miel y azúcar.

Once meses después estaba en la última semana del entrenamiento. «La semana de la guerra» algo así como la recreación bélica más fidedigna que se le puede hacer a una unidad del ejercito. Una semana entera en la que prácticamente no se duerme. No se come. Los comandantes disponen a sus fuerzas manera que creen conveniente y utilizan estrategias ingeniosas para conquistar las posiciones del «enemigo». Tenemos a nuestra disposición helicópteros, mucho morteros, artillería, algo de tanques y muchísima munición. En fin. No voy a usar la palabra «divertido» porque no lo es. Al menos no notas mucho el cansancio porque todo el tiempo estás en movimiento. Mi sueño más largo en aquella semana duró cincuenta minutos aunque los sentí como si hubiesen sido cincuenta horas. «Combatimos» . Volamos de un sitio a otro en los Black Hawk. Explotamos tanques. Y tomamos las posiciones enemigas. Fin del cuento. «La semana de la guerra» había terminado. Me sentí demasiado feliz y a la vez realizado después de haber logrado culminar uno de las cosas más difíciles que he hecho en mi vida. Iba bromeando con los compañeros. Abrazándonos los unos a los otros. Sonriendo con placidez pensando en las duchas de la base. Pensando en la comida caliente del comedor…El Mayor a cargo nos pidió que nos reagrupáramos nuevamente. Nos dijo que habían nuevas ordenes. «Los egipcios atacan por el sur» nos dijo. «Varias unidades de infantería los están deteniendo lo mejor que pueden…» «Tenemos veinte horas para entrar en combate…así que nos ponemos en camino ahora». Nos dejó pasmados un segundo aunque luego regresó y nos dijo: «Esto es un ejercicio…seguimos en la semana de la guerra. Ahora comienza lo bueno…»

Lo «bueno» comenzó y empezamos a caminar con la munición y las armas. Una hora. Dos horas. Diez horas… En determinado instante dejé de pensar porque hasta eso me cansaba. Me repetía a mi mismo la frase de siempre «Un paso más es un paso menos» «Un paso más es un paso menos» Nunca en mi vida he estado tan extenuado. Mis piernas temblaban sin control y mi rodilla derecha estaba demasiado llena de agua como para verla con buenos ojos. Empezamos a caminar a la una de la tarde. A las tres de la mañana del día siguiente nos esperaba un convoy con comida y agua. Todos queríamos sentarnos pero no nos dejaron. El riesgo de hipotermia es alto de noche en el desierto  si es que estás muy mojado. Nos dieron quince minutos para comer y beber todo lo que queríamos. Comí muchas tortas de chocolate. Comí cantidades ingentes de pan con mermelada y me trague diez huevos duros. Ahí uno de los choferes del convoy nos soltó el dato que habíamos caminado setenta kilómetros y «solo» faltaban treinta.Cuando escuché treinta me derrumbé psicológicamente. Quise llorar. Quise pegarle a alguien. Aunque recordé que el culpable de aquel suplicio era yo y nada más que yo. De todas maneras lo que más quise fue a mi mamá.

Una vez que se corrió la voz por todo el batallón sobre lo treinta kilómetros que faltaban el silencio se apodero hasta de los más optimistas. Yo llevaba una radio de la época de la guerra de Vietnam en la espalda. Pesaba mucho y ya no la podía cargar. Le pregunté a uno que otro soldado si es que alguien la podía llevar por mi. Nadie se atrevió. Todos estaban hechos mierda. Yo lo entendí y me resigne a mi suerte. Cuando nos pusimos en movimiento nuevamente mis músculos estaban tan entumecidos que respirar me dolía. Bajé la cabeza para hacer caer el peso de la radio en la parte dorsal de la espalda y mientras miraba al piso caminé mirando mi pie izquierdo avanzar y luego el derecho. Supongo que en cierto instante aluciné o me dormí porque no recuerdo bien como transcurrieron aquellos treinta kilómetros. Solo sé que en determinado momento paramos. Un nuevo convoy nos esperaba con dulces y agua. Nos dieron cinco minutos.

Después de eso nos ordenaron abrir las camillas para transportar heridos. En cada camilla pusieron cuatros costales de arena de veinte kilos cada uno. Cuatro soldados llevarían una camilla al hombro (uno en cada esquina). A partir de ahí cada uno de nosotros se montaría sobre un hombro otros veinte kilos de peso. Las ganas de llorar se me habían ido y dieron paso a un estado de displicencia sin igual. Un estado de «ya que mierda más da….» Junto con mis tres compañeros levantamos nuestra camilla. Dolió. Un minuto después el mayor nos dijo: «Falta un Kilómetro y medio para que se conviertan en paracaidistas. Falta un kilómetro y medio para que dejen de ser lo que eran y pasen a ser lo mejor que pueden ser. Este kilómetro y medio es el más difícil de todos. Ven aquella montaña de ahí….Pues ahí nos dirigimos. Nos vamos a caer. Pero nos vamos a levantar y ningún puto va a renunciar. Israel esta orgullosa de ustedes. Son la sal de esta tierra….Andando!!!!»

Frases como esas se estudian en la escuela para comandar. Luego me aprendí unas cuantas cuando me tocó a mi levantar la moral de mis soldados. Aquel día aquella linda frase no sirvió de mucho. Estábamos hechos puré. Caminamos como zombies con el dolor intenso en el hombro en el que levantábamos el peso. En determinado instante me acordé de las procesiones en Perú. Sí.  Me sentía como algún pobre diablo llevando las andas de algún patrón o santito o Jesusito o virgencita. Aquel pensamiento me ayudo a pensar en otra cosa. Recordé en como la gente adornaba con flores las avenidas y en el olor del incienso. Los rayos semi naranjas del sol comenzaron a emerger a nuestra espalda por el este. La subida a la montaña fue brutal. En verdad nos caímos muchas veces. Nuestros propios comandantes y sargentos se metían debajo de las camillas para ayudarnos. Todos fuimos uno. Todos pujando hacia arriba. Pujando. Paso a paso. Despacio. Escuché muchos gemidos. Chicos quebrados llorando. Gritos de aliento de otros. Mi rodilla derecha dejo de funcionar y no pude doblarla más. Así que cojeé con dolor. Miré hacia la cumbre. Mientras el negro del cielo se estaba pintando de un azulino paraíso. Di todo lo que tuve. Lo di de verdad. Un paso más es un paso menos. Un paso más es un paso menos. La cumbre cada vez más cerca. Hasta que por fin.

Gritamos de alegría. Gritamos de dolor. Miré hacia el este y el amanecer me hizo lagrimear. A mis pies estaba el mar muerto cambiando de colores. Las montañas de Jordania se teñían de luz tenue. Me sentí tan hecho mierda que sentí gran parte de mi viejo YO morir en aquel camino. Me sentí nuevo. Me sentí vivo.

Anti Curriculum Vitae

Terminé el colegio a regañadientes. En quinto de secundaria desaprobé ocho cursos de trece en un bimestre. Mi profesor de física me odiaba y yo lo odiaba más porque obligaba a todos a comprar el libro de física que él había escrito. Mucha gente me dijo: «Cuando dejes el colegio no te imaginas cuanto lo vas a extrañar…» ¿Saben que? No lo extraño una mierda.

Entré a una academia preparatoria para poder postular a la escuela de oficiales de la marina. Estudié un año ahí. No recuerdo un solo concepto de todo lo que repasé ahí. Solo sé que hice trampa en casi todos los exámenes para que mi papá se sienta orgulloso de mí al recibir las notas cada mes.

Seno. Coseno. Tangente. Secante. Cosecante. En medio de un entrenamiento militar bastante arduo era obligado a aprender todos aquellos conceptos y demás mamarrachos matemáticos para poder «destacar» y ser un mejor «militar». Nunca entendí la relación entre la termodinámica y ser Rambo así que dejé la marina sin gloria y con pena. Perdí un par de meniscos también.

Escuela de derecho. Leyes. Aburrimiento y más aburrimiento. ¿Quién demonios puede ser abogado? Desde que estudié derecho dejé de confiar en los abogados y los empecé a compadecer. Cuanta cochinadilla se puede estudiar en un año de derecho. No recuerdo una sola ley orgánica ni menos aún un solo párrafo de mi libro de derecho Romano. No recuerdo nada de la universidad salvo los Burger Kings que me comía en la avenida Javier Prado.

De paro. Claro con veinte años y sin nada estudiado no podía hacer otra cosa que no hacer nada. Fue la mejor época de mi vida.

Busqué una visa para un sueño. Soñé el sueño americano en una fábrica de lapiceros en New Jersey. Me decían Tortuga porque era muy lento levantando cajas. Mis manos estaban acostumbradas a rascar mis pelotas y no al cartón raspador y formador de cayos. Me dejé la barba y el pelo largo. Era por primera vez yo contra el sistema. De vez en cuando me escondía en algún almacén y me dormía de lo más profundo soñando con volver a Lima.

De vuelta en Lima. De paro nuevamente. Gastando la plata que había ahorrado en EEUU. Me creí un señor millonario. La plata me duro cuatro meses. Al quinto estaba nuevamente «soñando».

Arkansas. Caballos. Vaqueros. White Trash. Fusiles de retrocarga siendo vendidos en los K-Mart. Trabajé en construcción. Construí bases de cemento en algún sitio cerca a Tenesse. Me accidenté. Me quemé las piernas con algún químico. Un tornado se llevó la casa de al lado de mi casa. Mi vida era un silo lleno de mierda hasta el tope. Extrañé las clases de Derecho Romano.

De vuelta en Lima. Nuevamente gastando el dinero que había ahorrado con tanto sufrimiento y tanto tornado. Se me presentó una oportunidad: Ir a Israel. Me dije a mi mismo: «No puedo perder nada si no tengo nada».

Israel. Calor. Trabajando en un kibutz en la galilea del sur. Soy un flamante ayudante de cocinero. Cocinamos para novecientas personas cada día. Me gusta lo que hago. Aprendí a cortar como un ninja. Aprendí que la vida da vueltas y que nunca es tarde para comenzar de nuevo. Me gustaba hacer el arroz.

Unidad de paracaidistas del ejercito de Israel. No se como llegué ahí. Soy un veterano combatiente. Me he soplado una guerra completa en el Líbano. He matado gente y la gente me ha querido matar a mi. La vida si que da vueltas y que se vaya a la mierda mi profesor de física del colegio. Creo que trabajar el cemento y el cartón me hicieron más rudo que el resto. Gané demasiado en el ejercito. Amé mi trabajo de punta a punta. Por fin me sentía realizado siendo un francotirador y peleando en una guerra que no era mía pero que pasó a serlo.

Cuerpo de seguridad de la Unión Europea. No se como llegué aquí pero hoy desperté y me di cuenta de que era el jefe. Soy el jefe. No quiero ser el jefe. Quiero ser yo. Estoy realizado con lo que soy. Sencilla y llanamente porque «Soy». Estoy en una situación realmente increíble. He hecho demasiadas cosas en mi vida. Al fin y al cabo se han terminado entrelazando y han dado lugar al nudo llamado: Yo.

Everest. Un sueño de niño. Lo voy a escalar algún día «en serio». En Setiembre solo lo voy a acariciar. Mi próximo trabajo: «Montañísta».